Capítulo 53

Una vez que se elevaba un caso -como un asesinato, un secuestro, una violación, un robo a mano armada, un fraude o una desaparición- a la categoría de investigación principal, se le asignaba una palabra clave.

Ahora todos los casos importantes se coordinaban desde la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, razón por la cual a las ocho y veinte de un sábado por la noche, cuando la mayoría de las personas normales que tenían vida propia estaban en su casa o pasándolo bien, Roy Grace, que ahora dirigía oficialmente la investigación, se encontraba subiendo las escaleras de Sussex House, pasando por delante de las fotografías enmarcadas de los miembros clave del equipo y de las porras colgadas en las paredes.

Tomó la decisión -y las medidas adecuadas al respecto- de elevar la investigación de la desaparición de Michael Harrison a la categoría de investigación principal a los pocos minutos de marcharse de la casa de Gill Harrison. Había sido una decisión importante, que suponía una gran inversión de tiempo y dinero, una decisión que tendría que justificar ante el director y Alison Vosper. No había ninguna duda de que sería una situación complicada -ya podía imaginar algunas de las preguntas mordaces que le formularían.

El detective Nick Nicholl y la sargento Bella Moy, cuyos planes para la noche del sábado ya se habían fastidiado de todos modos, iban hacia allí, junto con la nueva incorporación al equipo, Emma-Jane Boutwood, y llevaban consigo todo lo que tenían en el centro de investigación de la comisaría de Brighton -que no era mucho, por el momento.

Entró en la Unidad de Investigaciones Principales y cruzó la zona de moqueta verde flanqueada de mesas donde se sentaban las ayudantes de gestión de los policías de alto rango del Departamento de Investigación Criminal. Cada uno de estos policías tenía su propio despacho alrededor de esta zona, con su nombre impreso en la puerta en una tarjeta fotocromática azul y amarilla.

A su izquierda, a través de una ancha cristalera, vio el impresionante despacho del hombre que técnicamente era su jefe inmediato -aunque en la práctica lo era Alison Vosper-, el director Gary Weston. Se conocían desde hacía mucho tiempo: los emparejaron cuando Grace entró en el Departamento de Investigación Criminal como agente novato y Weston tampoco tenía mucha más experiencia.

Tan sólo se llevaban un mes, y Grace se preguntaba, a veces con cierta envidia, cómo Gary había logrado un ascenso tan meteórico comparado con él, y estaba claro que acabaría muy pronto de jefe de la policía en algún lugar de Gran Bretaña; aunque, en el fondo, conocía la respuesta. No era porque Gary Weston fuera mejor policía o estuviera mejor preparado académicamente -habían estado juntos en muchos de los mismos cursos avanzados-; sencillamente era porque a Gary siempre se le daría mejor la política que a él. No sentía celos de su ex compañero por aquello -seguían siendo buenos amigos-, pero nunca podría ser como él, nunca podría callarse sus opiniones tal como Gary tenía que hacer tan a menudo.

Eran las ocho y media de un sábado por la tarde y no había rastro de Gary en su despacho. El director sabía vivir bien, podía combinar familia, placer y trabajo con facilidad.

Las fotografías enmarcadas de galgos y pura sangres que flanqueaban las paredes eran una prueba de su pasión por las carreras, y las fotografías de su atractiva mujer y sus cuatro hijos pequeños colocadas estratégicamente en cada superficie no dejaban ninguna duda a los que visitaban su despacho de cuáles eran sus prioridades en la vida.

Seguramente, esta noche Gray estaría en una carrera de galgos, imaginó Grace. Cenando animadamente con su esposa y sus amigos, apostando, relajándose, esperando con ganas que llegara el domingo para pasarlo en familia. Vio el reflejo espectral de su propia cara en el cristal y siguió caminando por la sala desierta. Pasó por delante de las luces de mensajes que parpadeaban en las mesas, los faxes silenciosos y los protectores de pantalla, con sus dibujos de curvas eternas. A veces -en momentos así, en los que se sentía tan desconectado del mundo real-, se preguntaba si ser un fantasma era aquello: pasar sin rumbo y sin ser visto por delante de las vidas de los demás.

Después de acercar la tarjeta de seguridad al panel que había al fondo de la sala, empujó la puerta y entró en un pasillo largo, silencioso, con moqueta gris, que olía a recién pintado. Pasó por delante de un gran tablón de anuncios de fieltro rojo titulado «Operación Lisboa» debajo del cual había la foto de un hombre oriental, con barba rala, rodeado de diversas fotografías diferentes, cada una con un círculo rojo, de la playa rocosa que había al pie de los altos acantilados de Beachy Heat, un lugar de belleza excepcional.

Habían hallado el cuerpo de aquel hombre sin identificar al pie del acantilado hacía cuatro semanas. Al principio, supusieron que era otro suicida que había saltado al vacío, hasta que la autopsia reveló al patólogo que ya estaba muerto cuando cayó.

En la pared de enfrente estaba la «Operación Cormorán», con una fotografía de una hermosa joven morena a la que habían encontrado violada y estrangulada en las afueras de Brighton.

Grace pasó por el despacho del equipo externo de investigación, que estaba a la izquierda. Era una sala grande donde los detectives llamados para ocuparse de casos importantes establecían su centro de operaciones mientras duraba la investigación. Luego cruzó la puerta que había justo enfrente, identificada como «Intel uno».

El despacho de Inteligencia era el nuevo centro neurálgico para todos los casos importantes. Al entrar, todo parecía nuevo, olía a nuevo, incluso la actitud de las personas que trabajan allí -salvo que esta noche había un nítido aroma a comida china. A pesar de las ventanas opacas demasiado altas para asomarse, la sala, con sus paredes blancas recién pintadas, era espaciosa, tenía mucha luz, daba buenas vibraciones y era muy distinta al bullicio caótico de los centros de investigaciones con el que Grace había crecido.

Tenía un aire casi futurista, como si pudiera albergar tranquilamente el centro de control de Houston; era una sala grande en forma de ele, dividida en tres espacios de trabajo principales, cada uno con una mesa curva de madera con sitio para ocho personas y pizarras blancas enormes, una titulada «Operación Cormorán», otra «Operación Lisboa» y otra «Operación Ventisca», cada una cubierta de fotografías de la escena del crimen y gráficos de las evoluciones. Pronto habría otra titulada «Operación Salsa», el nombre elegido al azar y que el ordenador de la central de la policía en Scotland Yard había asignado al caso de Michael Harrison.

En su mayoría, los nombres no guardaban ninguna relación con las investigaciones y de vez en cuando había que cambiarlo. Recordaba una vez en la que habían asignado el nombre «Operación Caucásico» a la investigación sobre un hombre negro al que habían hallado descuartizado en el maletero de un coche. Lo habían cambiado por otro menos controvertido; pero con la operación Salsa, el estúpido ordenador había dado en el clavo por azar. Grace tenía la sensación muy definida de estar participando en un espectáculo de variedades.

A diferencia de las zonas de trabajo de la mayoría de las comisarías de policía, no había rastro de efectos personales en las mesas o en las paredes. Ni fotos de la familia, ni pelotas de fútbol, ni listas de partidos de rugby, ni tiras cómicas graciosas. Todos y cada uno de los objetos de esta sala, aparte de los muebles y el equipo informático, estaban relacionados con los casos que se investigaban; aparte del Pot Noodle que comía con un tenedor de plástico el detective Michael Cowan, de pelo largo y aspecto de cansado, al fondo de uno de las zonas de trabajo.

En otra zona, pegado a una pantalla de ordenador plana, con un vaso de coca-cola en la mano, estaba sentado Jason Piette, uno de los inspectores más astutos con los que había trabajado Grace. Apostaría encantado a que algún día a Piette lo nombraban jefe de la Met, el mejor puesto en la policía del país.

Cada una de las zonas de trabajo estaba integrada por un reducido equipo, compuesto por un director, que normalmente era un sargento o un inspector, un supervisor de sistema, que normalmente era un agente de rango inferior, un analista, un «indexador» y un mecanógrafo.

Michael Cowan, que llevaba una camisa holgada de cuadros y unos vaqueros, saludó a Grace con cordialidad.

– ¿Qué tal, Roy? Vas un poco elegante.

– He pensado en arreglarme para vosotros, chicos. Obviamente, no tendría que haberme molestado.

– ¡Sí, sí!

– ¿Qué es esa mierda que estás comiendo? -respondió Grace-. ¿Tienes idea de lo que lleva esa cosa?

Michael Cowan puso los ojos en blanco, sonriendo.

– Productos químicos, me dan fuerzas.

Grace meneó la cabeza con desaprobación.

– Aquí dentro huele a comida china para llevar.

Cowan movió la cabeza hacia arriba y señaló la pizarra blanca que había a su lado, titulada «Operación Lisboa».

– Sí, bueno, puedes relevarme de mi problema chino cuando te apetezca. He tenido que cancelar una cita con polvo seguro para estar aquí.

– Me cambio por ti encantado -dijo Grace.

Michael Cowan lo miró con mucha curiosidad.

– Cuenta.

– Mejor no saberlo, créeme.

– ¿Tan malo es?

– Peor.

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