Seguido de Joe Tindall, que se estaba poniendo los guantes, Grace siguió a Cleo por el suelo duro y moteado mientras observaba cómo su cabello de mechas rubias se balanceaba sobre el cuello de la bata verde. Pasaron por delante de la cristalera de la cámara de infecciones sellada, hasta la sala principal de autopsias.
La presidían dos mesas de acero, una fija, la otra con ruedas, un torno hidráulico azul y dos hileras de neveras con puertas que iban del suelo al techo. Las paredes estaban alicatadas en gris y toda la sala tenía un desagüe alrededor. En una pared había una hilera de fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En otra, una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina llena de instrumentos y algunos paquetes de pilas Duracell. Junto a la vitrina, había un cuadro que listaba el nombre de cada fallecido, con columnas para los pesos de cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Un nombre de hombre, Adrian Penny, con sus tétricos números, estaba escrito en rotulador azul.
– Es un motociclista al que le hicimos la autopsia ayer -dijo Cleo alegremente al ver lo que miraba Grace-. Adelantó a un camión y no vio que una viga de acero sobresalía por el lateral. Le cortó la cabeza al pobre desgraciado justo por debajo del cuello.
– ¿Cómo diablos consigues no volverte loca? -le preguntó él.
– ¿Quién dice que no lo estoy? -contestó ella alegre y sonriendo.
– No sé cómo te dedicas a esto.
– No son los muertos quienes hacen daño a la gente, Roy, sino los vivos.
– Bien visto -dijo.
No sabía qué opinaría sobre los fantasmas, pero no era momento de preguntárselo.
Hacía frío en la sala. El sistema de refrigeración emitía un zumbido y del techo llegaba un clic seco, de los fluorescentes que no se habían encendido bien.
– ¿Alguna preferencia sobre a quién quieres ver antes?
– No, me gustaría verlos a todos.
Cleo se dirigió a la puerta marcada con un «4» y la abrió. Al hacerlo, hubo una ráfaga de aire helado, pero eso no fue lo que causó que un escalofrío le recorriera el cuerpo, sino ver la forma humana que se ocultaba bajo las sábanas de plástico blanco en cada una de las cuatro hileras de bandejas metálicas con ruedas.
La empleada del depósito acercó el torno, lo subió accionando la manivela, luego puso la bandeja superior encima y cerró la puerta de la nevera. Después, apartó la sábana para descubrir a un hombre blanco rollizo, de pelo lacio, con el cuerpo y la cara amarillenta llenos de moratones y laceraciones, los ojos bien abiertos que transmitían sorpresa incluso en su quietud vidriosa, el pene arrugado y flácido entre una mata gruesa de vello púbico como si fuera un roedor hibernando. Grace miró la etiqueta beis atada al dedo gordo del pie. El nombre era «Robert Houlihan».
La mirada de Grace se posó directamente en las manos del joven. Eran unas manos grandes, gruesas, con las uñas mugrientas.
– ¿Tienes toda la ropa que llevaban?
– Sí.
– Bien.
Grace le pidió a Tindall que cogiera muestras de debajo de las uñas.
El agente del SOCO escogió una herramienta afilada de la balda de los instrumentos, le pidió a Cleo una bolsa de muestras, luego rascó con cuidado parte de la suciedad de cada una de las uñas y la metió en la bolsa, que etiquetó y selló.
Las manos del siguiente cuerpo, Luke Gearing, estaban en muy mal estado debido al accidente, pero aparte de la sangre que había debajo, las uñas, en carne viva por mordérselas, estaban razonablemente limpias. Las manos de Josh Walker tampoco estaban sucias, pero las de Peter Waring estaban roñosas. Tindall cogió muestras de debajo de las uñas y las metió en una bolsa.
Luego, él y Grace examinaron con cuidado toda la ropa. Había barro en todos los zapatos y muchos rastros de él en la ropa de Robert Houlihan y Peter Waring. Tindall metió todas las prendas en bolsas separadas.
– ¿Vas a volver al laboratorio con todo esto? -le preguntó Grace.
– Tenía pensado irme a casa. Estaría bastante bien verla antes de que acabe el fin de semana y tener vida propia, o al menos fingirlo.
– Detesto hacerte esto, Joe, pero necesito de verdad que te pongas a trabajar en esto ahora mismo.
– ¡Genial! ¿Quieres que pierda las entradas para el concierto de U2 de esta noche qué me costaron cincuenta libras cada una, deje plantada a mi novia y saque el saco de dormir del armario del despacho?
– U2… Es muy joven, ¿verdad?
– Sí, ¿y sabes qué, Roy? Tiene malas pulgas. Me exige mucha atención.
– La vida de un hombre podría estar en peligro.
– Quiero que me pagues de tu bolsillo el precio de las entradas -dijo Tindall, cada vez más furioso.
– No es mi caso, Joe.
– Vaya, ¿y de quién es?
– De Glenn Branson.
– ¿Y dónde coño está?
– En una fiesta de cumpleaños en Solihull.
– Cada vez pinta mejor.
Junto a la hilera de taquillas, Tindall se quitó la ropa protectora y la tiró a la basura.
– Que tengas una noche de puta madre, Roy -le dijo-. La próxima vez cárgate el fin de semana de otro.
– Iré a hacerte compañía.
– No te molestes.
Tindall dio un portazo tras él. Al cabo de unos momentos, Grace oyó la aceleración furiosa del motor de un coche. Luego se fijó en que, resentido, el experto forense se había dejado la bolsa de basura negra que contenía las bolsitas de las pruebas. Dudó si correr tras él, pero decidió llevársela él mismo e intentar tranquilizar al hombre. Podía entender que estuviera cabreado; él también lo estaría en las mismas circunstancias.
Entró en la sala de espera, se comió otra galleta digestiva y se acabó el té, que se había enfriado. Luego cogió la bolsa de basura y Cleo lo acompañó a la puerta. Cuando estaba a punto de salir a la lluvia, se volvió hacia ella.
– ¿A qué hora acabas de trabajar hoy?
– Dentro de una hora o así, con suerte, si no muere nadie esta tarde.
Grace se quedó mirándola, pensando que era increíblemente preciosa y, de repente, sintió que se ponía nerviosísimo al mirarle las manos y ver que no llevaba anillos. Claro que podría habérselos quitado para trabajar.
– Yo… -dijo-. Yo… me preguntaba… si tú…, ya sabes… Bueno… ¿tienes planes para esta noche?
A Cleo se le iluminó la mirada.
– En realidad, he quedado para ir al cine -dijo, pero luego añadió, como para tranquilizarle-, con una amiga, una vieja amiga que está pasando por un divorcio traumático.
Mientras toda la seguridad que habitualmente tenía en sí mismo le abandonaba, Grace dijo:
– No sabía… si estabas casada… o tenías pareja… Yo…
– Ninguna de las dos cosas -dijo ella, y lo miró larga, cordial y expectantemente.
– ¿Te gustaría… algún día… quizá… salir a tomar algo una noche?
Sin apartar la mirada de él, separando los labios en una sonrisa ancha, contestó.
– Me encantaría.
Grace caminó hacia su coche flotando por el asfalto, ajeno a la lluvia que caía con fuerza. Justo al pulsar el mando para abrir el seguro de las puertas, Cleo lo llamó.
– ¡Roy! ¡Creo que has olvidado algo!
Se dio la vuelta y vio que tenía la bolsa de basura negra en la mano.