– ¿Les falta un ataúd? -intervino Glenn Branson.
– No es algo que la gente acostumbre a robar, ¿verdad? -dijo Bella Moy.
Grace se quedó callado un momento, distraído por una mosca azul que recorrió zumbando ruidosamente la sala unos instantes antes de estrellarse contra una ventana. El departamento forense estaba en el piso de abajo. La ropa y las herramientas manchadas de sangre eran un imán para las moscas azules. Grace las odiaba. Las moscas azules -o moscardas- eran los buitres de los insectos.
– Este tipo, Robert Houlihan, cogió prestada la furgoneta de la funeraria sin permiso. Parece posible que también cogiera un ataúd del mismo modo. -Miró inquisitivamente a Branson, luego a Bella y después a Nick Nicholl-. ¿Tenemos entre manos una broma de muy mal gusto?
– ¿Insinúas que sus colegas pudieron meter al novio en un ataúd? -dijo Glenn Branson.
– ¿Se te ocurre una teoría mejor?
Branson sonrió, nervioso.
– Trabajamos sobre los hechos. ¿Verdad?
– ¿Hasta qué punto está seguro ese tal Houlihan de que se han llevado un ataúd suyo y que no lo han perdido y punto? -dijo Grace, mirando a Bella, pensando subconscientemente en lo atractiva que era.
– La gente pierde las llaves de su casa. No creo que nadie pierda un ataúd -dijo Branson, en un tono un poco burlón.
– Está muy seguro -le interrumpió Bella-. Era el ataúd más caro de su gama, de teca india, dice que duraría cientos de años; pero tenía un defecto: la madera estaba combada o algo así, no cerraba bien por abajo. Le echó la bronca al fabricante de la India.
– ¡No puedo creer que tengamos que importar ataúdes de la India! ¿Es que no hay carpinteros en Inglaterra? -dijo Branson.
Grace estaba mirando el mapa. Dibujó un círculo con el dedo.
– Es una zona bastante grande.
– ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir una persona en un ataúd? -preguntó Bella.
– Si la tapa estuviera bien colocada dependería de si tiene aire, agua, comida. Sin aire, no mucho. Unas pocas horas, quizás un día -contestó Grace.
– Ya van tres días -dijo Branson.
Grace recordaba haber leído que a una víctima de un terremoto en Turquía la habían rescatado con vida de entre las ruinas de su casa doce días después del seísmo.
– Con aire, una semana por lo menos, quizá más -dijo-. Deberíamos suponer que si le gastaron una broma estúpida, le dejarían con aire. Si no, estamos buscando un cadáver.
Miró al equipo.
– Imagino que habréis hablado con Mark Warren, el socio del desaparecido.
– También es su padrino -dijo Nicholl-. Dice que no tiene ni idea de lo que pasó. Iban a ir de bares y él se quedó retenido fuera de la ciudad y se lo perdió.
Grace frunció el ceño, luego miró su reloj, plenamente consciente de que el tiempo volaba.
– Una cosa es ir de bares y otra es llevarse un ataúd. No se decide coger un ataúd de improviso, ¿verdad? -Miró fijamente a cada uno.
Los tres negaron con la cabeza.
– ¿Alguien ha hablado con todas las novias, con las esposas?
– Yo -dijo Bella-. Es complicado porque están todas en estado de choque, pero una de ellas estaba muy enfadada. Zoe… -Cogió su libreta y pasó unas páginas-. Zoe Walker, viuda de Josh Walker. Me dijo que Michael siempre estaba gastando bromas estúpidas y que estaba convencida de que planeaban vengarse.
– ¿Y el padrino no sabía nada? No me lo trago -dijo Grace.
– Estoy bastante convencido de que no sabía nada. ¿Por qué iba a mentir? -dijo Nicholl.
A Grace le preocupó la ingenuidad del joven detective, pero siempre había creído en dar oportunidades a los agentes jóvenes para que pudieran demostrar sus habilidades. Lo dejó pasar por el momento, pero se lo grabó en la mente para volver sobre la cuestión más tarde.
– Es una zona terrible para rastrear -dijo Branson-. Es muy boscosa; cien personas podrían tardar días en peinarla.
– Hay que intentar reducirla -respondió Grace. Cogió un rotulador de la mesa de Bella y dibujó un círculo azul en el mapa, luego se volvió hacia el detective Nicholl-. Nick, necesitamos una lista de todos los pubs comprendidos en este círculo. Hay que comenzar por aquí. -Se volvió hacia Branson-. ¿Tienes fotografías de los chavales que iban en la furgoneta?
– Sí.
– Buen chico. ¿Dos fajos?
– Tengo docenas de fajos.
– Nos dividiremos en dos grupos. El sargento Branson y yo nos encargaremos de una mitad de los pubs, vosotros dos, de la otra. Veré si podemos hacer que el helicóptero cubra la zona; aunque es muy boscosa, tienen más opciones de ver algo desde el aire.
Una hora después, Glenn Branson detuvo su coche en el patio delantero desierto de un pub llamado King's Head, en Ringmer Road, justo en el perímetro del círculo. Se bajaron del coche y se dirigieron hacia la puerta. Encima, había un cartel que decía: «John y Margaret Hobbs, dueños».
Dentro, el bar estaba vacío, igual que la zona triste del restaurante que había a la izquierda. El lugar olía a cera para muebles y a cerveza rancia. Las luces de una máquina tragaperras parpadeaban en una esquina del fondo, cerca de la diana.
– ¿Hola? -llamó Branson-. ¿Hola?
Grace se inclinó sobre la barra y vio una trampilla abierta. Levantó la puerta horizontal, pasó detrás, se arrodilló y gritó hacia el sótano, iluminado por una bombilla débil.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Le respondió una voz áspera.
– Ahora subo.
Oyó un estruendo, luego apareció un barril de cerveza gris, con la palabra «Harvey's» estampada en el lateral. Lo sujetaban un par de manos enormes y mugrientas y tras él surgió la cabeza de un hombre fornido de rostro rubicundo que llevaba camisa blanca y vaqueros y sudaba a mares. Tenía el cuerpo y la nariz rota propia de un ex boxeador.
– ¿Sí, caballeros?
Branson le mostró su placa.
– Somos el sargento Branson y el comisario Grace, de la policía de Sussex. Buscamos al dueño. ¿Es usted el señor Hobbs?
– Lo han encontrado -dijo casi sin aliento mientras subía.
El hombre se irguió y los miró con cautela. Apestaba.
– Nos preguntábamos si le importaría echar un vistazo a estas fotografías para ver si reconoce alguna de estas caras. Puede que vinieran aquí el martes pasado por la noche.
Branson dejó las fotografías sobre la barra. John Hobbs examinó cada una de las fotografías. Luego, negó con la cabeza.
– No, no les he visto nunca.
– ¿Trabajó aquí la noche del martes? -le preguntó Grace.
– Estoy aquí todas las putas noches -dijo-. Los siete días de la semana. Gracias a sus malditos compañeros.
– ¿Nuestros compañeros?-dijo Grace.
– De Tráfico. No es fácil ganarse la vida con un pub rural cuando sus compinches de Tráfico merodean por aquí a escondidas, para hacer controles de alcoholemia a todos mis clientes.
– ¿Está totalmente seguro de que no los reconoce? -le preguntó Grace obviando el comentario.
– En una noche entre semana, vienen diez personas. Una mina de oro, vaya. Si hubieran venido, los habría visto. No los reconozco. ¿Alguna razón por la que debiera?
Momentos así eran los que hacían que Roy Grace se enfadara muchísimo con Tráfico. Para la mayoría de las personas, que las detuvieran por exceso de velocidad, o para someterlas a un test de alcoholemia, era el único contacto que tenían en su vida con la policía. En consecuencia, en lugar de ver a los policías como gente amiga y guardianes de la paz, los consideraban el enemigo.
– ¿Ve usted la televisión? ¿Lee los periódicos locales? -le preguntó Grace.
– No -contestó-. Estoy demasiado ocupado. ¿Es un delito?
– Cuatro de estos chicos han muerto -dijo Glenn Branson, irritado por la actitud del hombre-. Se mataron en un accidente de tráfico el martes por la noche.
– ¿Y entran aquí como si fueran un par de matones, buscando al pobre dueño de un pub para echarle la culpa por servirles alcohol?
– Yo no he dicho eso -contestó Grace-. No es eso. Estoy buscando a este chaval que iba con ellos. -Señaló la fotografía de Michael.
El dueño del pub negó con la cabeza.
– Aquí no estuvo -dijo.
– ¿Tiene cámaras de circuito cerrado? -preguntó Branson mirando a las paredes.
– Será una broma. ¿Cree que tengo dinero para comprar lujosos aparatitos de seguridad? ¿Sabe qué cámaras utilizo yo? -Se señaló los ojos-. Éstas. Vienen gratis cuando naces. Ahora, si me disculpan, tengo que cambiar un barril.
Ninguno de los dos se molestó en responder.