Mientras Grace entraba con muchísimo tiempo de antelación en la gran y animada sala de espera de los tres tribunales que albergaba el hermoso edificio georgiano del juzgado de Lewes, puso su teléfono en silencio. Al menos Claudine parecía haber captado el mensaje y había dejado de escribirle.
Bostezó, notaba el cuerpo pesado, la gran fritanga que acababa de comerse minaba sus energías más que alimentarlas. Sólo quería tumbarse en algún sitio y echarse una cabezadita. Era raro, pensó. Hacía una semana, este juicio dominaba su vida, todos sus pensamientos, pero ahora era un tema secundario. Encontrar a Michael Harrison era lo único que importaba.
De todos modos, el juicio también era muy importante. Lo era para la viuda y los hijos de Raymond Cohen, el hombre que había recibido una paliza con un palo con púas, o de Hossain o de matones. Era importante para todas las personas normales y decentes de Brighton y Hove, porque tenían derecho a estar a salvo de monstruos como aquél, y era muy importante para la credibilidad de Grace. Tenía que olvidarse del cansancio y concentrarse.
Tras encontrar un rincón tranquilo en la sala, se sentó y devolvió una llamada de Eleanor, que estaba encargándose de su correo y mensajes de correo electrónico. Luego cerró los ojos, agradecido por poder descansarlos, y se sostuvo la cabeza entre las manos para intentar echar una siestecita y taparse los oídos al ruido de las puertas que se abrían y cerraban, los saludos alegres y bromistas, los clics de las cerraduras de los maletines, los murmullos entre abogados y clientes.
Tras un par de minutos, respiró hondo dos veces y la inyección de oxígeno le proporcionó al instante un pequeño empuje. Se levantó y miró a su alrededor. Dentro de unos momentos, quizás averiguaría si iban a necesitarle hoy o no. Esperaba que no, así podría regresar a Sussex House, pensó mientras buscaba a la persona con la que tenía que hablar, Liz Reilly, de la oficina del fiscal.
Había unas cien personas en la sala, incluyendo varios abogados y ayudantes en toga. Vio a Liz en el otro extremo, vestida con elegancia. Era una mujer de aspecto conservador de treinta y pocos años, llevaba una carpeta sujetapapeles y estaba enfrascada en una conversación con un abogado al que no reconoció.
Grace cruzó la sala, se detuvo cerca de ellos y vio que le indicaba que estaría con él dentro de un momento. Cuando Liz por fin se separó del abogado, parecía emocionada.
– ¡Tenemos a un posible testigo!
– ¿En serio? ¿Quién?
– Una prostituta de Brighton. Llamó a la oficina del fiscal anoche y dijo que estaba siguiendo el juicio por los periódicos y que Suresh Hossain le pegó durante una sesión con ella. La sesión de sexo fue la noche del 10 de febrero del año pasado, en Brighton.
El 10 de febrero era la noche del asesinato por el que se juzgaba a Suresh Hossain.
– Hossain tiene una coartada sólida, dice que estaba cenando en Londres con dos amigos aquella noche. Los dos han testificado -dijo Grace.
– Sí, así es, pero los dos trabajan para Hossain. Y esta chica no. Le tiene terror. La razón por la que no hemos sabido de ella antes es que la han amenazado con matarla. Y hay un problema: no se fía de la policía. Por eso ha acudido a nosotros.
– ¿Qué credibilidad crees que tiene?
– Mucha -contestó-. Necesitamos protegerla al más alto nivel.
– Lo que quiera. ¡Lo que sea!
Grace se retorció las manos. Quería abrazar a Liz Reilly. Era una noticia estupenda. ¡Estupenda!
– Pero alguien va a tener que ir a convencerla de que la policía no va a detenerla, ya sabes, por sus actividades.
– ¿Dónde está ahora?
– En su casa.
Grace miró su reloj.
– Podría ir a verla ahora mismo. ¿Es posible?
– Ve en un coche camuflado.
– Sí, y llevaré conmigo a una mujer policía para que se quede con ella. No vamos a darle a Hossain ninguna oportunidad de contactar con ella. Quiero ir a verla y convencerla de que testifique enseguida.
– Si tienes tacto con ella, estarás cruzando una puerta abierta.
De repente, Grace ya no estaba cansado.