Capítulo 15

A tan sólo un par de kilómetros, Mark Warren también estaba inclinado sobre su ordenador. El reloj de la pantalla plana marcaba las seis y diez de la tarde. Llevaba las mangas subidas y tenía olvidado a su lado un capuchino de Starbucks, cuya espuma hundida formaba una capa arrugada. Su mesa, en el despacho que había compartido con Michael durante siete años y que normalmente mantenía ordenada, estaba atestada de pilas de documentos.

Inmobiliaria Doble M ocupaba la tercera planta de una casa adosada estrecha de cinco pisos de la época de la Regencia. Situada a poca distancia de la estación de Brighton, había sido su primer proyecto inmobiliario. Aparte del despacho en el que se encontraba, había una sala de juntas para los clientes, una pequeña recepción y una cocina. Los muebles eran modernos y funcionales. En las paredes colgaban fotografías de los tres yates de regata que poseían conjuntamente y que reflejaban su éxito: desde su primer barco, un Nicholson- 27, a un Contessa-33 más robusto, y hasta un Oyster-42, de categoría superior, que era su juguete actual.

También había fotos de sus proyectos inmobiliarios: el almacén a orillas del mar en el puerto de Shoreham que habían transformado en treinta y dos apartamentos; un viejo hotel en Kemp Town, con vistas al mar, que habían reconvertido en diez apartamentos y dos casitas en la parte de atrás, y su proyecto más reciente y ambicioso: un dibujo artístico de dos hectáreas de bosque donde tenían permiso para construir veinte casas.

Le dolían los ojos por haber pasado dos noches en vela y, para descansar un momento de la pantalla, Mark miró por la ventana. Justo enfrente había un bufete de abogados y una tienda de ropa de cama rebajada. Los días de sol era un lugar perfecto para comerse con los ojos a las chicas guapas que pasaban por la calle; sin embargo, ahora mismo llovía a cántaros y la gente caminaba deprisa, acurrucada debajo de sus paraguas o envuelta en abrigos, con los cuellos subidos y las manos en los bolsillos. Además, Mark no estaba de humor para pensar en otra cosa que no fuera la tarea que tenía delante.

Cada pocos minutos, como llevaba haciendo todo el día, marcaba el número del móvil de Michael, pero cada vez le salía directamente el buzón de voz. A menos que el teléfono estuviera desconectado o se hubiera quedado sin batería, aquello indicaba que Michael seguía allí abajo. Nadie había oído nada. A juzgar por la hora del accidente, lo habrían enterrado hacia las nueve, anteayer por la noche. Hacía ya unas cuarenta y cinco horas.

Estaba sonando el teléfono de la línea principal. Mark oía los tonos apagados y vio que la luz de su extensión parpadeaba. Contestó, intentando ocultar el temblor nervioso que había en su voz cada vez que hablaba.

– Inmobiliaria Doble M.

Una voz de hombre.

– Ah, hola, llamaba por la urbanización Ashdown Fields. ¿Tiene algún folleto o precios?

– Me temo que no, señor, todavía no -dijo Mark-. Aún tardarán un par de semanas. Encontrará información en nuestra página web… Ah, vale, ya la ha mirado. Si me deja su nombre, le diré a alguien que se ponga en contacto con usted.

Por lo general, le habría encantado que le preguntaran tan pronto por un proyecto, pero en estos momentos las ventas era lo último en lo que pensaba.

Era importante que no le entrara el pánico, lo sabía. Había leído las suficientes novelas negras y visto bastantes series policiacas como para saber que a los tipos a los que les entraba el pánico los pillaban. Sólo había que mantener la calma.

Seguir borrando los mensajes de correo electrónico.

Bandeja de entrada. Elementos enviados. Papelera. Todas las demás carpetas.

No era posible borrar totalmente los mensajes de correo electrónico. Seguirían estando ahí, almacenados en un servidor en algún lugar del ciberespacio, pero nadie iba a indagar tanto. ¿O sí?

Introdujo palabra clave tras palabra clave, realizando búsquedas avanzadas para cada una de ellas. «Michael». «Despedida». «Soltero». «Josh». «Pete». «Robbo». «Luke». «Ashley». «¡Planes!» «¡Operación venganza!» Comprobó todos los mensajes, borró todos lo que había que borrar. Cubrió todos los frentes.

Josh estaba conectado a varias máquinas, su estado era crítico y, casi con toda seguridad, había sufrido daños cerebrales graves. Lo más probable era que quedara vegetal, si es que sobrevivía. Mark tragó saliva, tenía la boca seca. Conocía a Josh desde los trece años, de la escuela Varndean. A Luke y a Michael también, por supuesto. Pete y Robbo llegaron después: se conocieron en un pub de Brighton una noche de borrachera cuando tenían dieciocho o diecinueve años. Como Mark, Josh era metódico y ambicioso. Y era guapo. Las mujeres siempre pululaban a su alrededor del mismo modo que perseguían a Michael. Había personas que tenían dones naturales en la vida; otras, como él, tenían que trabajárselo todo. De todos modos, para lo joven que era, a sus veintiocho años Mark había vivido lo suficiente como para saber que nada permanece igual mucho tiempo. Si tenías paciencia, si esperabas el momento oportuno, tarde o temprano te llegaba un golpe de suerte. Los mejores depredadores eran los más pacientes.

Mark no había olvidado un documental de naturaleza que había visto en televisión, grabado en una cueva de murciélagos en Suramérica. Un microorganismo minúsculo se alimentaba del excremento de los murciélagos del suelo de la cueva; un gusano se comía el microorganismo; un escarabajo se comía el gusano; una araña se comía el escarabajo; finalmente, un murciélago se comía la araña. Era una cadena alimenticia perfecta. El murciélago era listo. Lo único que tenía que hacer era cagar y esperar.

Le sonó el móvil. Era la madre de Michael, la tercera llamada de aquella tarde y la enésima del día. Estuvo tan indefectiblemente cortés y agradable como siempre. Seguía sin tener noticias de Michael, le dijo él. Era horrible, no tenía ni idea de qué le había sucedido, el plan era simplemente ir de bares, no imaginaba dónde podría estar Michael ahora.

– ¿Crees que podría estar con otra mujer? -le preguntó Gill Harrison con su voz tímida y ronca.

Siempre se había llevado bastante bien con ella, tanto como era posible. Su marido se había suicidado antes de que él y Michael se conocieran, y su socio decía que su madre se había encerrado en sí misma y nunca había vuelto a salir. Por las fotos que había de ella en la casa, había sido bastante guapa de joven, una rubia explosiva; sin embargo, desde que Mark la conocía, su pelo había encanecido prematuramente y tenía la cara seca y arrugada de fumar un cigarrillo tras otro y el alma mustia.

– Supongo que todo es posible, señora Harrison -contestó Mark, que se quedó pensando un momento, eligiendo las palabras con cuidado-, pero adoraba a Ashley.

– Es una chica encantadora.

– Lo es, estaríamos perdidos sin ella. Es la mejor secretaria que hemos tenido. -Jugueteó con el ratón un momento, moviendo el cursor ociosamente por la pantalla-. Pero ya sabe que a veces la bebida lleva a los hombres a hacer cosas irracionales…

Tras pronunciar esas palabras, lamentó al instante haberlas dicho. ¿No le había dicho Michael una vez que su padre estaba borracho cuando se suicidó?

Hubo un largo silencio.

– Creo que ya habría tenido tiempo suficiente de que se le pasara la borrachera -dijo ella entonces, muy plácidamente-. Michael es una persona buena y leal. Hiciera lo que hiciera estando bebido, jamás le haría daño a Ashley. Ha tenido que ocurrirle algo, si no, habría llamado. Conozco a mi hijo. -Dudó-. Ashley lo está pasando fatal. ¿Cuidarás de ella?

– Claro.

Luego, hubo otro silencio.

– ¿Cómo está Josh?

– Igual. Zoe está en el hospital con él. Iré a hacerle compañía en cuanto acabe en el despacho.

– ¿Me llamarás en cuanto sepas algo?

– Claro.

Mark colgó, bajó la mirada a la mesa, cogió un documento y algo que había debajo atrajo su atención. Su Palm.

Y mientras la miraba, un sudor frío le recorrió el cuerpo. «Mierda», pensó. «Mierda, mierda, mierda.»

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