Grace se sacó el puro humeante de la boca, bostezó, volvió a llevárselo a los labios y lo sujetó con los dientes en un arranque súbito de concentración mientras cogía sus cinco cartas del tapete verde arrugado. Un montoncito de fichas de cincuenta peniques descansaba en el centro de la mesa: las apuestas iniciales de cada jugador. Delante de él, había vasos de whisky, copas de vino, pilas de dinero y fichas y un par de ceniceros llenísimos, rodeados de trocitos de patatas y migas de sándwich. La habitación estaba llena de humo y, fuera, la lluvia y el viento azotaban las ventanas altas, que daban al canal de la Mancha y a las luces del Palace Pier.
Siempre jugaban al póquer del repartidor, y siempre que le tocaba a Bob Thornton, un inspector que se había jubilado hacía tiempo, elegía el póquer con descarte, la variedad que menos le gustaba a Grace. Miró la hora: las 00.38. Siguiendo la tradición de sus partidas semanales de póquer de los jueves por la noche, la última ronda había empezado a las doce y media; después de ésta, sólo jugarían dos manos más.
No había tenido una buena noche; a pesar de llevar sus calcetines turquesas de la suerte y su camisa de rayas azules de la suerte, le habían tocado unas cartas pésimas toda la noche, había tomado un par de malas decisiones y le habían visto un farol que le salió caro. La partida le había ido igual que todo lo demás aquella semana: de mal en peor. Por el momento, ya llevaba perdidas ciento cincuenta libras, y la última ronda a menudo era la peor.
Miró fugazmente sus cartas mientras se concentraba en las reacciones de sus cinco compañeros a las suyas y, de repente, se animó un poco. Tres dieces. La primera mano decente que le habían repartido al menos en las dos últimas horas; aunque también era una mano peligrosa: lo suficientemente buena como para ser tonto si no apostaba, pero no era un jugadón.
Era muy complicado calar a Bob Thornton. A sus setenta y cinco años, era un hombre corpulento y lleno de energía que aún jugaba regularmente al squash, de rostro duro y manos con manchas de vejez que parecían casi de reptil. Llevaba una chaqueta verde de punto encima de una camisa de cuadros escoceses desabrochada en el cuello, pantalones de pana y zapatillas de tenis. Era, de largo, el mayor del núcleo de diez jugadores, de los cuales se reunían los suficientes para jugar una partida todos los jueves, semana tras semana, año tras año, turnándose para organizar la velada.
La partida se celebraba desde mucho antes de que Grace ingresara en la policía. En más de una ocasión, Bob les había contado que cuando había entrado en el grupo, hacía décadas, era el jugador más joven. Pensando en su próximo treinta y nueve cumpleaños, Grace se preguntó si él, como Bob, acabaría siendo el carroza del grupo.
De todos modos, era evidente que la edad tenía sus ventajas. Bob era más listo que el hambre, bastante impenetrable y un jugador astuto y muy agresivo. Grace no recordaba muchas ocasiones a lo largo de aquellos años en las que Bob se hubiera marchado a casa sin beneficios, y hoy como siempre, tenía delante de él una montaña de fichas y de dinero. Grace vio que encorvaba los hombros mientras inspeccionaba y organizaba sus cartas, acercándoselas al pecho, mirándolas desde detrás de sus gafas con ojos atentos y ávidos. Luego abrió y cerró la boca, se pasó veloz la lengua por los labios como una serpiente y Grace supo de inmediato que no tenía que preocuparse por la mano de Bob, a menos que tuviera suerte en el descarte.
Le tocaba a Grace abrir las apuestas. Miró al resto de sus compañeros.
Tom Allen, treinta y cuatro años, detective del Departamento de Investigación Criminal de Brighton, rostro serio y juvenil y pelo rizado. Llevaba una sudadera encima de una camiseta y miraba sus cartas sin inmutarse. A Grace siempre le costaba mucho calarle.
Al lado de Tom estaba Chris Croke, un poli de Tráfico -o Vigilancia urbana, como se llamaba ahora ese departamento- que patrullaba en moto. Flaco y guapo, de pelo rubio y corto, ojos azules y encanto ocurrente, Croke era un donjuán consumado que parecía llevar una vida más propia de un playboy que de un poli. Esta noche organizaba él la partida, en su ostentoso piso en la quinta planta del edificio más moderno de Brighton, el Van Alen. Por lo general, un poli con una vida tan lujosa habría despertado las sospechas de Grace, pero todo el mundo sabía que la ex mujer de Croke era la heredera de una gran fortuna ganada en las quinielas.
Croke la había conocido al pararla por exceso de velocidad y se jactaba de que, a pesar de haberla multado, la chica se había casado con él. Fuera cual fuera la verdad, ya era historia, pero no había duda de que había salido bien parado del matrimonio, porque cuando al fin ella se hartó del horario irregular que le tocaba aguantar a cualquier esposa de policía, le dio un buen botín.
Croke era imprudente e impredecible. Tras siete años jugando con él, a Grace le costaba trabajo descifrar su lenguaje corporal. Nunca parecía que le importara ganar o perder; era mucho más sencillo calar a la gente que se jugaba algo.
Grace centró su atención en Trevor Carter, un hombre tranquilo, que se estaba quedando calvo y que trabajaba en Tecnología de la información en la comisaría de policía de Brighton. Conservador en el vestir, con una camisa gris, las mangas remangadas, gafas grandes y nada modernas y pantalones color marrón apagado, Carter era un hombre familiar y ahorrador que jugaba a las cartas como si el bienestar de sus cuatro hijos dependiera de ello. Rara vez se tiraba un farol, rara vez subía la apuesta y, en consecuencia, rara vez acababa la noche por todo lo alto. Un tic nervioso en el ojo derecho era lo que delataba a Carter: la señal inequívoca de que llevaba una buena mano. Ahora lo tenía.
Por último, miró a Geoff Panone, un detective de Antivicio de treinta años, que daba caladas a un puro enorme y llevaba una camiseta negra, vaqueros blancos y sandalias, el pelo negro casi por los hombros y un pendiente de oro. Grace había aprendido observándolo durante los dos últimos años que cuando tenía una buena mano en el póquer con descarte, reorganizaba sistemáticamente las cartas y que cuando llevaba una mano pésima, no lo hacía. Para su preocupación, ahora estaba reorganizando sus cartas.
– Apuesta, Roy -le dijo Bob Thornton.
El límite siempre era el bote de la mesa. Nadie podía apostar más, lo cual mantenía la partida en un nivel asequible. Como los seis habían salido con tres libras, ése era el tope inicial. Grace no quería revelar nada, pero, a la vez, no quería que nadie pasara, así que abrió con una libra. Todos apostaron lo mismo hasta que le tocó a Trevor Carter, quien subió tres libras, el tic del ojo se hizo mucho más pronunciado.
Geoff subió dos libras más. Bob Thornton dudó sólo una milésima de segundo, lo justo para que Grace se convenciera de que, de momento, no llevaba una buena mano y que iba a arriesgarse porque era la última ronda. Decidió aprovechar la oportunidad y subió tres libras más.
Todos le miraron. Sabían que había tenido una mala noche y eso le delataba, pero ya era demasiado tarde para remediarlo.
Tom lanzó las cartas boca abajo y negó con la cabeza. Chris dudó unos momentos, luego apostó cinco libras. Trevor y Geoff igualaron su apuesta. Bob Thornton los imitó.
– ¿Cuántas? -le preguntó Bob a Grace.
Cambiar dos revelaría que tenía tres iguales, pero cambiar dos aumentaría sus probabilidades. Grace decidió su estrategia y cambió sólo una, descartando su tres de tréboles y quedándose con el siete de picas. Cogió el siete de corazones.
El corazón le dio un salto. ¡Un full! No uno de primera, pero tenía una mano muy buena. Dieces y sietes. ¡Ahora empezaba la diversión!
Seguro, observando el cambio de cartas de los demás, de que llevaba la mano ganadora, Grace decidió aprovechar la oportunidad y poner toda la carne en el asador. Para su desgracia, los tres jugadores siguientes pasaron y se dio cuenta de que había apostado demasiado fuerte; pero, luego, vio aliviado que Trevor Carter intervenía y subía su apuesta.
Confiado, Grace cogió su cartera y subió la apuesta de Carter. Trevor subió su apuesta varias veces más, hasta que Grace perdió los nervios, sacó unos billetes más de la cartera y vio sus cartas.
Luego dio una calada nerviosa a su puro mientras Carter daba la vuelta a sus cartas, una a una.
«Mierda, mierda, mierda.»
Escalera de color: 7, 8, 9, 10, jota. Seguiditas.
– ¡La leche! -dijo Croke.
– ¡Bien jugado! -exclamó Bob Thornton-. Dios mío, ¡qué bien lo has ocultado!
– He ganado -dijo un Trevor Carter casi en éxtasis-. ¡He ganado!
Grace se dejó caer en el respaldo, desanimado. Era una mano entre un millón; quizás incluso había menos probabilidades. Imposible de predecir. Y aun así tendría que haberse dado cuenta, por la firmeza inusitada de la apuesta de su oponente, que Trevor sabía que le había ganado; debería haberlo calado mucho antes.
– Creo que necesitas agudizar tus poderes sobrenaturales, Roy -bromeó Croke.
Todos se rieron.
– ¡Iros a la mierda! -replicó Grace más afablemente de lo que sentía.
La subdirectora Alison Vosper tenía razón. La gente se reía de él. En este caso era en tono alegre, entre amigos; pero había otras personas en la policía para las que aquello no era ninguna broma. Si no tenía cuidado, su carrera podía estancarse y podía verse marginado.
Y ahora mismo se había pulido casi trescientas libras.
Cuando acabaron de jugar las tres manos que quedaban, Grace se las había arreglado para que sus pérdidas aquella noche ascendieran a cuatrocientas veintidós libras y cincuenta peniques.
No daba saltos de alegría cuando cogió el ascensor para bajar al aparcamiento subterráneo del edificio. Mientras caminaba hacia su Alfa Romeo estacionado en el sector de los visitantes, seguía tan enfadado consigo mismo y con sus amigos que apenas se fijó en el BMW X5 cubierto de barro que entraba.