Capítulo 42

Grace comenzó el fin de semana como le gustaba, corriendo diez kilómetros el sábado por la mañana bien temprano por el paseo marítimo de Brighton y Hove. Hoy volvía a llover con fuerza, pero no importaba; llevaba una gorra de béisbol con la visera bajada para protegerse la cara, un chándal ligero y unas zapatillas deportivas Nike nuevas. Corriendo a buen ritmo, pronto se olvidó de la lluvia, de todas su preocupaciones, sólo respiraba hondo, daba un paso amortiguado tras otro, mientras una canción de Stevie Wonder, Signed, sealed, delivered, sonaba en su cabeza, por alguna razón.

Moviendo los labios en silencio, cantó la letra mientras adelantaba a un anciano ataviado con un impermeable que paseaba a un caniche; luego le adelantaron dos ciclistas con ropa de licra montados en bicicletas de montaña. La marea estaba baja. En las marismas, un par de pescadores buscaban lombrices de tierra para utilizarlas como cebo.

Con el fuerte sabor a sal en los labios, corrió junto a las verjas del paseo, pasó por delante de la estructura calcinada del West Pier, luego bajó por una rampa hasta el mismo borde de la playa, donde los pescadores locales dejaban sus barcas diurnas amarradas lo bastante lejos como para mantenerlas a salvo de las mareas más altas. Se fijó en algunos de sus nombres: Daisy Lee, Belle of Brighton, Sammy, y le llegó el olor a pintura, a cuerdas alquitranadas, a pescado putrefacto, mientras pasaba por delante de los cafés aún cerrados, las salas de juegos y las galerías de arte de los Arches, un club de windsurf, un estanque para botes detrás de un muro bajo de hormigón, una piscina artificial. Luego pasó por debajo de la estructura de vigas de metal del Palace Pier -donde diecisiete años atrás él y Sandy se dieron el primer beso- y siguió corriendo, un poco cansado ya, pero decidido a llegar a los acantilados de Black Rock antes de dar la vuelta.

Entonces, oyó que recibía un mensaje en el móvil.

Se detuvo, sacó el teléfono del bolsillo de cremallera y miró la pantalla: «No puedes burlarte de una chica como yo, Campeón. Besos, Claudine».

«¡Dios mío! Déjame en paz. Te pasaste toda la noche atacándome por ser poli y ahora me estás volviendo loco.» Hasta el momento, su única experiencia en citas por Internet no estaba resultando muy buena. ¿Eran todas como Claudine? Mujeres agresivas, solitarias, a las que les faltaba un tornillo? Seguro que no, tenía que haber mujeres normales ahí fuera. ¿Verdad?

Se guardó el teléfono y siguió corriendo. Sabía que le debía una respuesta, pero se preguntaba si no sería mejor continuar pasando de ella simplemente. ¿Qué podía decirle? ¿Vete a tomar por culo y deja de molestarme? ¿Me alegro de haberte conocido pero he decidido que soy gay?

Al final, decidió que le mandaría un mensaje cuando llegara a casa. Elegiría el camino de los cobardes: «Lo siento, he decidido que no estoy preparado para una relación».

Su mente relajada regresó al trabajo, a la montaña de papeles que parecía no dejar de crecer y crecer. El tráfico nigeriano de niñas; el juicio contra Suresh Hossain; el caso abierto del pequeño Thomas Lytle; y, ahora, la desaparición de Michael Harrison.

Este último asunto le fastidiaba mucho. Una idea en concreto lo había despertado durante la noche y no había dejado de rondarle por la cabeza. Llegó al camino de la parte de abajo del acantilado, corrió por debajo de los riscos blancos calcáreos, por arriba del puerto deportivo con sus hileras de pontones y su bosque de mástiles, sus hoteles y tiendas y restaurantes, y siguió durante tres kilómetros más.

Luego, dio media vuelta. Notaba el escozor en los pulmones, las piernas pesadas por el esfuerzo, y regresó corriendo hasta llegar a los alrededores del edificio Van Alen. Subió la rampa del paseo marítimo, esperó un hueco en el tráfico denso de Marine Parade y cruzó al otro lado. Bajó por la calle estrecha junto al lateral del edificio y se detuvo en la entrada del aparcamiento subterráneo.

Tuvo suerte. Al cabo de unos momentos, las puertas se abrieron y salió un Porsche Boxter azul oscuro. Al volante iba una rubia de aspecto rapaz, con gafas de sol, a pesar del día gris y lluvioso. Entró a hurtadillas antes de que las puertas se cerraran. Era agradable dejar atrás la lluvia.

Respiró el aire seco, saturado de aceite de motor, mientras bajaba corriendo por el hormigón duro, pasó por delante de un Ferrari rojo que recordaba de antes y de otros coches que también recordaba; luego se detuvo delante del todoterreno BMW X5 reluciente y perfectamente limpio.

Miró la matrícula. W796 LDY. Luego, echó un vistazo a su alrededor, para inspeccionar el lugar. Estaba desierto. Se acercó más, se arrodilló junto a la rueda delantera izquierda, luego se tumbó en el suelo, se arrastró debajo de la solera de la puerta y echó un vistazo al interior del arco de la rueda. Estaba cubierto de barro.

Sacó su pañuelo del bolsillo, lo abrió en la palma de la mano izquierda y, luego, con la derecha rascó el barro seco hasta que varios trozos cayeron en el pañuelo.

Con cuidado, lo cerró, lo ató y se lo guardó en el bolsillo. Luego se levantó, se dirigió a la entrada del garaje y pasó la mano por delante de la luz infrarroja. Unos momentos después, con un fuerte ruido metálico y un zumbido constante, las puertas se abrieron.

Salió, miró a ambos lados de la calle y, luego, reanudó la carrera de vuelta a casa.

Загрузка...