Michael tembló. Algo se arrastraba por su pelo. Avanzaba con constancia y determinación hacia la frente. Parecía una araña.
Presa del pánico, tiró la hebilla del cinturón, subió las manos y se agitó furiosamente el pelo; tenía los dedos en carne viva y sangrando de tanto rascar la tapa.
Entonces, lo notó en la cara, cruzándole la mejilla, la boca, la barbilla.
– Dios, ¡quita, asquerosa!
Se abofeteó la cara con las dos manos, luego tocó algo pequeño y pegajoso. Estaba muerto, fuera lo que fuera. Se limpió los restos en la gruesa barba de tres días, que le picaba.
La mayoría de los bichos no le daban asco, pero con las arañas no podía. Cuando era pequeño, había leído un artículo en el periódico local sobre un verdulero al que le había picado una tarántula que estaba escondida en un manojo de plátanos y que estuvo a punto de morir.
La luz de la linterna era ahora muy débil; daba un resplandor ámbar al interior del ataúd. Tenía que sujetarse la cabeza para evitar que el agua le tocara las mejillas y le entrara en los ojos y la boca. Hacía un rato, otra cosa le había picado en el tobillo, un insecto, y le escocía.
Agitó la linterna. Por un momento, la bombilla se apagó por completo. Luego, una franja minúscula de filamento brilló durante unos segundos.
Se estaba congelando. Rascar la tapa era lo único que impedía que se congelara aún más. Todavía no había llegado al otro lado. Debía hacerlo, debía hacerlo, antes que el agua… intentaba no pensar en lo impensable, pero no podía. El agua seguía subiendo, le cubría las piernas y parte del pecho. Con una mano, tenía que sostener el walkie-talkie en el espacio que quedaba entre el pecho y la tapa para evitar que se sumergiera.
La desesperación, como el agua, seguía envolviéndole. Las palabras de Davey no dejaban de repetirse una y otra vez en su cabeza.
«Había un tipo atravesado en el parabrisas, perdió media cabeza. Buff, vi el cerebro desparramado. Supe al momento que estaba muerto. Sólo hubo un superviviente, pero también ha muerto.»
Una furgoneta Transit implicada en un accidente a una hora y un lugar que encajaban. Pete, Luke, Josh, Robbo. ¿Podía ser que estuvieran muertos de verdad y que ésa fuera la razón por la que nadie hubiera ido a buscarle? Sin embargo, Mark tenía que saber qué habían planeado. ¡Era su padrino, por el amor de Dios! Seguro que Mark andaba por ahí fuera, liderando un equipo que estaba buscándole. A menos, pensó sombríamente, que también le hubiera ocurrido algo a él. ¿Quizá se había encontrado con ellos en el siguiente pub y también iba en la furgoneta?
Eran las cuatro y diez, viernes por la tarde. Intentó imaginar qué estaría pasando en aquellos momentos. ¿Qué estaría haciendo Ashley? ¿Y su madre? ¿Seguiría todo en pie para mañana tal como estaba planeado?
Levantó la cabeza, para acercar la boca a la tapa unos centímetros preciosos, y gritó, como hacía de forma regular.
– ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro!
Nada, excepto un silencio soporífero.
«Tengo que salir.»
Oyó un silbido, luego un crujido y, por un momento, Michael pensó que era la madera que se astillaba, hasta que oyó el pitido conocido de las interferencias. Luego, un acento sureño incorpóreo.
– ¿Iba en serio lo que dijiste sobre salir en televisión?
– ¿Davey?
– Eh, colega, acabamos de volver. ¡Menudo accidente, tío! No te gustaría estar en ese coche, te lo digo yo. Han tardado dos horas en sacar al conductor, estaba bastante mal. Aunque mejor que la mujer del otro coche, ¿sabes lo que te digo?
– Sí -dijo Michael, intentando la táctica de seguirle la corriente.
– No estoy seguro. Digo que está muerta. ¿Entiendes?
– ¿Muerta? Sí, lo entiendo.
– Se nota, ¿sabes? Sólo viéndolos, quiénes están muertos y quiénes van a sobrevivir. No siempre. Pero guau, ¡te lo digo yo!
– Davey, ese accidente al que fuiste el martes por la noche, ¿recuerdas cuántos jóvenes iban en la furgoneta?
– Estaba contando las ambulancias -dijo Davey tras unos momentos de silencio-. En los accidentes graves, hay una ambulancia por persona. Cuando llegamos, una se iba y otra aún estaba allí.
– Davey, ¿no sabrás por casualidad los nombres de las víctimas?
Casi al instante, para sorpresa de Michael, Davey se los recitó:
– Josh Walker, Luke Gearing, Peter Waring, Robert Houlihan.
– Tienes buena memoria, Davey -dijo Michael, intentando animarle-. ¿Había alguien más? ¿Había alguien llamado Mark Warren también en ese accidente?
Davey se rio.
– Nunca se me olvida ningún nombre. Si Mark Warren hubiera estado en ese accidente, lo sabría. Recuerdo todos los nombres que oigo, recuerdo dónde los oigo y cuándo. Nunca me ha servido para una mierda.
– Se te daría bien la historia en el colegio.
– Quizá -dijo sin comprometerse.
Michael resistió la tentación de gritarle de pura frustración. Así que tuvo paciencia y le preguntó:
– ¿Sabes dónde tuvo lugar el accidente?
– En la A 26. A tres coma ocho kilómetros al sur de Crowborough.
Michael sintió que un rayo de esperanza se iluminaba dentro de él.
– Creo que no estoy muy lejos de allí. ¿Conduces, Davey?
– ¿Un automóvil, quieres decir?
– Sí, eso quiero decir exactamente.
– Supongo que eso depende de cómo definas «conducir».
Michael cerró los ojos unos momentos. Tenía que haber algún modo de conectar como es debido con este tipo, ¿Cómo?
– Davey, necesito ayuda, desesperadamente. ¿Te gustan los juegos?
– ¿Los juegos de ordenador, quieres decir? ¡Sí! ¿Tienes la Play Station 2?
– No, aquí no, conmigo no.
– ¿Quizá podríamos conectarnos por Internet?
A Michael le entró agua en la boca. La escupió, aterrorizado. Dios santo, qué deprisa subía ahora.
– Davey, si te doy un número de teléfono, ¿llamarías por mí? Necesito que le digas a alguien dónde estoy. ¿Podrías llamar a alguien por teléfono mientras hablas conmigo?
– Houston, tenemos un problema.
– ¿Me lo cuentas?
– Verás, el teléfono está en casa de mi padre. Él no sabe que tengo el walkie-talkie. No debería tenerlo. Es nuestro secreto.
– Tranquilo, sé guardar secretos.
– Mi padre se enfadaría mucho conmigo.
– ¿No crees que se enfadaría aún más si supiera que me podrías haber salvado la vida y que me dejaste morir? Creo que podrías ser la única persona del mundo que sabe dónde estoy.
– Tranquilo, no se lo diré a nadie.
A Michael le entró más agua en la boca; agua sucia, turbia, salobre. La escupió, le dolían los brazos, los hombros, los músculos del cuello de tener que mantener la cabeza por encima del nivel creciente del agua.
– Davey, voy a morir si no me ayudas. Podrías ser un héroe. ¿Quieres ser un héroe?
– Voy a tener que marcharme -dijo Davey-. Veo a mi padre fuera, me necesita.
Michael perdió los nervios.
– ¡No! ¡Davey, no te vas a marchar a ningún lado, joder! -gritó-. Tienes que ayudarme. ¡Tienes que ayudarme, joder!
Hubo otro silencio, uno muy largo esta vez, y a Michael le preocupó haberse pasado.
– ¿Davey? -dijo, con más delicadeza-. ¿Sigues ahí, Davey?
– Sigo aquí.
La voz del chico había cambiado. De repente, sonaba sumisa, escarmentada. Parecía un niño pequeño arrepentido.
– Davey, voy a darte un número de teléfono. ¿Lo anotarás y harás la llamada? ¿Les dirás que tienen que hablar conmigo por tu walkie-talkie? Y que es muy, muy urgente. ¿Lo harás?
– Vale. Les diré que es muy, muy urgente.
Michael le dio el número. Davey le dijo que iría a llamar y que volvería a comunicarse con él.
Al cabo de cinco minutos agónicamente largos, la voz de Davey volvió a sonar en el walkie-talkie.
– Me ha salido el contestador -dijo.
Michael juntó las manos con frustración.
– ¿Has dejado un mensaje?
– No. No me has dicho que lo hiciera.