Capítulo 60

De vuelta a Brighton, Grace llamó a Jaye y se disculpó por haber tenido que acortar su salida.

– ¿Cómo se llama el chico perdido? -le preguntó ella.

Grace dudó, luego vio que no pasaba nada por decírselo. -Michael.

– ¿Por qué se esconde, tío Roy? ¿Ha sido malo?

Grace sonrió. Los niños tenían una visión del mundo mucho más simple que los adultos; no obstante, aquélla era una buena pregunta. Había aprendido hacía mucho tiempo que en el trabajo policial no había que fiarse nunca de nada; no dejar piedra por mover, abrir todas las puertas, no pensar de manera convencional. Tan importante era considerar a Michael Harrison un participante activo en su propia desaparición como un participante pasivo. A pesar del cadáver que ahora ya estaría en el depósito.

– No estoy seguro -contestó.

– ¿Qué pasa si no encuentras nunca a Michael?

Era una pregunta inocente, pero tocó la fibra sensible de sus emociones.

– Creo que lo encontraremos -respondió sin querer decirle nada sobre el cadáver.

– Pero si no, ¿qué pasa? -insistió la niña-. ¿Hasta cuándo lo buscaréis?

Grace sonrió con tristeza al ver su inocencia. Había nacido un año después de que desapareciera Sandy y no tenía ni idea de lo dolorosas que eran sus preguntas.

– El tiempo que haga falta.

– Podría ser mucho tiempo, si se ha escondido bien. ¿Verdad?

– Es posible.

– ¿O sea, que eso quiere decir que quizá no veamos una jirafa en muchos años?

Después de terminar su conversación con la niña, Grace llamó de inmediato a Emma-Jane Boutwood al centro de investigaciones.

– ¿Qué has averiguado sobre el pendiente?

– Michael Harrison solía llevar uno siempre, un pequeño aro dorado, hasta que su prometida le dijo que se lo quitara; pero es posible que se lo pusiera para salir esa noche.

No eran buenas noticias, pensó Grace.

– De acuerdo. Los móviles. Ya deberíamos tener en los archivos los números de móvil de Mark Warren y Ashley Harper. Quiero que te pongas en contacto con las compañías telefónicas y consigas copias de sus conexiones del… -lo pensó un momento- sábado pasado.

– Puede que hasta mañana no consiga resultados, señor. Ya he tenido problemas antes para obtener algo de las compañías telefónicas en fin de semana.

– Haz lo que puedas.

– Sí, señor.


Diez minutos después, por segunda vez aquel fin de semana, Grace se dirigió al edificio largo y bajo que albergaba el depósito de cadáveres de Brighton y Hove. El sol brillante de mayo no tenía ningún efecto sobre su exterior deprimente, cómo si las rugosas paredes grises estuvieran allí para protegerlo del calor que osara intentar entrar. Sólo los cadáveres fríos y las almas aún más frías tenían permitida la entrada.

Exceptuando a Cleo Morey.

Esperaba que aquel día también estuviera de guardia. Lo esperaba con todas sus fuerzas mientras caminaba hacia la puerta y llamaba al timbre. Al cabo de unos momentos, para su regocijo, Cleo le abrió. Vestida como siempre, con su uniforme de bata verde, delantal verde y botas blancas, que era el único conjunto que le había visto puesto, lo saludó con una gran sonrisa. Parecía que realmente se alegraba de verlo.

Y, por un momento, se quedó ahí plantado, mudo, como un chico en su primera cita con una chica que, en el fondo, sabe que no está a su alcance.

– Hola -le dijo y, luego, añadió-: No podemos seguir viéndonos así.

– Prefiero que entres caminando que con los pies por delante -dijo ella.

Él meneo la cabeza, sonriendo.

– Muchas gracias.

Lo acompañó a su minúsculo despacho con sus paredes rosas.

– ¿Puedo ofrecerte un té? ¿Café? ¿Un refresco?

– ¿Puedes prepararme un té con bollitos de Cornualles?

– Claro. ¿Los bollitos de mermelada de fresa con nata?

– ¿Y pastas de té?

– Por supuesto. -Cleo se echó el pelo rubio hacia atrás, pero sus ojos no dejaron de mirarlo. Era evidente que estaba coqueteando con él-. Así que ésta es tu idea de una tarde de domingo relajante.

– Sin lugar a dudas. ¿Acaso no se va todo el mundo al campo los domingos por la tarde?

– Sí -dijo ella, y puso el agua a hervir-, pero la mayoría de la gente va a disfrutar de la flora y la fauna, no a ver cadáveres.

– ¿En serio? -ironizó-. Ya sabía yo que algo malo tenía mi vida.

– Y la mía.

Se hizo un silencio entre ellos. Una oportunidad, Grace lo sabía. El hervidor soltó un pitido débil. Vio que un hilo de vapor resbalaba del pitorro de plástico.

– Me dijiste que no estabas casada. ¿Lo has estado? -le preguntó Grace-. ¿Tienes familia?

Ella se volvió para mirarle y posó sus ojos en los de él. Una mirada afectuosa, cordial, relajada.

– ¿Te refieres a un ex marido, dos hijos, un perro y un hámster?

– Esas cosas, sí.

Grace le sonrió, los nervios habían desaparecido, se sentía cómodo con ella. Muy cómodo.

– Tengo un pez de colores -dijo ella-. ¿Cuenta eso como familia?

– ¿De verdad? Yo también.

– ¿Cómo se llama?

– Marlon, es macho.

Ella soltó una carcajada.

– Es un nombre absurdo para un pez.

– Por suerte, él no lo sabe -le respondió Grace.

Ella meneó la cabeza, sonriendo mucho mientras el agua comenzaba a hervir.

– En realidad, me parece genial.

– ¿Cómo se llama el tuyo?

Ella lo tentó con la mirada unos momentos antes de contestar.

– Pez -dijo con timidez.

– ¿Pez? -repitió Grace-. ¿Se llama así?

– Es hembra.

– Vale. Supongo que es fácil de recordar. Pez.

– No es tan ingenioso como Marlon -dijo ella.

– Está bien, me gusta. Tiene su cosa. -Entonces, aprovechó la oportunidad, aunque las palabras le salieron con torpeza-. ¿Supongo que no te apetecería quedar esta semana para tomar esa copa?

La calidez de su respuesta lo cogió por sorpresa.

– ¡Me encantaría!

– Genial. Vale. ¿Cuándo te va bien? Quiero decir… ¿Qué tal mañana?

– Los lunes me van bien -dijo ella.

– Genial. ¡Estupendo! Bueno…

Estaba devanándose los sesos, pensando en algún sitio adonde ir. Brighton estaba lleno de bares modernos, pero ahora mismo no se le ocurría ninguno. ¿Debía sugerir un bar tranquilo? ¿Un lugar bullicioso? ¿Un restaurante? Las noches de los lunes eran tranquilas. Quizá un pub, al ser la primera vez, pensó.

– ¿Dónde vives? -le preguntó Grace.

– Un poco más arriba del Level.

– ¿Conoces el Greys?

– ¡Claro!

– ¿Qué te parece si quedamos allí, sobre las ocho?

– Te veo allí.

El hervidor pitó y los dos sonrieron. Mientras Cleo comenzaba a verter el agua en la tetera, sonó el timbre. Salió de la habitación y volvió acompañada del cuerpo larguirucho del detective Nicholl, que iba vestido con ropa informal de fin de semana.

– Buenas tardes, Roy -dijo saludando a su jefe.

– ¿Quieres un té? Hoy aquí el servicio es estupendo.

– ¿Earl Grey? -preguntó Cleo-. ¿Té verde? ¿Camomila? ¿Darjeeling?

Confuso, el joven detective, que siempre era muy serio, muy formal, preguntó:

– ¿Tienes té normal?

– Marchando un té normal -dijo Cleo.

– Bueno, ¿qué hay? -preguntó Grace, yendo directo al grano.

– Gillian Harrison, la madre de Michael Harrison, viene de camino para identificar el cadáver -le informó Nick.

– Lo he dejado presentable -dijo Cleo.

Era una de sus habilidades: coger un cadáver -por muy magullado o mutilado que estuviera- y dejarlo tan intacto y sereno como fuera posible para cuando un ser querido o un familiar fuera a identificarlo. A veces, era del todo imposible, pero tras cruzar la parte trasera del depósito hacia la pequeña sala de observación enmoquetada, que también servía de capilla multiconfesional para las muchas personas que buscaban ese consuelo, con su pequeño ramo de flores de plástico en el eterno jarrón plateado, Grace vio que Cleo había hecho un buen trabajo con aquel cadáver.

El joven estaba tumbado boca arriba, la cabeza sobre una almohada de plástico que ocultaba sabiamente la parte trasera del cráneo hundida. Le había lavado la cara y las manos para quitarle el barro y la mugre, peinado el pelo de punta y arreglado la ropa. Si no fuera por la tez de porcelana, pensó Grace, podría ser un joven cualquiera disfrutando de una siestecita en una tarde tranquila de domingo después de tomarse un par de cañas en un bar.

– Emma-Jane está investigando los números de móvil -le dijo Nick Nicholl.

– Tenemos que saber en qué dirección sopla el viento antes de decidir qué acciones más emprender -dijo Grace, mirando el cuerpo-. Primero, averigüemos si es nuestro hombre.

Entonces, oyó el sonido distante del timbre de la entrada.

– Creo que estamos a punto de averiguarlo -intervino Cleo, y se marchó.

Al cabo de unos momentos, regresó, seguida de una lívida Gill Harrison y de Ashley Harper, con la cara rígida, cogiéndola de la mano. La agente Linda Buckley, de la Unidad de Relaciones Familiares, iba unos pasos detrás. La madre de Michael Harrison parecía exhausta, como si acabara de entrar en casa después de arreglar el jardín. Iba despeinada, llevaba una cazadora sucia encima de una camiseta sin mangas, pantalones marrones de poliéster y chinelas desgastadas. Ashley, por contra, con un traje azul marino y una blusa blanca almidonada, parecía ir vestida con su mejor conjunto de domingo.

Las dos mujeres saludaron a Grace con la cabeza, luego él se apartó para dejarlas pasar. Las observó detenidamente mientras Cleo las conducía a la ventana de observación y, por un momento, Grace sólo tuvo ojos para ella. Cleo dijo pocas palabras a las dos mujeres, pero transmitió el equilibrio justo entre compasión y profesionalidad. Cuanto más veía de ella, más le gustaba.

Gill Harrison dijo algo y se dio la vuelta, sollozando.

Ashley negó con la cabeza y también se volvió, y rodeó con el brazo a la madre de su prometido para consolarla.

– ¿Está absolutamente segura, señora Harrison? -preguntó Cleo.

– No es mi hijo -dijo la mujer entre sollozos-. No es él, no es Michael. No es él.

– No es Michael -le confirmó Ashley a Cleo. Luego se detuvo delante de Grace y dijo-: Ese no es Michael.

Grace vio que las dos mujeres decían la verdad. La expresión perpleja de Gill Harrison era comprensible, pero le sorprendió que Ashley Harper no pareciera más aliviada.

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