Capítulo 1

De momento, aparte de un par de contratiempos inesperados, el plan A marchaba sobre ruedas. Lo cual era una suerte, porque, en realidad, no tenían un plan B.

Al ser las ocho y media de una tarde de finales de mayo, habían confiado en tener algo de luz. Ayer a esta hora, cuando cuatro de ellos realizaron el mismo viaje, llevando consigo un ataúd vacío y cuatro palas, había mucha; pero ahora, mientras la furgoneta Ford Transit verde circulaba a toda velocidad por una carretera rural de Sussex, la lluvia que empañaba la tarde caía de un cielo que tenía el color de un negativo velado.

– ¿Falta mucho? -dijo Josh desde atrás, imitando a un niño pequeño.

– El gran Um Ga dice: «Dondequiera que vaya allí estoy» -respondió Robbo, el conductor, que estaba un poquito menos borracho que el resto.

Con tres pubs ya a sus espaldas, y cuatro más en el itinerario, se limitaba a beber claras. Al menos ésa había sido su intención; pero había logrado engullir un par de pintas de cerveza amarga Harveys, con la finalidad de despejar la cabeza para la tarea de conducir, según había dicho.

– ¡Ahí estamos! -dijo Josh.

– Siempre hemos estado.

Una señal de advertencia de zona de paso de ciervos surgió fugazmente de la oscuridad y desapareció mientras los faros iluminaban el asfalto brillante que se adentraba en la distancia boscosa. Luego, pasaron por delante de una pequeña cabaña blanca.

Michael, tumbado sobre una alfombrilla de cuadros en el suelo de la parte trasera de la furgoneta, con la cabeza entre los brazos de una llave de cruceta a modo de almohada, notaba una sensación muy agradable de atolondramiento.

– Creo que nesheshito otra copa -dijo arrastrando las palabras.

Si hubiera estado atento, quizás habría percibido, por las caras de sus amigos, que algo no iba del todo bien. Por lo general, nunca bebía demasiado, pero esa noche se había olvidado el cerebro en el fondo de más jarras de pinta y vasos de chupito de vodka de los que podía recordar; en más pubs de los que, sensatamente, había frecuentado en su vida.

De los seis que habían sido amigos desde la adolescencia, Michael Harrison siempre había sido el líder natural. Si, como dicen, el secreto de la vida es escoger sabiamente a tus padres, Michael había marcado muchas de las casillas correctas. Por un lado, había heredado la belleza de su madre; por el otro, el encanto y el espíritu emprendedor de su padre, aunque no los genes autodestructivos que al final habían acabado con él.

Desde los doce años, cuando Tom Harrison se había suicidado con monóxido de carbono en el garaje de su casa, dejando tras de sí una estela de deudas, Michael había crecido deprisa; primero, ayudando a su madre a llegar a fin de mes repartiendo periódicos; luego, cuando fue mayor, trabajando de peón durante las épocas de vacaciones. Creció sabiendo lo difícil que era ganar dinero, y lo fácil que resultaba derrocharlo.

Ahora, a sus veintiocho años, era listo, un ser humano decente y el líder natural del grupo. Si tenía algún defecto, era ser demasiado confiado y, a veces, excesivamente bromista. Y esta noche iba a enterarse de lo que valía un peine. Vaya si iba a enterarse.

Sin embargo, por ahora, Michael no tenía ni idea.

Volvió a su aletargamiento feliz, pensando sólo en cosas alegres, sobre todo en su prometida, Ashley. Qué maravillosa era la vida. Su madre salía con un tipo estupendo, su hermano pequeño acababa de entrar en la universidad, su hermana pequeña, Carly, se había tomado un año sabático para recorrer Australia en plan mochilero y su negocio iba formidablemente bien; aun así, lo mejor de todo era que dentro de tres días iba a casarse con la mujer a la que amaba y adoraba. Su alma gemela.

Ashley.

No se había fijado en las palas que vibraban con cada bache de la carretera, mientras las ruedas golpeteaban en el asfalto empapado y la lluvia repiqueteaba en el techo. No detectó nada en las caras de los dos amigos que iban sentados detrás con él, quienes se balanceaban y destrozaban una vieja canción: Sailing, de Rod Stewart, que sonaba entre las interferencias de la radio. La furgoneta apestaba a gasolina por culpa de una lata de combustible que goteaba.

– La quieeerrro -dijo Michael arrastrando las palabras-. Quieeerrro a Asssshley.

– Es una mujer estupenda -dijo Robbo, apartando la vista de la carretera, haciéndole la pelota como siempre.

Lo llevaba en la sangre. Torpe con las mujeres, un poco patoso, de rostro rubicundo, pelo lacio y barriga cervecera que tensaba el tejido de su camiseta, Robbo se agarraba a los faldones de su pandilla intentando que siempre lo necesitaran. Y esta noche, para variar, sí que lo necesitaban.

– Lo es.

– Es ahí -advirtió Luke.

Robbo frenó a medida que se acercaban al desvío y, en la oscuridad del vehículo, guiñó un ojo a Luke, que estaba sentado a su lado. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente, apartando la lluvia del cristal.

– La quiero de verdad, quiero decir. ¿Sshabéis qué quiero decir?

– Sabemos qué quieres decir -dijo Peter.

Josh, apoyado en el asiento del conductor, con un brazo alrededor de Pete, bebió un trago de cerveza y le pasó la botella a Michael. La espuma salió por el cuello cuando la furgoneta frenó bruscamente. Michael eructó.

– Perdón.

– ¿Qué coño verá Ashley en ti? -dijo Josh.

– Mi polla.

– Entonces, ¿no es por tu dinero? ¿O por tu físico? ¿O por tu encanto?

– Eso también, Josh, pero sobre todo es por la polla que tengo.

La furgoneta dio un bandazo al girar de repente a la derecha, vibró al pasar por un guardaganado, seguido casi de inmediato por un segundo, y accedieron al camino de tierra. Robbo, mirando por el cristal empañado, dio un volantazo para esquivar los baches hondos. Un conejo saltó delante de ellos y se escondió deprisa entre la maleza. Los faros giraron a la derecha y luego a la izquierda, iluminando fugazmente las densas coniferas que flanqueaban el camino antes de que se perdieran en la oscuridad del retrovisor. Cuando Robbo bajó una marcha, la voz de Michael sonó distinta, una ligera inquietud teñía de repente sus bravuconadas.

– ¿Adónde vamos?

– A otro pub.

– Vale. Genial. -Y al cabo de un momento-: Le promechí a Ashley que no debería, bebería musho.

– ¿Lo ves? -dijo Pete-. Aún no te has casado y ya te pone normas. Todavía eres un hombre libre. Te quedan sólo tres días.

– Tres días y medio -añadió Robbo amablemente.

– ¿No has contratado a ninguna chica? -dijo Michael.

– ¿Estás cachondo? -preguntó Robbo.

– Voy a ser fiel.

– Nos aseguraremos de ello.

– ¡Cabrones!

La furgoneta se detuvo con una sacudida, dio marcha atrás unos metros y después volvió a girar a la derecha. Luego volvió a detenerse y Robbo apagó el motor, y a Rod Stewart con él.

– Arrivé! -dijo-. ¡El siguiente abrevadero! ¡Los brazos del enterrador!

– Hubiera preferido las piernas de la tailandesa desnuda -dijo Michael.

– También ha venido.

Alguien abrió la puerta trasera de la furgoneta, Michael no sabía muy bien quién. Unas manos invisibles lo agarraron de los tobillos. Robbo le cogió un brazo, y Luke, el otro.

– ¡Eh!

– ¡Cómo pesas, cabrón! -dijo Luke.

Unos momentos después, Michael cayó, con su americana preferida y sus mejores vaqueros (no es la elección más inteligente para tu despedida de soltero, le dijo una vocecita que resonaba en su cabeza), sobre la tierra empapada, en una oscuridad absoluta, punteada sólo por los pilotos rojos de la furgoneta y el haz de luz blanco de una linterna. La fuerte lluvia le golpeaba los ojos y le aplastaba el pelo en la frente.

– Mi… ropa…

Unos momentos después, con los brazos casi desencajados, lo alzaron en el aire y lo plantaron en algo seco y rodeado de satén blanco que le presionó los costados.

– ¡Eh! -dijo otra vez.

Cuatro caras borrachas, sonrientes y enigmáticas lo miraban con malicia. Le pusieron una revista en las manos. A la luz de la linterna, alcanzó a ver la imagen borrosa de una pelirroja desnuda de enormes pechos. Le colocaron sobre el estómago una botella de whisky, una linterna pequeña encendida y un walkie-talkie.

– ¿Qué…?

Le estaban metiendo en la boca un tubo de goma con un sabor asqueroso. Mientras lo escupía, oyó un chirrido y, luego, de repente, algo hizo desaparecer las caras. Y apagó el sonido. El olor a madera, tejido nuevo y pegamento le saturó la nariz. Por un instante, estuvo cómodo y calentito. Luego, sintió pánico.

– Eh, chicos…

Robbo cogió un destornillador mientras Pete enfocaba la linterna hacia el ataúd de teca.

– ¿No iréis a atornillarlo? -dijo Luke.

– ¡Claro que sí! -contestó Pete.

– ¿Crees que deberíamos hacerlo?

– No le pasará nada -dijo Robbo-. ¡Tiene el tubo para respirar!

– ¡Creo que no deberíamos atornillarlo!

– Claro que sí. ¡Si no, podrá salir!

– ¡Eh! -dijo Michael.

Pero ahora no lo oía nadie. Y él tampoco oía nada, salvo un sonido débil encima de él, parecido a unos arañazos.

Por su parte, Robbo enroscó cada uno de los cuatro tornillos. Se trataba de un ataúd de teca de gama alta hecho a mano con asas de latón repujado, que había cogido prestado de la funeraria de su tío en la que, después de cambiar de profesión radicalmente un par de veces, trabajaba ahora como aprendiz de embalsamador. Tornillos de latón, buenos y resistentes. Penetraban con facilidad.

Michael miró hacia arriba, casi tocaba la tapa con la nariz. A la luz de la linterna, se vio encajonado en el satén blanco como el marfil. Dio patadas, pero las piernas no llegaron a ningún sitio. Intentó extender los brazos, pero tampoco logró nada.

Por unos momentos, se le pasó la borrachera y, de repente, se dio cuenta de dónde se encontraba.

– ¡Eh, eh, escuchad! Tengo claustrofobia, ¿sabíais? ¡No tiene gracia! ¡Eh!

El ataúd le devolvió su voz, extrañamente apagada.

Pete abrió la puerta, se inclinó en el interior y encendió los faros. Un par de metros delante de ellos estaba la tumba que habían cavado ayer, la tierra apilada a un lado, las cintas ya en su sitio. Cerca yacían una gran plancha de cinc y dos de las palas que habían utilizado.

Los cuatro amigos caminaron hasta el borde y miraron abajo. De repente, todos fueron conscientes de que en la vida nunca nada es exactamente como parece cuando lo estás planeando. Ahora mismo, aquel agujero parecía más hondo, más oscuro, más…, bueno, pues una tumba, de hecho.

La luz de la linterna brillaba en el fondo.

– Hay agua -dijo Josh.

– Sólo es un poco de lluvia -aclaró Robbo.

Josh frunció el ceño.

– Hay demasiada, no es lluvia. Debimos alcanzar el nivel freático.

– Mierda -dijo Pete, que era comercial de BMW y siempre lo parecía, estuviera o no trabajando: el pelo de punta, traje elegante, siempre seguro de sí mismo, aunque ahora no lo estaba tanto.

– No es nada -insistió Robbo-. Sólo unos centímetros.

– ¿Realmente cavamos tanto? -dijo Luke, quien acababa de licenciarse en derecho, estaba recién casado y no se encontraba del todo preparado para despedirse de su juventud, aunque comenzaba a aceptar las responsabilidades de la vida.

– Es una tumba, ¿no? -dijo Robbo-. Decidimos que sería una tumba.

Josh miró hacia arriba, a la lluvia que caía cada vez con más fuerza.

– ¿Y si sube el agua?

– Joder, tío -dijo Robbo-. La cavamos ayer, han hecho falta veinticuatro horas para que se acumularan unos centímetros. No hay nada de qué preocuparse.

Josh asintió, pensativo.

– Pero ¿y si después no podemos sacarlo?

– Claro que podremos sacarlo -dijo Robbo-. Desatornillamos la tapa y ya está.

– Empecemos de una vez -dijo Luke-. ¿Vale?

– Se lo merece, coño -tranquilizó Pete a sus amigos-. ¿Recuerdas lo que te hizo en tu despedida, Luke?

Luke jamás lo olvidaría. Se despertó tras una gran borrachera en una litera del tren nocturno a Edimburgo, lo que provocó que la tarde siguiente llegara con cuarenta minutos de retraso al altar.

Pete tampoco olvidaría nunca su propia experiencia. El fin de semana anterior a su boda, se descubrió en ropa interior de encaje con volantes, un consolador atado a la cintura, esposado al puente colgante de Clifton Gorge, antes de que lo rescataran los bomberos. Las dos jugarretas fueron idea de Michael.

– Típico de Mark -dijo Pete-. Qué suerte tiene, el cabrón. Lo organiza todo él y ahora no está aquí…

– Va a venir. Estará en el siguiente pub, conoce el itinerario.

– ¿Ah, sí?

– Ha llamado, está de camino.

– Retenido por culpa de la niebla en Leeds. ¡Genial! -dijo Robbo.

– Estará en el Royal Oak cuando lleguemos.

– Qué suerte, el cabrón -dijo Luke-. Se está perdiendo el trabajo duro.

– ¡Y la diversión! -le recordó Pete.

– ¿Esto te parece divertido? -preguntó Luke-. ¿Estar en medio de un bosque empantanado bajo la puta lluvia te parece divertido? ¡Joder, eres patético! Será mejor que el cabrón aparezca para ayudarnos a sacar a Michael de ahí.

Levantaron el ataúd, lo cargaron tambaleándose hasta el borde de la tumba y lo soltaron, con fuerza, sobre las cintas. Luego se rieron al oír el «¡Ay!» que salió de dentro. Oyeron un golpe fuerte. Michael aporreó la tapa con el puño.

– ¡Eh! ¡Ya basta!

Pete, que tenía el walkie-talkie en el bolsillo del abrigo, lo sacó y lo encendió.

– ¡Probando, probando! -dijo.

Dentro del ataúd, la voz de Pete retumbó.

– ¡Probando, probando!

– ¡Se acabó la broma!

– ¡Relájate, Michael! -dijo Pete-. ¡Disfruta!

– ¡Cabrones! ¡Sacadme de aquí! ¡Me estoy meando!

Pete apagó el walkie-talkie y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta Barbour.

– Bueno, ¿cómo va esto exactamente?

– Levantamos las cintas -dijo Robbo-. Uno por cada lado.

Pete sacó el walkie-talkie y lo encendió.

– ¡Vamos a precintarlo, Michael! -dijo, antes de volver a apagar el transmisor.

Los cuatro se rieron. Luego cada uno cogió un cabo de la cinta y subieron la cuerda.

– Uno… dos… ¡tres! -contó Robbo,

– ¡Joder, cómo pesa! -dijo Luke, que tensó la cuerda y la levantó.

Despacio, a sacudidas, escorándose como un barco siniestrado, el ataúd fue hundiéndose en el agujero.

Cuando llegó al fondo, apenas alcanzaban a verlo en la oscuridad.

Pete tenía la linterna. A su luz, distinguieron el tubo para respirar saliendo lánguidamente por el agujero del tamaño de una pajita que habían recortado en la tapa.

Robbo cogió el walkie-talkie.

– ¡Eh, Michael! Te sale la polla. ¿Te gusta la revista?

– Vale, se acabó la broma. ¡Dejadme salir!

– Nos vamos a un club de striptease. ¡Qué pena que no puedas venirte con nosotros!

Robbo apagó la radio antes de que Michael pudiera responder. Luego, tras guardársela en el bolsillo, cogió una pala, comenzó a echar tierra en el agujero de la tumba y se rio a carcajadas al oírla caer sobre la tapa del ataúd.

Con un fuerte «¡Dale!», Pete asió otra pala y se unió a él. Durante unos momentos, los dos trabajaron a fondo hasta que sólo quedaron visibles unos pedacitos de ataúd. Luego, quedó cubierto del todo. Continuaron frenéticamente, la bebida animaba su tarea, hasta que acumularon unos buenos setenta centímetros de tierra sobre el ataúd. Apenas sobresalía el tubo para respirar.

– ¡Eh! -dijo Luke-. ¡Eh, parad! Cuanta más tierra echéis, más tendremos que sacar dentro de dos horas.

– ¡Es una tumba! -dijo Robbo-. Es lo que se hace con una tumba: cubrir el ataúd.

Luke le arrebató la pala.

– ¡Ya basta! -dijo con firmeza-. Quiero pasarme la noche bebiendo, no cavando, ¿vale, joder?

Como nunca quería disgustar a nadie de la pandilla, Robbo asintió. Pete, que estaba sudando a mares, soltó la pala.

– Creo que no voy a dedicarme a esto -dijo.

Colocaron la plancha de cinc encima, retrocedieron y permanecieron en silencio unos momentos. La lluvia repiqueteaba sobre el metal.

– Vale -dijo Peter-. Nos largamos.

Luke se metió las manos en los bolsillos del abrigo, desconfiando.

– ¿Estamos convencidos de esto?

– Acordamos que íbamos a darle una lección -dijo Robbo.

– ¿Y si se ahoga en su vómito o algo?

– No le pasará nada, no está tan borracho -dijo Josh-. Vamos.

Josh subió a la parte trasera de la furgoneta y Luke cerró las puertas. Luego, Pete, Luke y Robbo se apretujaron en la parte delantera y Robbo arrancó. Deshicieron el camino durante setecientos metros y luego giraron a la derecha para acceder a la carretera principal.

Entonces, encendió el walkie-talkie.

– ¿Qué tal te va, Michael?

– Chicos, escuchad. Esta broma no me divierte nada, de verdad.

– ¿En serio? -dijo Robbo-. ¡A nosotros sí!

Luke cogió la radio.

– Esto sí que es una dulce venganza, ¡Michael!

Los cuatro que iban en la furgoneta se rieron a carcajadas. Ahora le tocó a Josh.

– Eh, Michael, nos vamos a un pub fantástico. Tienen a las mujeres más guapas. Van con el culo al aire y se deslizan arriba y abajo por las barras. ¡Te va a cabrear mucho perdértelo!

Michael contestó arrastrando las palabras, la voz un poco quejumbrosa.

– Por favor, ¿podemos dejarlo ya? Todo esto no me está gustando nada.

Por el parabrisas, Robbo vio las obras en la carretera que tenían por delante, el semáforo estaba en verde. Aceleró.

– ¡Tú relájate, Michael! -gritó Luke girando la cabeza hacia Josh-. ¡Volveremos dentro de un par de horas!

– ¿Qué queréis decir con un par de horas?

El semáforo cambió a rojo. No había tiempo de parar. Robbo aceleró aún más y siguió avanzando a toda velocidad.

– Dame eso -dijo.

Cogió la radio mientras tomaba una curva larga agarrando el volante con una sola mano. Miró abajo en el resplandor ambiental del salpicadero y pulsó el botón de «Hablar».

– Eh, Michael…

– ¡Robbooooo! -gritó Luke.

Unos faros dirigiéndose directamente hacia ellos.

Cegándolos.

Luego, el sonido estridente de un claxon, profundo, fuerte, feroz.

– ¡¡¡Robbooooo!!! -chilló Luke.

Robbo pisó aterrorizado el pedal del freno y soltó el walkie-talkie. Dio un volantazo mientras buscaba, desesperadamente, algún lugar adonde ir. Árboles a la derecha, una excavadora a la izquierda, los faros quemaban el parabrisas, le abrasaban los ojos, se dirigían hacia él atravesando la lluvia torrencial, como un tren.

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