Capítulo 10

El hambre no desaparecería por mucho que Michael intentara apartarla de su mente. Su estómago se lo recordaba con un dolor constante y apagado, como si algo lo royera por dentro. Estaba mareado y le temblaban las manos. No dejaba de pensar en comida, en hamburguesas jugosas con patatas gruesas y kétchup. Cuando consiguió no pensar en eso, el olor a langostas a la brasa le sorprendió; luego maíz asado; champiñones con ajo a la parrilla; huevos fritos; salchichas; beicon chisporroteante.

La tapa le presionaba la cara y volvió a entrarle el pánico; absorbía el aire y lo engullía con avidez. Cerró los ojos, intentó imaginar que se encontraba bien, que estaba en algún lugar cálido, en su yate, en el Mediterráneo, con las olas rompiendo a su alrededor, las gaviotas en el cielo, el aire balsámico del Mediterráneo; pero las paredes del ataúd se estrechaban. Lo comprimían. Cogió la linterna, que descansaba sobre su pecho, y la encendió; las pilas estaban débiles y se consumían deprisa. Con dedos temblorosos, desenroscó con cuidado el tapón de la botella de whisky y se acercó el cuello a los labios. Luego, bebió un trago breve y se enjuagó la boca seca y pegajosa con el líquido, alargando cada gota al máximo, saboreando cada segundo. El pánico remitió y comenzó a respirar más lentamente.

Sólo unos minutos después de tomar el trago, después de que desapareciera la sensación cálida y abrasadora que le bajó por la garganta y se asentó en su estómago, volvió a concentrarse en la tarea de enroscar el tapón. Le quedaba media botella. Un trago por hora, a la hora en punto. Rutina.

Apagó la linterna para ahorrar los últimos coletazos de energía. Todos los movimientos suponían un esfuerzo. Tenía las extremidades agarrotadas y tembló de frío un momento, luego comenzó a notarse un sudor pegajoso y febril. La cabeza le estallaba y le estallaba. Se moría de ganas de tomar un paracetamol; se moría por oír ruido arriba, por oír voces. Por salir.

Comida.

Por alguna especie de milagro, las pilas del walkie-talkie eran las mismas que las de la linterna. Al menos, las tenía de reserva. Al menos había una buena noticia. La única buena noticia. Y la otra era que dentro de una hora podría tomar otro trago de whisky.

La rutina mantenía a raya los ataques de pánico.

Si tenías una rutina, no te volvías loco. Cinco años atrás, había formado parte de la tripulación de una balandra de doce metros de eslora que había cruzado el Atlántico, de Chichester a Barbados. Veintisiete días en el mar. Durante quince, tuvieron un vendaval en la proa que no bajó ni una sola vez de fuerza siete y que, a veces, alcanzó fuerza diez y once. Quince días infernales. Guardias cada cuatro horas. Al romper una y otra vez, las olas sacudían todos los huesos de su cuerpo, las cadenas resonaban, las argollas golpeaban los tablones y las jarcias, los cuchillos, tenedores y platos repiqueteaban en el armario. Habían sobrevivido gracias a la rutina. Habían organizado los días en grupos de horas, y luego, espaciado esas horas con pequeños lujos. Tabletas de chocolate. Tragos de bebida. Páginas de una novela. Vistazos a la brújula. Turnos para bombear las sentinas.

La rutina te daba estructura. La estructura te daba perspectiva. Y la perspectiva te daba un horizonte.

Cuando mirabas al horizonte, te tranquilizabas.

Ahora contaba cada hora con un traguito de whisky. Le quedaba media botella y su horizonte era la manecilla de las horas de su reloj. El reloj que Ashley le había regalado, un Longines de plata con números romanos que brillaban. Era el reloj con más clase que había llevado nunca. Ashley tenía un gusto exquisito. Tenía clase. Todo en ella era estilo, las ondas de su largo cabello castaño, su forma de caminar, la seguridad con la que hablaba, su belleza clásica. Le encantaba entrar en los sitios con ella. En cualquier lugar. Los ojos se volvían, la miraban. Dios santo, ¡le encantaba! Tenía algo especial. Absolutamente único.

Su madre también lo decía y, por lo general, nunca le gustaban sus novias; pero Ashley era distinta. Ashley se había trabajado a su madre y la había seducido. Era otra de las cosas que le gustaba de ella, que podía cautivar a cualquiera. Incluso al cliente más apático. Se enamoró de ella el mismo día que entró en el despacho que compartía con Mark, para una entrevista de trabajo. Ahora, tan sólo seis meses después, iban a casarse.

Le picaban un horror la entrepierna y los muslos. Tenía las nalgas irritadas. Su vejiga había cedido hacía tiempo. Ya habían pasado veintiséis horas.

Algo debía de haber ocurrido, pero no tenía ni idea de qué. Veintiséis putas horas gritando por el walkie-talkie, marcando números en su móvil y recibiendo el mismo puto mensaje: «Sin servicio».

Martes. Ashley quería que la despedida de soltero fuera mucho antes de la boda: «Te emborracharás y estarás hecho una mierda. No quiero que te sientas así el día de nuestra boda. Celébralo a principios de semana para que te dé tiempo a recuperarte».

Empujó hacia arriba con las manos por enésima vez. Quizá por enésima vez más una. Quizás incluso por enésima vez más mil. Daba igual. Ya había intentado hacer un agujero en la tapa con la única herramienta que tenía: la caja del walkie-talkie. El móvil y la linterna eran de plástico; pero la caja tampoco era lo bastante dura.

Volvió a encender el walkie-talkie.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?

Aparecieron las interferencias.

Se le ocurrió un pensamiento oscuro. ¿Estaba Ashley al tanto de todo esto? ¿Ésa era la razón por la que había insistido tanto en que celebrara su despedida de soltero a principios de semana, el martes? ¿Para que pudiera estar aquí encerrado -estuviera donde estuviera- durante veinticuatro horas enteras, más, y no supusiera ningún problema?

Imposible. Ella sabía que era claustrofóbico y no tenía ni un ápice de crueldad en su cuerpo. Siempre pensaba primero en los otros, siempre pensaba en las necesidades de los demás.

La cantidad de regalos que había comprado para su madre y para él le dejó estupefacto. Todo era exquisitamente adecuado. Para ella, su perfume preferido; un CD de su cantante preferido, Robbie Williams; un jersey de cachemira que anhelaba. Para él, una radio Bose que deseaba. ¿Cómo había averiguado Ashley todas esas cosas? Era una habilidad suya, un don, sólo uno de la lista interminable de atributos que la convertían en una persona tan especial.

Y que lo convertían a él en el hombre más afortunado del mundo.

La luz de la linterna se debilitó perceptiblemente. La volvió a apagar para ahorrar pilas y se quedó quieto en la oscuridad otra vez. Oyó que se le aceleraba la respiración. ¿Y si? ¿Y si no volvían nunca?

Eran casi las 23.30. Esperó, con la esperanza de escuchar unas voces que le dijeran que sus amigos habían vuelto.

Dios santo, cuando saliera de allí iban a acordarse. Volvió a mirar el reloj. Las doce menos veinticinco. Llegarían pronto, en cualquier momento, ya.

Tenían que llegar.

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