Capítulo 54

A la luz de los faros, Mark vio un grupo de coronas en el arcén de la carretera, en el vértice de una curva a la derecha. Algunas estaban sobre la hierba, otras apoyadas en un árbol y el resto, en un seto. Había algunas más que la última vez que había pasado por allí.

Levantó el pie del acelerador y avanzó muy lentamente mientras un escalofrío le atravesaba el cuerpo, hasta muy adentro, muy dentro del alma. Siguió mirándolas mientras las perdía de vista en el resplandor de las luces traseras, hasta que desaparecieron en la oscuridad, en la noche; desaparecieron, se esfumaron, nunca habían estado allí. Josh, Pete, Luke, Robbo.

También él, si el avión no hubiera salido con retraso.

Entonces, por supuesto, el problema habría sido otro. Con la carne de gallina, pisó el acelerador. Quería largarse de allí, aquel lugar le ponía los pelos de punta. El móvil vibró, luego comenzó a sonar. El número de Ashley apareció en el panel del salpicadero.

Contestó con el manos libres, contento de escucharla, terriblemente necesitado de compañía.

– Hola.

– ¿Y bien? -Su voz sonaba tan glacial como cuando se había marchado del piso.

– Voy para allá.

– ¿Todavía no has ido?

– Tenía que esperar a que oscureciera. Creo que no deberíamos hablar por el móvil. ¿Voy a verte cuando vuelva?

– Eso sí que sería una estupidez, Mark.

– Sí. Yo… Yo… ¿Cómo está Gill?

– Afectada. ¿Cómo esperas que esté?

– Ya.

– ¿Ya? ¿Te encuentras bien?

– Más o menos.

– ¿Ya se te ha pasado la borrachera?

– Claro -contestó de mal humor.

– No lo parece.

– No estoy bien, ¿vale?

– Vale, pero ¿vas a hacerlo?

– Es lo que acordamos.

– ¿Me llamarás después?

– Claro.

Colgó. Había niebla y una película de humedad cubría el parabrisas. Los limpiaparabrisas se movieron dos veces, las escobillas de goma chirriaron. Los desactivó. Los arbustos al fondo del bosque le resultaban familiares, así que redujo, no quería pasarse la salida.

Unos momentos después, cruzó el primer guardaganado, luego el segundo, las luces de los faros iluminaban la niebla como láseres gemelos, el coche daba bandazos en el sendero lleno de baches mientras aceleraba. Conducía demasiado deprisa, le daban miedo los árboles, que parecían inclinarse amenazadores a su paso, y miraba el retrovisor, por si acaso…

«¿Por si acaso, qué, exactamente?»

Ya se estaba acercando. Un murmullo suave de gente charlando en la radio lo distrajo y la apagó, vagamente consciente de que se le estaba acelerando la respiración, de que el sudor seguía bajándole por las sienes, por la espalda. El capó del coche descendió abruptamente cuando las ruedas delanteras se sumergieron en un charco y el agua salpicó el parabrisas como guijarros. Tras volver a accionar los limpiaparabrisas, frenó del todo. Dios santo, era hondo; no se había dado cuenta de lo mucho que había llovido desde la última vez que había estado aquí. Y entonces… «Mierda, mierda, ¡no!»

Las ruedas habían perdido tracción en el barro.

Al pisar el acelerador con más fuerza, el BMW vibró, se deslizó unos centímetros hacia un lado y luego volvió a retroceder.

«¡Dios mío, no!»

No podía quedarse atascado, no podía, no podía. ¿Cómo coño podría explicarlo, a las diez y media de la noche, aquí?

«Respira hondo…»

Respiró y asustado miró afuera, a la oscuridad; todas las sombras que tenía delante, al lado, debajo. Luego pulsó el botón del cierre centralizado, oyó el clic, pero no se sintió mejor. Después encendió la luz interior y miró los controles. Había ajustes para condiciones todoterreno, una marcha reductora, un bloqueo del diferencial central; los había visto un centenar de veces y jamás se había molestado en leer las instrucciones.

Se inclinó hacia delante y sacó el manual de la guantera, repasó el índice frenéticamente y fue a las páginas relevantes. Empujó una palanca, pulsó un botón, dejó el libro a su lado y pisó con cautela el acelerador. El coche dio un bandazo y, luego, para su alivio, salió disparado hacia delante.

Siguió conduciendo a una velocidad constante de quince kilómetros por hora. El coche, mucho más seguro, ahora avanzaba por los charcos como si se moviera sobre una cinta transportadora. Luego tomó el desvío a la derecha que lo llevaría al claro. Un conejito saltó delante de él, se dio la vuelta y se fue, luego correteó hacia él y desapareció debajo del coche. No tenía ni idea de si lo había atropellado, ni le importaba, tan sólo quería seguir adelante, mantener la velocidad, el impulso, agarrarse al barro.

Ahora tenía enfrente el pequeño claro de musgo y hierbajos; para su alivio, la plancha de hierro ondulado debajo del camuflaje de plantas arrancadas con que la había tapado seguía en su lugar.

Condujo hasta la tierra relativamente firme, no quería arriesgarse a que el coche se hundiera en el barro otra vez mientras estaba aparcado, y apagó el motor, pero dejó las luces largas encendidas. Se puso las botas de agua nuevas, cogió la linterna y pisó la tierra empantanada.

Hubo un instante de silencio total. Luego un levé susurro en la maleza hizo que se diera la vuelta, y clavó, asustado, la luz de la linterna en el bosque. Aguantando la respiración, oyó un crujido, luego un ruido similar a una moneda en una lata y un gran faisán salió a toda velocidad y con torpeza de entre los árboles.

Movió la luz de derecha a izquierda, muerto de miedo, abrió la puerta posterior del coche, se puso los guantes de goma, sacó las herramientas que había comprado y las llevó al borde de la tumba.

Se quedó quieto unos momentos, mirando la plancha de hierro ondulado, escuchando. El motor del coche soltó un silbido. A su alrededor, en el bosque, caían gotas de agua, pero aparte de eso, sólo había silencio. Un silencio absoluto. Un caracol se había pegado al hierro ondulado: su caparazón subiendo como un percebe en un naufragio. Bien, la plancha parecía llevar años allí sin que nadie la hubiera tocado.

Después de dejar las herramientas y la linterna en la hierba mojada, agarró un extremo de la plancha y la retiró. La tumba apareció como si fuera una grieta oscura de un glaciar. Cogió la linterna y se levantó, pero permaneció inmóvil en el sitio, intentando reunir el valor para continuar.

Como si Michael pudiera estar ahí dentro agazapado, listo para agarrarle.

Despacio, pasito a pasito, se acercó al borde. Luego, en una ofensiva precipitada, apuntó la luz al hueco largo y rectangular.

Soltó el aire.

Todo estaba como lo había dejado. La tierra aún amontonada, intacta. Se quedó mirando unos momentos, el sentimiento de culpa lo paralizaba.

– Lo siento, socio -susurró-. Yo…

No había nada que decir. Regresó al coche y apagó las luces. No tenía sentido anunciar su presencia, por si acaso había alguien en el bosque a estas horas, lo cual dudaba, pero nunca se sabía.

Tuvo que cavar intensamente durante una hora antes de que la pala diera con la madera de la tapa del ataúd. Había mucha más tierra de lo que pensaba -vale, había añadido un poco más la otra noche, pero aun así… Siguió sacando tierra hasta que vio con claridad toda la tapa y los tornillos de latón en cada esquina. El minúsculo agujero donde estaba el tubo para respirar, que había cubierto de tierra, era más ancho; ¿parecía un poco mayor o eran imaginaciones suyas?

Alargando el brazo, dejó la pala en el suelo, cogió el destornillador y se puso a desenroscar cada uno de los tornillos, Luego, llegó la parte que no había planeado del todo: el ataúd encajaba a la perfección en el agujero y no había espacio a los lados; el único lugar donde colocarse era encima de la tapa y eso hacía que fuera imposible levantarla.

Salió, cogió la linterna con los dientes, todavía con el destornillador en la mano, se arrodilló, avanzó sobre el borde de la tumba y alargó los brazos hacia abajo. Podía tocar la tapa del ataúd con facilidad.

Luego se echó a temblar. ¿Qué diablos iba a encontrar? Se sacó la linterna de la boca y dijo:

– ¿Michael? -Luego más fuerte-. ¿Michael? ¿Hola? ¿Michael?

Entonces dio varios golpes en la tapa con el mango del destornillador -aunque sabía que si Michael estaba vivo, y consciente, habría oído sus pasos y la pala escarbando en la tapa. Salvo que quizá estuviera demasiado débil para responder.

Si es que aún estaba vivo.

Lo cual estaba por ver. Ya habían pasado cuatro días, y estaba claro que no tenía aire. Volvió a meterse la linterna en la boca y apretó con fuerza los dientes. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo, joder. Tenía que estar aquí para recuperar la puta Palm de Michael. Algún día alguien encontraría la tumba y la abriría y hallaría el cuerpo y encontraría la puta Palm con todos los mensajes; entonces, ese poli, el comisario Graves o cómo se llamara, hallaría el mensaje que le había mandado a Michael el lunes, en el que le decía que le tenían preparada una buena y en el que le daba pistas crípticas, demasiado oscuras como para que Michael descubriera lo que iban a hacerle, pero que para el poli serían muy reveladoras.

Mark deslizó la hoja del destornillador debajo de la tapa, luego la levantó unos centímetros, hasta que pudo meter los dedos. Aguantando con la mano izquierda, dejó el destornillador en el suelo, encima de él; luego levantó la pesada tapa tanto como pudo, casi sin ver el agujero profundo, irregular, que habían escarbado por dentro.

Vio el resplandor trémulo de las gotas oscuras, los restos empapados de una revista que flotaba en la superficie, unos pechos grandes y desnudos visibles a la luz brillante.

Mark gritó y la linterna le cayó de la boca, se hundió en el agua y golpeó el fondo del ataúd con un ruido sordo.

No había nadie.

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