– ¡Yupiii! -Davey, calado hasta los huesos, abrió la puerta de su caseta prefabricada, luego le dio una patada y entró pavoneándose-. ¡Yupiii! -anunció al televisor, que estaba siempre encendido, a todos sus colegas que rondaban por la pantalla.
Se detuvo para ver qué hacían. El agua goteaba por la gorra de béisbol, el chubasquero y las botas enlodadas y caía en la alfombra de espuma. James Spader estaba en un despacho, hablando con una tía a la que no reconoció.
– Me he cargado a unos doscientos bicharracos de esos. ¿Entiendes lo que te digo? -le dijo Davey a James Spader con su mejor acento sureño.
Pero Spader simplemente no le hizo caso, siguió hablando con la tía. Davey cogió el mando de encima de la cama y apuntó al televisor.
– Sí, bueno, yo tampoco te necesito, ¿entiendes lo que te digo?
Cambió los canales. Ahora vio a dos tipos que no conocía, cara a cara, discutiendo. Clic. James Gandolfino caminaba entre los coches de un concesionario Mercedes-Benz hacia una mujer guapa de pelo largo y negro.
Davey hizo zapping y el hombre desapareció. Recorrió un buen número de canales, pero no parecía haber nadie interesado en hablar con él. Así que fue a la nevera.
– Voy a pillarme una birra del minibar -anunció.
Sacó una coca-cola, la abrió con una mano, se bebió media lata y luego se sentó en la cama y eructó. Su reloj marcaba las 2.21. Estaba muy despierto. Quería charlar con alguien, hablarle de todos los conejos que él y su padre habían matado aquella noche.
– El tema es éste -dijo Davey, y volvió a eructar.
Miró en los bolsillos de su chubasquero, sacó un par de cartuchos de escopeta de verdad y después colgó el impermeable en el perchero de la puerta. Se sentó a los pies de la cama, cansado, como había visto que hacía Clint cuando se quitaba las botas, y tiró al suelo las suyas, primero una y después la otra.
Luego, acarició los dos cartuchos no gastados.
– Llevan tu nombre escrito -le informó a Sean Penn, que caminaba hacia él; pero Sean Penn tampoco estaba de humor para charlas.
Entonces, Davey se acordó. Había alguien que sí hablaría con él. Se arrodilló en el suelo, alargó la mano debajo de la cama para coger el walkie-talkie y subió la antena al máximo. «¡Criiinc!»
Pulsó el botón de «Escuchar» y oyó el crujido de las interferencias. Luego, lo intentó con el botón de «Hablar».