En la sinuosa carretera rural, Vic Delaney pisó a fondo el pedal del freno al entrar en una curva a la derecha mucho más cerrada de lo que había pensado. Las ruedas delanteras se bloquearon y por un momento escalofriante siguieron avanzando recto, hacia un álamo, mientras batallaba con el volante sólido.
– ¡Viiiic! -gritó Ashley
El coche dio un bandazo violento hacia la derecha, las ruedas delanteras patinaron, las traseras derraparon, luego Vic corrigió el rumbo y se dirigieron hacia otro álamo. Luego dio marcha atrás, el coche inestable se balanceó como un saco, las maletas chocaron en la parte trasera. Luego recuperaron el control.
– No corras tanto, Vic, ¡por el amor de Dios!
Delante tenían un camión enorme que avanzaba a paso de tortuga y, a los pocos momentos, estaban pegados a él, sin sitio para adelantarlo.
– ¡Me cago en Dios! -dijo Vic, frenando y golpeando el volante frustrado.
Todo se había ido al traste. «La historia de mi vida», pensó. Su padre había muerto alcoholizado cuando él era un adolescente. Poco antes de cumplir los dieciocho, le había dado una paliza al amante de su madre porque el tío era un cabrón y la trataba como una mierda. Y la reacción de su madre había sido echarlo a él, a Vic.
Se metió en las fuerzas armadas buscando aventura y, al instante, se sintió como en casa en los marines, salvo que también le tomó el gusto al dinero. Al dinero en grandes cantidades. En particular, le gustaban la ropa elegante, los coches, el juego y las putas; aun así, por encima de todo, le gustaba la sensación que tenía -ese respeto- al entrar en un casino con un traje fino. ¿Y qué había mejor para el orgullo de un hombre que el ser invitado en un casino a una cena, quizá también a una habitación?
Una racha de suerte en los casinos durante su segundo año en los marines le había reportado pasta gansa, luego una mala racha lo dejó sin blanca.
Después se había aliado con un intendente corrupto llamado Bruce Jackman, encargado de los suministros de armamento, y encontró una forma fácil de ganar dinero vendiendo pistolas, munición y otros suministros militares a través de Internet. Cuando estaban a punto de descubrirlos, había estrangulado a Bruce Jackman y lo había dejado ahorcado en su cuarto con una nota de suicidio. Desde entonces no había pasado ni una noche en vela.
La vida era un juego, la supervivencia de los listos. En su opinión, los humanos cometían el error de intentar fingir ser distintos de los animales. En la vida imperaba la ley de la jungla.
Eso no significaba que fuera incapaz de amar. Se había enamorado, profunda, loca y perdidamente de Alex en el preciso instante en que la había visto. Lo tenía todo: clase, estilo, una belleza deslumbrante, un cuerpo estupendo y en la cama era una guarra. Era todo lo que había deseado en una mujer y mucho más. Además, era la persona más ambiciosa que había conocido, y tenía una estrategia para conseguir sus sencillos objetivos: ganar una fortuna cuando eras joven y pasarte el resto de la vida disfrutando de ella. Un plan sencillo.
Ahora, lo único que tenían que hacer era llegar al aeropuerto de Gatwick y coger un avión.
El interior del Freelander apestaba a gases diesel procedentes del tubo de escape del enorme camión que tenían delante y que avanzaba a menos de cincuenta kilómetros por hora. Se desplazó a un lado para ver si podía adelantar, pero volvió al centro de repente cuando un camión pasó a toda velocidad en dirección opuesta. Cada vez más impaciente, siguieron al camión por una especie de ese amplia que hacía pendiente. Pasaron por delante del cartel de una cantera, luego subieron una colina y el camión redujo aún más. Alargó el brazo izquierdo hacia el regazo de Ashley, encontró su mano y la apretó.
– Todo saldrá bien, preciosa.
Ella también le apretó la mano, a modo de respuesta.
Luego, un destello azul en el retrovisor llamó su atención. Un escalofrío de miedo le agarró el estómago.
Miró el retrovisor con detenimiento. Asfalto, hierba y árboles se extendían tras ellos. Entonces volvió a ver el destello azul y esta vez no había ninguna duda. «Mierda.» Dentro de unos segundos, doblaría la esquina.
Volvió a desplazarse a un lado y, de repente, vio a su derecha el indicador de madera de sendero público y un camino ancho. Con un volantazo rápido, el Freelander cruzó por delante de una furgoneta que se acercaba y entró en el sendero lleno de baches y maleza. El coche atravesó un charco profundo y salió. Por el retrovisor vio que el coche de policía pasaba a toda velocidad en dirección contraria, demasiado deprisa, esperó, como para haberlos visto.
– ¿Por qué te has desviado?
– La policía.
Aceleró, notó las ruedas girar, adherirse al pavimento, el coche avanzaba dando botes, atravesando charcos. Pasaron por delante de un corral, con un remolque para caballos vacío y un tractor silencioso delante, y llegaron a la altura de una estructura de hierro ondulado llena de rediles vacíos.
– ¿Adónde va a parar esto? -preguntó Ashley.
– No tengo ni puta idea.
Al final del sendero, giró a la izquierda y entró en un camino engravillado; pasaron por delante de varias cabañas y luego llegaron a una carretera principal muy concurrida.
– Ésta es la A 27. Nos lleva a la A 23, directos a Gatwick, ¿verdad? -dijo Vic, bajando la ventanilla y sudando a mares.
– Ya lo sé, pero no podemos ir por la carretera principal.
– Estoy pensando… El mejor modo…
Los dos oyeron las aspas del helicóptero. Vic sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia arriba. Vio que un helicóptero azul oscuro bajaba del cielo directamente hacia ellos. Tras describir un círculo, el ruido aún más fuerte, voló lo bastante bajo como para que Vic pudiera leer la inscripción blanca «Policía» debajo de la cabina de mando.
– Cabrones.
No había huecos en el tráfico, por lo que consideró que era demasiado arriesgado seguir adelante. Así que giró a la izquierda, pisando a fondo el acelerador delante de un Jaguar, que le hizo luces y le pitó, pero Vic pasó de las señales, mirando fijamente al frente, aterrorizado. Más adelante, los coches reducían la velocidad. ¡Mierda, estaban deteniéndose! Se desplazó un poquito a la derecha, miró más allá del tráfico y vio la razón del atasco, a pesar de que una alta caravana le obstaculizaba la visión.
Un coche de policía cortaba la carretera y había una gran barrera azul a cada lado en la que se podía leer: «Policía -Parar».