Unas horas después, Grace subía despacio por una colina empinada hacia la iglesia de Todos los Santos en Patcham Village, donde estaba programado que se celebrara cierta boda a las dos de la tarde; dentro de exactamente tres cuartos de hora.
Era su iglesia preferida en aquella zona. Era una iglesia parroquial clásica del gótico primitivo inglés: íntima, sencilla, de cantería gris sin adornos, con una pequeña torre, una bella vidriera tras el altar y tumbas que se remontaban siglos en el cementerio abandonado de la parte delantera y los laterales.
La lluvia torrencial se convirtió en llovizna mientras permanecía sentado en su Alfa, aparcado cerca de la entrada, en un terraplén de hierba frente a la iglesia, lo que le proporcionaba una vista privilegiada de todas las llegadas. Aún no había rastro de nadie. Tan sólo había trocitos de confeti empapado en el asfalto mojado, de una boda anterior, seguramente de aquella mañana.
Vio a una anciana, cubierta con un impermeable de PVC con capucha, que tiraba de un carro de la compra por la acera y se detenía a intercambiar unas palabras con un hombre corpulento que llevaba un anorak y un perro atado a una correa e iba en dirección contraria. El perro levantó la pata en una farola.
Un Ford Focus azul se detuvo y un hombre con un par de cámaras alrededor del cuello se bajó. Grace lo observó, preguntándose si sería el fotógrafo oficial de la boda o un periodista. Al cabo de unos momentos, un Opel marrón pequeño se detuvo tras él y se bajó un joven con anorak que llevaba una inconfundible libreta de reportero. Los dos hombres se saludaron y se pusieron a charlar, ambos mirando a su alrededor, esperando.
Al cabo de diez minutos, vio detenerse un todoterreno BMW plateado. Por culpa de los cristales tintados y la lluvia, no pudo distinguir quién iba en su interior, pero reconoció al instante la matrícula de Mark Warren. Unos momentos después, Warren, con una gabardina oscura, se bajó y fue corriendo hacia el sendero que llevaba a la entrada principal de la iglesia. Desapareció dentro, luego salió casi de inmediato y regresó corriendo a su coche.
Llegó un taxi y un hombre alto de aspecto distinguido y pelo canoso, vestido con un chaqué con un clavel rojo en el ojal y un sombrero de copa gris en la mano, cerró la puerta de atrás y caminó hacia la iglesia. Por lo visto, había pagado al taxista para que esperara. Luego llegó un deportivo Audi TT plateado. Grace recordó haber visto uno igual aparcado delante de la casa de Ashley Harper.
Se abrió la puerta del conductor y Ashley, sosteniendo un paraguas pequeño, se bajó, vestida con un elegante traje de novia blanco, el pelo recogido. Una mujer mayor salió por la puerta del copiloto, ataviada con un vestido azul con adornos blancos y el pelo plateado perfectamente peinado. Ashley saludó con la mano hacia el BMW y luego se protegió debajo del paraguas. Las dos mujeres recorrieron el sendero deprisa y desaparecieron en la iglesia. Mark Warren las siguió.
Luego, a las dos menos cinco, Grace vio que el cura cruzaba el cementerio y entraba en la iglesia; decidió que era el momento de actuar. Se bajó del coche y se puso el anorak Tommy Hilfiger azul y amarillo. Mientras cruzaba la carretera, el joven de la libreta se le acercó. Tendría unos veinticinco años, rostro perspicaz, vestía un traje gris barato, corbata con nudo grande pero flojo, por lo que se le veía el botón de arriba de la camisa, y mascaba chicle.
– Usted es el comisario Grace, ¿verdad?
Grace lo miró. Estaba acostumbrado a que la prensa lo reconociera, pero de todos modos desconfió.
– ¿Y usted es?
– Kevin Spinella, del Argus. Sólo me preguntaba si dispone de alguna novedad sobre Michael Harrison de la que podamos informar.
– Me temo que aún no hay nada. Esperaremos a ver si se presenta a su boda.
El periodista miró su reloj.
– Está apurando al máximo, ¿no?
– No sería la primera vez que el novio llega tarde.
Grace sonrió y pasó con cuidado por delante de Spinella.
– ¿Cree que Michael Harrison está vivo o muerto, comisario? -le preguntó el periodista siguiéndole deprisa.
Grace se detuvo un momento.
– Estamos investigando una desaparición -dijo.
– ¿De momento?
– No haré más comentarios, gracias.
Grace empujó la puerta pesada, entró en la oscuridad del pórtico y cerró la puerta tras él.
Siempre que entraba en una iglesia, Grace tenía un conflicto. ¿Debía sentarse en un reclinatorio, arrodillarse y rezar, como hacía la mayoría de la gente? Como hacía de niño junto a su madre y su padre, la mayoría de los domingos por la mañana de su infancia. ¿O debía simplemente sentarse en un banco y dejar que el Dios en el que ya no estaba seguro de creer conociera su enfado? Durante mucho tiempo, después de la desaparición de Sandy, había ido a la iglesia y había rezado para que regresara. A veces, había ido a misa, pero principalmente había entrado en iglesias vacías. Sandy no era creyente y, a lo largo de los últimos años, al no obtener respuesta a sus plegarías, Grace se había vuelto cada vez más agnóstico. Rezar ya no le parecía bien.
«Devuélveme a Sandy y rezaré hasta que me muera; pero hasta entonces no, ¿de acuerdo, señor Dios?»
Pasó por delante de una hilera de paraguas mojados, un tablón de anuncios y un fajo de folletos litúrgicos con los nombres de Michael John Harrison y Ashley Lauren Harper impreso delante, luego accedió a la iglesia en sí, e inhaló al instante los olores familiares a madera seca y vieja, tejidos viejos, polvo y un ligero aroma a cera ardiendo. El lugar estaba bellamente adornado con flores, pero no se percibía ni rastro de su perfume.
Unas doce personas estaban en el pasillo y en la nave, todas en silencio, expectantes, como si fueran extras en el plato de una película esperando a que el director les ordenara moverse.
Grace abarcó rápidamente con la mirada a todo el grupo, saludó con la cabeza a Ashley, que iba de blanco puro y estaba agarrada al brazo del hombre alto del chaqué que, supuso, sería su padre. A su lado, estaba la mujer que había visto bajarse del coche con Ashley, una bella señora de unos cincuenta años, pero que tenía el aspecto tenso de alguien que ha pasado por momentos duros de manera prolongada. Mark Warren, con un traje azul oscuro, y luciendo un clavel blanco, estaba al lado de una atractiva pareja de jóvenes de treinta y pocos años.
Se dio cuenta de que todos lo miraban. Con una voz titubeante, Ashley rompió el hielo dándole las gracias por venir y lo presentó primero a la madre de Michael, que parecía estar destrozada, y luego al señor guapo, de aspecto distinguido, que había pensado que era su padre, pero que resultó ser su tío. El hombre le dio a Grace un cálido apretón de manos, se presentó como Bradley Cunningham y mirando a Grace fijamente a los ojos, le dijo:
– Encantado de conocerlo, comisario.
– ¿De qué parte de Estados Unidos es? -le preguntó Grace al reconocer su acento norteamericano.
El hombre frunció el ceño como sintiéndose insultado.
– En realidad, soy canadiense, de Ontario.
– Perdone.
– No pasa nada, es un error clásico que cometen ustedes los ingleses.
– Supongo que usted también tendría problemas para diferenciar los distintos acentos de Gran Bretaña -dijo Grace.
– Pues tiene razón.
Grace sonrió, mirando su chaqué con aprobación.
– Me alegra ver que alguien se viste adecuadamente para una boda.
– En realidad, los pantalones me están matando -confesó Cunningham-. Los he alquilado en su maravilloso Moss Bros, ¡pero creo que me han dado mal los pantalones! -Luego su semblante se volvió grave-. Aun así, todo esto es terrible, ¿verdad?
– Sí -dijo Grace, distraído de repente-. Terrible.
Ashley los interrumpió para presentarle a Grace al cura, el reverendo Somping, un hombre bajito que llevaba barba y vestía una sotana blanca y alzacuello. Tenía los ojos legañosos y rojos y su enfado era evidente.
– Le he dicho a la señorita Harper que tendríamos que haber cancelado todo esto -dijo el reverendo Somping-. Es ridículo hacer pasar a alguien por esta agonía. ¿Y qué me dice de los invitados? Todo esto es absurdo.
– Aparecerá -dijo Ashley lloriqueando-. Aparecerá, lo sé. -Miró a Grace con ojos suplicantes-. Por favor, dígale que Michael está de camino.
Grace miró a la novia, tan triste y vulnerable, y casi tuvo que contenerse para no ir a abrazarla. Parecía tan desamparada, tan desesperada. Le entraron ganas de darle un puñetazo a aquel cura tan arrogante.
– Michael Harrison aún podría aparecer -dijo.
– Pues tendría que aparecer bastante pronto -dijo el cura con frialdad-. Tengo otra boda a las cuatro.
– Creía que esto era una iglesia -dijo Grace furioso al ver la insensibilidad que mostraba para con Ashley-. No un supermercado.
El reverendo Somping miró a Grace fijamente e intentó, en vano, que apartara la mirada.
– Yo trabajo para el Señor -dijo entonces defendiéndose-. Él me proporciona su horario.
Unos momentos después, Grace le respondió.
– En ese caso, le sugiero que le pida a su jefe que nos envíe al novio, y rapidito.