Michael, muy despierto, estaba llorando. No sabía qué hacer, se sentía totalmente impotente. Eran más de las dos de la madrugada, del viernes, se suponía que se casaba mañana. Había un millón de cosas que hacer.
¿Quién coño o qué coño había sacado el tubo para respirar? ¿Podía ser un tejón que se llevaba algo a su guarida? ¿Para qué querría un tejón un trozo de tubo de goma? Además, los pasos eran demasiado pesados. Era una persona, seguro.
¿Quién?
¿Por qué?
¿Dónde estaba Ashley, su querida, amada, preciosa, comprensiva Ashley? ¿Qué estaba pensando ahora? ¿Qué pasaba por su mente?
Seguía albergando la esperanza, en todo momento, de que aquello fuera una pesadilla terrible y que dentro de un minuto se despertaría y estaría en su cama con Ashley al lado. No tenía ningún sentido.
De repente, oyó un silbido agudo, marcado y nítido. ¡El walkie-talkie!
Luego, una voz, con un fuerte acento sureño, habló.
– ¿Tienes idea del daño que hacen? -dijo-. ¿Eh? ¿Tienes idea?
Frenéticamente, Michael buscó la linterna en la oscuridad.
– ¿Sabes? La mayoría no tienen ni idea -continuó la voz-. Los malditos ecologistas hablan de proteger la flora y la fauna, pero esos tíos, esos tíos no saben una mierda, ¿entiendes lo que te digo?
Michael encontró la linterna, la encendió, localizó el walkie-talkie y pulsó el botón de «Hablar».
– ¿Hola? -dijo-. ¿Hola? ¿Davey?
– Sí, sí, ¡contigo estoy hablando! Apuesto a que no tienes ni idea, ¿eh?
– Hola, ¿quién eres?
– Eh, colega, no te preocupes por quién soy. El tema es que cinco malditos conejos comen casi la misma cantidad de hierba que una oveja. Así que calcula.
Michael agarró la caja negra, absolutamente confuso, preguntándose si estaba alucinando. ¿Qué coño estaba pasando?
– ¿Puedo hablar con Mark? ¿O Josh? ¿O Luke? ¿O Peter? ¿O Robbo?
Por unos momentos, hubo silencio.
– ¿Hola? -dijo Michael-. ¿Sigues ahí?
– Amigo mío, no me voy a ninguna parte.
– ¿Quién eres?
– Quizá soy el Hombre sin Nombre.
– Escucha, Davey, esta broma ya dura demasiado, ¿vale? Demasiado, joder. Por favor, déjame salir de aquí.
– Estarás impresionado con doscientos conejos, ¿verdad?
Michael se quedó mirando el walkie-talkie. ¿Es que se habían vuelto todos locos? ¿Era éste el lunático que acababa de sacar el tubo para respirar? Michael intentaba desesperadamente pensar con claridad.
– Escucha -dijo-. Me han metido aquí unos amigos para gastarme una broma. ¿Puedes sacarme de aquí, por favor?
– ¿Te has metido en un lío chungo? -dijo la voz americana.
– Un lío chungo, ahí lo tienes -contestó Michael, sin estar aún seguro de si aquello era alguna clase de juego.
– ¿Qué piensas de doscientos conejos?
– ¿Qué quieres que piense de doscientos conejos?
– Bueno, colega, lo que quiero que pienses es que cualquier tío que se cargue a doscientos conejos es un tío cojonudo, ¿entiendes lo que te digo?
– Absolutamente -dijo Michael-. Estoy absolutamente de acuerdo contigo.
– Vale, pensamos igual, guay.
– Claro. Guay.
– Pero no te pases de guay, ¿eh, colega?
– Entendido -dijo Michael, intentando seguirle la corriente-. ¿Quizá podrías levantar la tapa y podríamos hablar del tema cara a cara?
– Estoy un poco cansado. Creo que me meteré en el sobre y me echaré un sueñecito, ¿entiendes lo que te digo?
– Eh, no, no lo hagas, sigamos hablando -dijo Michael aterrorizado-. Cuéntame más cosas de los conejos, Davey.
– Ya te lo he dicho. Soy el Hombre sin Nombre.
– De acuerdo, Hombre sin Nombre, ¿no tendrás por casualidad un par de panadols? Tengo un dolor de cabeza terrible.
– ¿Panadols?
– Sí.
Hubo un silencio. Sólo se oía el crujido de las interferencias.
– ¿Hola? -dijo Michael-. ¿Sigues ahí?
Oyó una risita.
– ¿Panadol?
– Vamos, por favor. Sácame de aquí.
– Supongo que eso depende de dónde sea «aquí» -dijo la voz después de otro largo silencio.
– Estoy en un puto ataúd.
– Y una mierda.
– Nada de mierda.
Otra risita.
– Nada de mierda, Sherlock, ¿no?
– ¡Sí! Nada de mierda, Sherlock.
– Tengo que irme, es tarde. ¡Buenas noches!
– Eh, por favor, espera… Por favor…
El walkie-talkie se quedó callado.
A la luz tenue de la linterna, Michael vio que el agua había subido considerablemente durante la última hora. Volvió a comprobar la profundidad con la mano. Hacía una hora, le llegaba al nudillo del dedo índice.
Ahora le cubría la mano por completo.