Mark, vestido con una sudadera, vaqueros y calcetines, paseaba por su piso con un vaso de whisky en la mano, incapaz de tranquilizarse o de pensar con claridad. El televisor estaba encendido, pero sin volumen. En la pantalla, el actor Michael Kitchen caminaba impasible por un paisaje del sur de Inglaterra desgarrado por la guerra que le resultaba vagamente familiar, algún lugar cerca de Hastings, le pareció reconocer.
Había cerrado con llave por dentro y corrido la cadena de seguridad. La terraza era segura, impenetrable, al ser un cuarto piso, y, además, a Michael le daban miedo las alturas.
Fuera, ya casi era noche cerrada. Las diez. Dentro de tan sólo poco más de tres semanas, sería el día más largo del año. A través de las puertas de cristal de la terraza, observó una única luz flotando en el mar. Un barco pequeño o un yate.
Habían pasado semanas desde que él y Michael habían salido a navegar en el Doble MM, su yate de regata. Hoy había planeado ir al puerto deportivo y trabajar un poco en él. No se podía abandonar un barco durante mucho tiempo; siempre había algo que goteaba, se corroía, se rompía o se desconchaba.
A decir verdad, el barco era una lata para él. Ni siquiera estaba seguro de que necesitara tantos quebraderos de cabeza; además, el mar embravecido le aterraba. Navegar era una parte importante de la vida de Michael, siempre lo había sido desde que Mark lo conocía. Si quería ser su socio, compartir el barco con él iba en el paquete.
Y claro que se divertían, se divertían mucho. Habían pasado muchos días ventosos navegando bajo un cielo azul, un montón de fines de semana bordeando la costa de Devon y Cornualles y, a veces, cruzando a la costa francesa o a las islas del canal; sin embargo, no le importaba no volver a poner los pies en un yate nunca más.
«¿Dónde coño estás, Michael?»
Bebió un poco más de whisky, se sentó en el sofá, se recostó y cruzó las piernas. Qué confuso se sentía, joder. Hoy, Michael y Ashley habrían cogido un avión rumbo a su romántica luna de miel. No había imaginado cómo iba a llevarlo, que Ashley hiciera el amor con Michael, muchísimas veces seguramente. Era lo que cabía esperar en una maldita luna de miel, a menos que ella fingiera algo; le había prometido que iba a fingir algo, pero ¿cómo podría mantenerlo durante quince días?
Además, ya sabía que ella y Michael ya se habían acostado, formaba parte del plan. Al menos, le había dicho que era pésimo en la cama.
A no ser que fuera mentira.
Agitó los cubitos en el vaso y bebió un poco más. Había llamado a las viudas de Pete, Luke y Josh y al padre de Robbo, en cada ocasión con el pretexto de conocer los planes de los entierros, pero, en realidad, quería sacarles información, ver si a alguno se le había escapado algo antes de salir el martes por la noche. Cualquier cosa que pudiera incriminarle o que pudiera darle alguna pista sobre lo que tenían planeado.
Michael estaba allí dentro el jueves por la noche, seguro. No habían sido imaginaciones suyas. Imposible. El jueves por la noche estaba allí dentro, pero anoche no. La tapa del ataúd estaba bien atornillada. Y Michael no era Houdini.
Entonces, si Michael estaba allí dentro el jueves y ahora no, alguien debía de haberlo sacado. Y, luego, había vuelto a atornillar la tapa, pero ¿por qué?
¿El sentido del humor de Michael?
Y si había salido, ¿por qué no había se había presentado a la boda?
Meneando la cabeza con incredulidad, llegó de nuevo al punto de partida. Michael no estaba en el ataúd y se había imaginado la voz. Ashley estaba convencida. Y había momentos en los que él también se convencía, aunque no del todo.
Necesitaba hablar un poco más con Ashley de este tema. ¿Y si Michael había salido de algún modo y descubierto sus planes?
En ese caso, seguro que ya se habría encarado con uno o con el otro.
Se levantó, preguntándose si debería ir a casa de Ashley. Le preocupaba que estuviera tan fría con él, como si todo esto fuera culpa suya, pero ya sabía qué le diría.
Se levantó y paseó de nuevo por la habitación. Si Michael estuviera vivo, si hubiera salido del ataúd, ¿qué podía descubrir a partir de los mensajes de correo electrónico de su Palm?
De repente, Mark se dio cuenta de que con el pánico de los últimos días había pasado por alto una forma muy sencilla de comprobarlo. Michael siempre copiaba el contenido de su Palm en el servidor de la oficina.
Entró en su estudio, subió la tapa del portátil e inició la sesión. Luego maldijo. El puto servidor no funcionaba.
Y sólo había un modo de volverlo a poner en marcha.