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«El Tabas de Cistels, qui Dieus amava tant, que ac nom fraire Arnaut, primier el cap denant.»

[(«El abad del Císter, al que tanto Dios amaba, y cuyo nombre era Arnaldo, los legados lideraba.»)]

Cantar de la cruzada, I-4


París, abril de 1209


Guillermo de Montmorency esperaba de pie. Hacía un buen rato le introdujeron en aquel austero salón que servía de despacho del prior de la Universidad. Dos ventanales vidriados dejaban ver la lluvia que empapaba París en aquella mañana oscura.

Había saludado, pero el viejo le ignoraba y, mojando su pluma en el tintero, escribió sobre un pergamino. No era la primera vez que se enfrentaba a aquella situación y lo que vendría después. Otra reprimenda, otra advertencia. Curioso, se preguntaba qué le habrían contado al prior en esa ocasión.

De repente, éste levantó la vista de su escrito y sin más preámbulo le espetó:

– Olvidaos de alcanzar un obispado, no llegaréis ni a cura de iglesia pobre.

Guillermo observó inquieto al prior Gerard, que le miraba severo. Aquello tomaba un rumbo desconocido; jamás el viejo se había pronunciado tan contundente, jamás le había amenazado así, le preocupaba la ausencia de su acostumbrado tono paternal. Decidió callar hasta saber de qué le acusaba.

– Faltáis a muchas de las lecciones, sois un libertino. Bebéis, jugáis, fornicáis.

Nada de aquello era nuevo, se decía Guillermo. ¿Por qué estaba tan enojado el prior?

– Hace unos días violentasteis a unos mercaderes de los condados del norte…

Guillermo continuó en silencio, apartó sus ojos de la mirada severa de su interlocutor y recorrió la habitación con la vista. Buscaba argumentos para su defensa; tenía que sobreponerse a la sorpresa que la inusual actitud del prior le causaba. Repasó uno a uno los pocos muebles austeros, los ventanales, una celosía interior y la puerta.

El prior se levantó, enfrentándose a Guillermo.

– El papa Inocencio III ha decidido terminar con clérigos vagos, libertinos y corruptos. No hay lugar para vos en la Santa Iglesia de Roma.

El muchacho lo miró asombrado.

– ¿Qué estáis diciendo?

– Que vuestros estudios eclesiásticos han terminado, podéis volver a las tierras de vuestro padre.

Guillermo construyó rápidamente el escenario de lo que su expulsión comportaba. Las tierras, castillos y la mayor parte de los bienes iban, junto al título nobiliario de Montmorency, para su hermano mayor. Algo quedaría para la dote de su hermana, pero poco para él. En contrapartida, la potencia política y económica de los clanes Montfort, Montmorency y de sus aliados ya se había puesto a funcionar para conseguir su rápido progreso hacia la obtención de un obispado importante. Y de sus abundantes rentas. Pero el objetivo principal de todo ese esfuerzo por parte de la familia no era sólo su bienestar económico, sino que ambicionaban el poder y prestigio que contar con un obispo en el clan comportaba. La amenaza del prior Gerard malograba sus planes, se perdían años de esfuerzos e intrigas. No quería imaginar la cólera de su padre y de su tío cuando se enteraran.

– Pero… -balbució- no podéis hacer eso. No me podéis echar sin más, sin aviso previo…

– Os he avisado ya suficiente.

– No, no podéis echarme -afirmó Guillermo, aparentando una seguridad que no tenía.

– ¡Claro que sí! -afirmó el prior irritado. El muchacho se quedó observándole, ponderando la reacción de su oponente. Pensaba a toda velocidad en cómo salvarse de aquello, en cómo recomponer la situación. Allí había algo muy raro. Y de pronto, se le ocurrió que el viejo estaba fingiendo.

– ¿Quién se esconde tras la celosía? -inquirió señalando al enrejado de la pared.

– ¿Qué?

– Vos habéis estado actuando para alguien, ésta no es vuestra forma de ser. Alguien detrás de la celosía nos observa.

– ¿Por qué creéis eso?

– Porque jamás os atreveríais a expulsarme sin antes hablarlo con mi padre, y éste hubiera recurrido al Rey. No tenéis la autoridad. Por alguna razón queréis asustarme y si os comportáis de forma tan distinta a la habitual, es porque actuáis para alguien más poderoso que vos.

Era ahora el prior de la Universidad de París quien miraba asombrado. Se había quedado en silencio. Guillermo se lanzó hasta la celosía intentando arrancarla, pero el maderamen estaba muy bien sujeto, no iba a ceder.

Miró por el entramado y vio como una figura se movía en la oscuridad, saliendo de la estancia.

– ¿Quién es? -gritó-, ¿Quién estaba aquí?

Se volvió hacia el prior interrogante, pero no tuvo tiempo de formular una nueva pregunta. La puerta de la estancia se abrió y un imponente personaje cruzó el umbral. Era alto, de unos cincuenta años, de andar y ademanes seguros, y vestía capa y bonete púrpuras. Guillermo anduvo unos pasos atrás, como intentando protegerse, conforme el hombre se desplazaba hasta el centro de la sala.

– Arnaldo Amalric -anunció el viejo-, abad general del Císter, antiguo prior de Poblet y legado con plenos poderes del Papa.

Guillermo intentaba reponerse de la sorpresa pensando aún más aprisa, mientras se acercaba sumiso al prelado e, hincando la rodilla, le tomaba la mano para besársela. Al serle concedida ésta, el muchacho se tranquilizó algo, aún sin dejar de preguntarse qué pintaba allí semejante jerarca.

– Yo sí puedo expulsaros a pesar de vuestro padre y del Rey -afirmó Arnaldo altivo.

Guillermo se mantuvo en genuflexión y cabizbajo, convencido de que la humildad era la virtud que más le convenía en ese momento. Mientras, el legado papal empezó a moverse a sus espaldas al tiempo que hablaba con el prior.

– Decidme, prior Gerard -su voz sonaba potente-, ¿qué motivos podríamos tener para aceptar en nuestra comunidad eclesiástica a semejante individuo? ¿Veis alguno?

El prior no respondió mientras Arnaldo llegaba al fondo de la sala, se sentaba en una silla e invitaba a Gerard a hacer lo mismo. Guillermo continuaba semiarrodillado y de espaldas a ellos.

– El prior no ve ningún motivo -continuó el abad del Císter-. Venid aquí, dadnos vos alguna razón para que, a pesar de vuestro historial violento, libertino y pecaminoso, no os echemos ahora mismo.

El muchacho obedeció y, recuperado su aplomo, se plantó frente a los dos eclesiásticos.

– Me enmendaré, padre -dijo.

– ¿Y qué más? -interrogó Arnaldo.

– Cumpliré con eso tan especial que me queréis pedir.

– ¿Que os queremos pedir algo?

– Sí, padre -conforme crecía en seguridad, más le costaba a Guillermo mantener su tono humilde.

– ¿Qué os hace pensar tal cosa?

El muchacho clavó sus ojos en los del abad del Císter y repuso con un toque arrogante:

– Es sencillo, padre. El prior Gerard no puede expulsarme sin más. Vos sí, pero sois demasiado importante y estáis demasiado ocupado predicando la cruzada como para preocuparos por un tema intrascendente de disciplina universitaria. Además, no os interesa enemistaros con mi familia, precisáis de su apoyo para el negotium pacis et fidei. No, sin duda, no habéis venido a castigarme. Entonces, me intimidáis porque queréis algo de mí, algo que pensáis que no haría por mi propia voluntad y por eso recurrís a la amenaza. ¿Qué es?

El legado le observó unos momentos en silencio para estallar después en una carcajada.

– Tenías razón, Gerard -dijo dirigiéndose al prior-, este muchacho tiene audacia y sagacidad. Quizá sirva.

– ¿Servir? ¿Para qué?

– Para una misión en nombre del Papa, que también beneficia a vuestro Rey.

– ¿Cuál es? -Guillermo recordó de inmediato la «misión» secreta que el abad del Císter, Arnaldo, le había encomendado a su primo.

– Primero debéis aceptarla.

– ¿Aceptar algo que desconozco?

– Sí, y jurar por la salvación de vuestra alma que os aplicaréis con la máxima diligencia, me obedeceréis en todo y que guardaréis el secreto.

– No hago yo tratos sin conocer las condiciones.

Arnaldo sonrió ante el descaro del muchacho.

– El asunto es fácil: si no obedecéis, se os expulsará de la carrera eclesiástica.

Guillermo pensó unos instantes. La sonrisa aún bailaba en la boca de Arnaldo, pero no tenía duda de que hablaba en serio, que sus tropelías eran suficientemente conocidas y truculentas para justificar la expulsión y que el legado tenía el poder. Posiblemente ni las influencias de sus parientes Montfort ante el rey de Francia, a pesar de la estrecha alianza de éste con el Papa, le salvaran. Se dio cuenta de que estaba en sus manos, pero aun así quiso negociar.

– Y si obedezco, ¿qué tendré a cambio? La pregunta tomó por sorpresa a Arnaldo. ¿Cómo se atrevía ese mozalbete a negociarle?

– Permitiré que continuéis con vuestra carrera.

– De acuerdo; pero si cumplo bien mi misión, quiero que me aseguréis un obispado.

– ¿Un obispado? -exclamó el legado-. Estáis loco. Precisáis, al menos, de veinte años de brillante y virtuosa carrera eclesiástica. Y no veo virtud en vos.

– Hay quien es obispo ya de nacimiento -repuso el caballero irónico-. Yo no tendré esa virtud, pero tengo otras. ¿Por qué si no habéis venido hoy a verme? Y posiblemente me necesitéis por lo mismo que me censuráis. Pues sabed que si no voy a ser obispo, prefiero que me expulséis ahora. Me dedicaré a las armas.

– Los obispados los da el Papa con el consejo de los reyes. Yo no tengo el poder.

– Pues encargaos vos de hablar en mi favor al Papa, que mis parientes ya lo harán con el Rey. Ésa es mi condición; si triunfo, vos me recomendaréis en el momento oportuno como obispo.

Arnaldo medía, con su mirada de ceño fruncido, a aquel muchacho arrogante. ¿Cómo se atrevía a plantarle cara cuando grandes y poderosos barones se inclinaban ante él como representante plenipotenciario del Papa? Sin duda, el viejo prior Gerard no se equivocó; ése era el hombre que precisaba para aquella misión: seguro de sí mismo, listo, pronto para la acción, pero astuto. No había esperado que fuera especialmente fácil tratar con semejante tipo, pero Guillermo superaba las expectativas.

Sopesó la situación. Ése era el hombre para el trabajo, pero parecía dispuesto a negarse sin una firme promesa de su parte. No perdería tiempo discutiendo.

– De acuerdo; si triunfáis y dejáis de escandalizar con vuestra conducta, os apoyaré para un obispado en el momento oportuno.

– ¿Qué he de hacer? -repuso Guillermo aliviado.

– Hace unos meses, un legado papal, Peyre de Castelnou, fue asesinado por los herejes cerca de Saint Gilles y unos documentos muy importantes que traía consigo, robados -concretó Arnaldo-. Vos os uniréis a la cruzada, saldréis hacia el sur y los encontraréis para mí.

Guillermo vio de inmediato que no le quedaba otra salida, tendría que cruzarse y olvidar a la dama casada de París.

– ¿Y cómo esperáis que encuentre los documentos?

– Usad vuestro ingenio, pero tendréis que aprender la lengua de oc, naturalmente. El prior Gerard dice que tenéis una habilidad extraordinaria con los idiomas. Y en ocasiones, deberéis mezclaros con la chusma en las tabernas e indagar. También sois hábil en eso,¿verdad?

Guillermo preguntó más sobre las circunstancias del asalto, pero Arnaldo liquidó el tema con concisión: ya se enteraría por el camino de los detalles. Despidió al muchacho, que en genuflexión volvió a besarle el anillo, y llamaron a un fraile para que le acompañara a la puerta. Su mente funcionaba a toda velocidad. «¿Por que me pide que encuentre lo robado y no al culpable?», se preguntaba. Aquello era extraño. Quizá el abad pensaba que lo uno llevaría a lo otro.

Cuando llegaron al patio de caballerizas, Guillermo, con la excusa de que conocía bien la casa y que quería saludar a un conocido, se despidió de su acompañante. La conversación con el aludido fue muy breve y, tan pronto vio que el fraile desaparecía, volvió a entrar en el edificio principal y se dirigió a la habitación que daba al otro lado de la celosía. Desde allí pudo observar al legado, que ya se despedía del prior Gerard.

– Teníais razón, Gerard; es el hombre para esta misión. Sagaz, ambicioso, atrevido.

– Pero no es persona piadosa, nunca lo será -advirtió el anciano.

– Hoy la Iglesia no necesita hombres con piedad -repuso Arnaldo esbozando una sonrisa extraña.

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