Mark miró su reflejo sombrío en el espejo ahumado del ascensor que lo subía a toda velocidad al cuarto piso del edificio Van Alen. Parecía que todo se desintegraba a su alrededor.
Hacía menos de una semana, estaba sentado en el avión regresando de Leeds, leyendo las pruebas de carretera del Ferrari 360 e intentando decidir si se lo compraba en rojo o metalizado, y si lo quería con marchas en el volante como un Fórmula 1 o con una caja de cambios convencional en el suelo.
Ahora, ese coche se alejaba veloz hacia el horizonte, sin él. Y parecía que todo lo demás también.
¿Qué le pasaba a Ashley? Durante meses habían estado increíblemente unidos, tan unidos como imaginaba que podían estar dos seres humanos. Compartían el mismo sentido del humor, los mismos gustos en comida y bebida, los mismos intereses; se gustaban con locura, hacían el amor a cada precioso momento que encontraban -y en un par de ocasiones Michael había estado a punto de sorprenderlos. Era una chica increíble, lista, inteligentísima y, sin embargo, muy cariñosa y comprensiva. No había conocido a nadie parecido a ella ni remotamente y no podía imaginarse la vida sin su compañía.
Así pues, ¿por qué ahora estaba tan seca con él? De acuerdo, había sido una estupidez emborracharse en la boda y ser desagradable con ese policía sabelotodo, pero toda esa conversación sobre matar a Michael le preocupaba. Nunca habían planeado asesinarlo. Nunca. Ahora Ashley hablaba como si lo hubieran planeado desde el principio. Las palabras que le había dicho hacía media hora en la trattoria resonaban en su cabeza.
«No nos hemos planteado ni una sola vez que saliera vivo de ésta, ¿verdad?»
Y sí, había seguido adelante con el plan de Ashley. No para asesinar a Michael en realidad. Sólo para…, para…, para…
No para asesinarlo. Sin duda, no para asesinarlo.
Asesinar era cuando uno planeaba las cosas, ¿verdad? ¿Premeditadamente? Toda esta situación era circunstancial. Enterrar vivo a Michael, luego el accidente. No sentía ningún aprecio por él. Michael siempre era el primero en todo, joder. En el colegio, Michael ganaba los 100 metros lisos y casi todo lo demás. Era él quien marcaba los goles cuando jugaban a fútbol. Fue el primero de su grupo en perder la virginidad -las mujeres siempre pululaban a su alrededor, siempre, siempre, siempre. Mark podía estar al lado de Michael en un bar abarrotado, entonces un par de chicas guapas se acercaban a él y él decía: «¡Os presento a mi amigo Mark!», y las chicas sonreían y decían: «¡Hola, Mark!», y luego le daban la espalda durante toda la noche. No fue algo que sucediera una vez. Sucedió una vez y otra y otra.
Había pasado lo mismo con Ashley, al principio. Durante esa primera entrevista, seis meses atrás, fue Michael, como siempre, quien habló y Ashley pareció cautivada por él y apenas miró a Mark. Después, ella le dijo a Mark que había hecho teatro, porque deseaba desesperadamente el trabajo y la habían avisado de que quien, en realidad, controlaba la empresa era Michael.
Durante el primer mes más o menos, Mark había visto el interés que mostraba Michael por Ashley. Conocía suficientemente bien a su amigo como para leer las señales: coqueteaba con ella con sus chistes, preguntas, halagos e historias sobre sí mismo, exactamente igual que flirteaba con todas las mujeres que le gustaban. Mark había observado el coqueteo continuado de Michael con gran regocijo y satisfacción. Era la primera vez que se ligaba a una chica que le gustaba a Michael, y la sensación era increíble, liberadora, como si, por fin, tras quince años de amistad, no sintiera que Michael lo dominaba.
El plan había sido idea de Ashley. Mark no había puesto reparos, excepto a que se fueran de luna de miel. Le había costado mucho soportar eso. En el fondo sabía que era la razón por la que había conducido hasta el bosque el jueves pasado por la noche y sacado el tubo para respirar; pero ¿dejar que aquel chiflado torturara y mutilara a su amigo? ¿Hasta matarlo? No estaba seguro de tener mucho estómago para eso.
Abrió la puerta de su casa y, al entrar, sonó el teléfono fijo. Cerró la puerta de golpe, cruzó la habitación corriendo y miró la pantalla, pero no aparecía ningún número.
– ¿Diga? -contestó.
– Hola, colega, soy Vic -dijo la misma voz australiana que había oído antes-. Siento curiosidad por el poli que se ha pasado antes a verte. Creía que te había dicho que no hablaras con la poli.
– No lo he hecho -dijo Mark-. Es un comisario que investiga la desaparición de Michael. No tenía ni idea de que iba a venir.
– No sé si creerte o no, colega. ¿Quieres que hable otra vez con Mike o te ha quedado claro?
– Creo que me ha quedado claro -contestó Mark intentando deducir qué quería decir.
– Entonces, ¿vas a hacer lo que te diga?
– Te escucho.
– Ve a tu despacho ahora mismo, abre la caja fuerte, coge los documentos que firmasteis tú y Mike para dar poder notarial a un abogado en las islas Caimán llamado Julius Grobbe y mándaselos por fax. Después, llamas a Julius Grobbe y le dices que transfiera un millón doscientas cincuenta y tres mil setecientas doce libras de la cuenta que tenéis allí a la cuenta numerada de Panamá que ya le he mandado yo por fax. Volveré a llamarte aquí dentro de una hora exactamente y podrás contarme cómo te ha ido. Si no descuelgas el auricular, tu amigo perderá otro trocito de su cuerpo y esta vez va a dolerle de verdad. ¿Recibido?
– Recibido.
Un millón doscientas cincuenta y tres mil setecientas doce libras era la cantidad exacta que Mark y Michael tenían en su cuenta conjunta.