Los tabloides nacionales y un periódico serio abrieron sus portadas con el juicio por asesinato contra Suresh Hossain y el resto de la prensa matutina británica lo cubría en páginas interiores.
No era el propio juicio lo que centraba su interés, sino los comentarios que había realizado en el estrado el comisario Roy Grace, quien a las ocho y media de la mañana estaba recibiendo una bronca de su jefa, Alison Vosper, lo que le hacía sentirse como si hubieran retrasado el reloj tres décadas y estuviera otra vez en el colegio, temblando delante de la directora.
Uno de los compañeros de Grace la había apodado la Número 27, y el mote había arraigado. El número 27 era un plato agridulce del menú que servían en el restaurante de comida china para llevar de la ciudad. Y viceversa. Cuando pedían el plato, siempre se referían a él como un Alison Vosper, porque eso era ella exactamente, agridulce.
Sin ningún género de dudas, la subdirectora de policía Alison Vosper, de cuarenta y pocos años, pelo rubio corto y fino y peinado conservador que enmarcaba un rostro de rasgos duros pero atractivos, estaba agria esta mañana. Incluso el fuerte perfume floral que llevaba desprendía un matiz acre.
Vestida con un traje de dos piezas negro con blusa blanca recién planchada que le daba una imagen de autoridad y eficiencia, estaba sentada detrás de la mesa de palisandro brillante de su inmaculado despacho de la planta baja del edificio Queen Anne de la comisaría central en Lewes, con vistas a un césped bien cuidado. En la mesa no había nada excepto un jarrón delgado de cristal con tres tulipanes violetas, marcos con fotos de su marido (un agente de policía algunos años mayor que ella, pero cuyo rango era tres categorías inferior) y de sus dos hijos, un portaplumas de amonita y un fajo de periódicos matutinos expuestos como una mano ganadora de póquer.
Grace siempre se preguntaba cómo sus superiores lograban tener los despachos -y las mesas- tan ordenados. Durante toda su vida laboral, los espacios donde había trabajado habían sido un vertedero. Depósitos de expedientes que crecían descontroladamente, correspondencia por contestar, bolígrafos perdidos, facturas de viajes y bandejas de salida que habían perdido hacía tiempo el ritmo de las bandejas de entrada. Llegar a la cima, decidió, requería algún tipo de habilidad para gestionar el papeleo de la que él carecía genéticamente.
Corría el rumor de que a Alison Vosper la habían operado de cáncer de mama hacía tres años, pero Grace sabía que todo quedaría en eso, en un rumor, porque la subdirectora había construido un muro a su alrededor; sin embargo, detrás de su coraza de poli dura, había cierta vulnerabilidad con la que él conectaba. A decir verdad, a veces le gustaba y había ocasiones en las que esos ojos marrones suyos de mirada mordaz brillaban con humor y en las que Grace tenía la sensación de que quizás hasta coqueteaba con él. Esta mañana no era uno de esos momentos.
No hubo apretón de manos. No hubo saludo. Sólo un movimiento seco con la cabeza para indicarle que se sentara en una de las dos sillas de respaldo alto que había delante de su mesa. Luego la emprendió contra él directamente, con una mirada que era mitad reproche, mitad ira pura.
– ¿Qué diablos es esto, Roy?
– Lo siento.
– ¿Que lo sientes?
Grace asintió con la cabeza.
– Yo… Mira, está todo sacado de contexto…
Ella lo interrumpió antes de que pudiera continuar.
– ¿Te das cuenta de que este caso podría estallarnos en la cara?
– Creo que podemos contenerlo.
– Ya he recibido una docena de llamadas de periódicos nacionales esta mañana. Eres un hazmerreír. Has hecho que parezcamos un atajo de imbéciles. ¿Por qué lo has hecho?
Grace se quedó en silencio unos momentos.
– Es una mujer extraordinaria, la médium; nos ha ayudado en el pasado. No se me ocurrió nunca que alguien pudiera descubrirlo.
Vosper se recostó en su silla, mirando a Grace y meneando la cabeza con incredulidad.
– Tenía puestas muchas esperanzas en ti. Te ascendieron gracias a mí. Me la he jugado por ti, Roy. Lo sabes, ¿verdad?
Aquello no era estrictamente cierto, pero ahora no era momento de ponerse a buscarle tres pies al gato.
– Lo sé -dijo-, y te lo agradezco.
Ella señaló los periódicos.
– ¿Y así lo demuestras? ¿Esto es lo que les das?
– Vamos, Alison, les he dado a Hossain.
– Y ahora le has dado a su abogado defensor una grieta tan ancha como para que pase un coche de caballos.
– No -dijo levantándose-. Ese zapato ya había pasado por los forenses, la entrada y la salida estaban registradas. No pueden acusarme de haber contaminado la prueba. Puede que intenten criticar mis métodos, pero no tendrá ningún efecto material sobre el caso.
La subdirectora levantó los dedos y se examinó la manicura. Roy vio que tenía las yemas manchadas de tinta de periódico. Su perfume parecía cada vez más fuerte, como si fuera un animal que expulsa veneno.
– Tú eres el agente de mayor rango, es tu caso. Dejar que te desacrediten podría tener un efecto muy grande en el resultado. ¿Por qué diablos lo hiciste?
– Tenemos un juicio por homicidio y no tenemos cadáver. Sabemos que Hossain ordenó el asesinato de Raymon Cohen, ¿verdad?
Ella asintió. Las pruebas que Grace había reunido eran impresionantes y convincentes.
– Pero sin cadáver la conexión es siempre débil. -Grace se encogió de hombros-. Los médiums nos han dado resultados en el pasado. Todos los cuerpos policiales del país los han utilizado en algún momento u otro. Leslie Whittle, ¿recuerdas?
El de Leslie Whittle fue un caso célebre. En 1975, esta heredera de diecisiete años fue secuestrada y desapareció sin dejar rastro. Incapaz de encontrar ninguna pista sobre su paradero, al final la policía actuó basándose en la información de un clarividente que utilizaba técnicas de los zahoríes y que les condujo a un pozo de desagüe en el que encontraron a la pobre chica atada y muerta.
– El caso de Leslie Whittle no fue precisamente un éxito del trabajo policial, Roy.
– Después ha habido más -contraatacó él.
Ella se quedó mirándolo en silencio. Luego aparecieron unos hoyuelos en sus mejillas, como si fuera a ablandarse; pero su voz permaneció fría y severa.
– Podrías contar los éxitos que hemos tenido gracias a los clarividentes con los dedos de una mano.
– Eso no es cierto, y lo sabes.
– Roy, lo que sé es que eres un hombre inteligente. Sé que has estudiado los fenómenos paranormales y que tú sí que crees en eso. He visto los libros que tienes en el despacho y respeto a cualquier agente de policía que tenga una mentalidad abierta; pero tenemos obligaciones para con los ciudadanos. Lo que suceda dentro de nuestras cuatro paredes es una cosa y la imagen que presentamos a la gente es otra.
– La gente cree, Alison. En 1925 se elaboró una encuesta sobre los científicos que creían en Dios. Eran un cuarenta y tres por ciento. Repitieron esa misma encuesta en 1998, ¿y sabes qué? Seguían siendo un cuarenta y tres por ciento. El único cambio era que había menos biólogos creyentes, pero más matemáticos y físicos. Hubo otra encuesta, justo el año pasado, sobre personas que habían tenido algún tipo de experiencia paranormal. ¡Eran un noventa por ciento! -Se inclinó hacia delante-. ¡Un noventa por ciento!
– Roy, el populacho quiere creer que la policía se gasta el dinero de los contribuyentes destinado a resolver crímenes y atrapar a los malos en procedimientos policiales. Quiere creer que salimos a dar batidas por el país en busca de huellas y muestras de ADN, que tenemos laboratorios llenos de científicos que las examinan y que rastreamos campos y bosques, drenamos lagos, llamamos a puertas e interrogamos a testigos. No quiere pensar que vamos al final del muelle de Brighton a hablar con Madame Tarot, miramos bolas de cristal ¡o que movemos vasos sobre las letras de una puta tabla ouija! No quiere pensar que dedicamos nuestro tiempo a intentar invocar a los muertos. No quiere creer que sus agentes de policía están en las murallas del castillo cual Hamlet hablando con el fantasma de su padre. ¿Entiendes lo que digo?
– Lo entiendo, sí, pero no estoy de acuerdo contigo. Nuestro trabajo es resolver crímenes. Tenemos que utilizar cualquier medio que esté a nuestro alcance.
Ella negó con la cabeza.
– Nunca vamos a resolver todos los crímenes y debemos aceptarlo. Lo que tenemos qué hacer es inspirar confianza a la gente. Que se sienta segura en su casa y en las calles.
– ¡Eso es una chorrada y lo sabes! -dijo Grace-. Sabes muy bien que las estadísticas sobre criminalidad pueden manipularse como uno quiera -dijo, y al momento se arrepintió de sus palabras.
La subdirectora le ofreció una sonrisa débil, glacial.
– Dile al Gobierno que nos dé cien millones de libras más al año y erradicaremos el crimen en Sussex. Mientras tanto, lo único que podemos hacer es estirar nuestros recursos tanto y tan lejos como sea posible.
– Los médiums son baratos -dijo Grace.
– No cuando perjudican nuestra credibilidad. -Bajó la vista a los periódicos-. Cuando ponen en peligro un juicio, pasan a ser más de lo que podemos permitirnos. ¿Me oyes?
– Alto, aunque no claro -respondió sin poder evitar la insolencia, que le salió sin más.
Le estaba sacando de quicio. Algo machista en él que no podía remediar le dificultaba más aceptar un rapapolvo de una mujer que de un hombre.
– Pues deja que te lo aclare. Tienes suerte de seguir teniendo trabajo esta mañana. El director no está dando saltos de alegría. Está tan enfadado que amenaza con apartarte del terreno público para siempre y encadenarte a una mesa para el resto de tu carrera. ¿Es eso lo que quieres?
– No.
– Entonces vuelve a ser un policía, no un bicho raro.