¡El teléfono volvía a sonar! ¡Por tercera vez! Todas las ocasiones anteriores había pulsado los botones intentando colgar por si Vic lo oía. Luego, repasaba a tientas el teclado y marcaba el 177. Y todas las veces, contestaba la misma voz de mujer.
– No tiene mensajes.
Pero ahora la voz dijo algo distinto.
– Tiene un mensaje nuevo. -Luego oyó-: Hola, Michael Harrison. Soy el sargento Branson, del Departamento de Investigación Criminal de Brighton. Llamo en respuesta al mensaje que le ha mandado a Ashley Harper. Por favor, llámeme o envíeme un mensaje al 0789 965018. Repito el número, 0789 965018.
Era el sonido más dulce que Michael había oído en su vida.
Volvió a repasar a tientas las teclas, para intentar escribir una contestación en la oscuridad fría y húmeda: «Es88oy re$ten…».
Luego, la luz blanca deslumbrante, cegadora. Vic.
– Tienes un móvil del que no me habías hablado, ¿verdad, Mikey? Qué malo eres, ¿verdad? Creo que será mejor que te lo quite antes de que te metas en líos.
– Urrrr -dijo Michael con la boca tapada con la cinta adhesiva.
Al momento siguiente, notó que le arrancaba el teléfono de la mano. Seguido de la voz llena de reproche de Vic.
– Eso es jugar sucio, Mike. Me has decepcionado mucho. Debiste hablarme del móvil. De verdad te lo digo.
– Urrrr -farfulló Michael de nuevo, temblando aterrorizado.
Vio unos ojos que brillaban a través de la capucha encima de él, a unos centímetros de su cara, unos ojos verdes y centelleantes como los de un gato asilvestrado.
– ¿Quieres que vuelva a hacerte daño? ¿Es lo que quieres, Mike? Vamos a ver a quién has llamado, ¿de acuerdo?
Al cabo de unos instantes, Michael volvió a oír la voz débil del agente de policía a través del altavoz del teléfono.
– Vaya, qué te parece -dijo el australiano-. Qué dulce. Has llamado a tu novia. Dulce, pero travieso. Creo que es hora de un castigo. ¿Quieres que te corte otro dedo o que te enganche los electrodos a los huevos?
– Nooooo.
– Lo siento, amigo, tendrás que vocalizar mejor. Explicarme qué prefieres. A mí me da lo mismo y, por cierto, tu colega Mark es un cabrón maleducado. He pensado que te gustaría saber que no se despidió.
Michael parpadeó para protegerse de la luz. No sabía de qué hablaba aquel hombre. ¿Mark? Se preguntó vagamente adónde se habría ido Mark.
– Voy a darte algo en lo que pensar, Mikey. Ese millón doscientas mil libras que tienes guardaditas en las islas Caimán son unos buenos ahorrillos, ¿no te parece?
Michael se preguntó cuánto sabía ese hombre sobre él y su vida. ¿Era eso lo que perseguía? Podía quedárselo, hasta el último puto penique, si le soltaba. Intentó decírselo.
– Urrrrrrrrrr. Pdddsss qqqdddrrrrtttlllllo.
– Qué majo, Mikey, sea lo que sea lo que hayas dicho. Aprecio de verdad el esfuerzo que estás haciendo, pero el tema es éste, verás. Tu problema es que ya lo tengo. Y eso significa que ya no te necesito.