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«A Sant Gili'l sosterran ab mot ciri ardant e am mot Kyrieleison que li elere van cantant.»

[(«En Saint Gilles lo entierran con muchos cirios quemando y con los frailes muchos kirieleisón cantando.»)]

Cantar de la cruzada, I-4


Saint Gilles


Cuando Amaury de Montfort, junto a la comitiva del legado y los demás cruzados, partió hacia Lyon para unirse a su padre en los preparativos de tropas, armas y suministros, Guillermo quiso quedarse e investigar la muerte de Peyre de Castelnou en el lugar de los hechos.

El abad Pons de Saint Gilles le acogió con suma hospitalidad, no en vano inquiría en nombre de Arnaldo Amalric, el superior de la Orden del Císter. Éste había demostrado su poder como legado papal al hacer nombrar como abad en un monasterio benedictino a Pons, un cisterciense. Éste estaba emocionado con lo ocurrido en su abadía: la pompa de la ceremonia y el valor que aquello confería al cadáver incorrupto de Peyre de Castelnou, que allí se custodiaba, aumentaba el prestigio de su comunidad, lo que reportaría más peregrinos, más donaciones, mayores rentas.

Guillermo, al ser eclesiástico, tuvo que someterse al severo régimen de horarios de la abadía. No le importaba alojarse en una celda tan austera que sólo tenía un jergón de paja, pero odiaba acudir a todos los rezos comunitarios día y noche y, en especial, al de maitines por el madrugón que comportaba. Y acostumbrado, como caballero que era, a las buenas viandas, la escasa bazofia vegetal que los frailes comían le parecía insufrible. Jean, su escudero, se lamentaba de la misma penitencia.

El futuro santo Peyre de Castelnou era tema favorito de conversación del abad Pons, que no se cansaba de loarle. La conversación en latín era fluida y el cisterciense transmitía un agradable calor en el acento meridional de su habla.

– ¿Sois catalán o aragonés? -inquirió Guillermo.

– Soy de Dios, de la Iglesia de Roma y del Císter.

Una respuesta tan contundente era la mejor demostración de los valores que atesoraba el fraile y dejó a Guillermo en un silencio pensativo mientras ambos paseaban, en una mañana brillante de finales de junio, por la rosaleda que los cistercienses cultivaban en la zona norte de la abadía.

– Antes era Pons de Poblet, ahora soy Pons de Saint Gilles -añadió con una sonrisa.

– Poblet está muy cerca de las tierras sarracenas, al sur de Barcelona. ¿No fue el legado papal Arnaldo su abad durante años?

– Él fue mi superior allí y continúa siéndolo aquí.

Guillermo se dio cuenta de que aquél era un hombre entregado en cuerpo y alma a su comunidad y al legado papal. Pensó que debiera haber dicho: «Soy de Dios, de la Iglesia de Roma, del Císter y de su abad Arnaldo».

– Peyre era uno de los nuestros; un luchador incansable, comprometido con Roma y que durante muchos años predicó contra esos herejes. Últimamente, siempre decía: «Los asuntos de Jesucristo no irán bien hasta que uno de nosotros no haya vertido su sangre. Yo deseo ser el primero».

– Pues fue su propio profeta.

– ¡Un santo!

– Sí, un futuro santo -repuso Guillermo pensativo.

– ¡Un mártir!

– ¿Y por que razón un zorro viejo como el conde de Tolosa crearía un mártir contra sí mismo?

– No lo sé, Guillermo, yo no puedo entender el pensamiento de los herejes. Aunque sé que ambos discutieron violentamente el día anterior.

– ¿No dicen que los asesinos son de Beaucaire?

– Sí, fue la mano de un escudero, guiada por el diablo y por el conde, la que cometió un crimen tan aborrecible. El santo le miró a los ojos y le dijo, sin duda inspirado en el ejemplo de Jesús: «Que Dios os perdone, pues yo ya os he perdonado», y el canalla huyó con los demás a refugiarse en Beaucaire con sus parientes.

– ¿Ha confesado?

– No ha sido apresado aún.

– ¿No se enviaron tropas para arrestarle? -Guillermo se detuvo asombrado.

– No -repuso Pons encogiéndose de hombros, y continuó con su paseo seguido del joven.

– Quisiera ver el cadáver.

– ¿Para qué? -el abad palideció de pronto.

– Quiero ver cómo fue herido.

– Todo el mundo sabe cómo ocurrió. Además, Peyre de Castelnou es santo y su cuerpo no puede ser profanado.

– No será profanado. Sólo quiero ver la herida.

– No os autorizo a ello.

Guillermo había anticipado resistencia y por esa razón esperó en Saint Gilles dos días enteros madrugando para los maitines y malcomiendo antes de empezar con sus preguntas. Quería tener al legado papal a una considerable distancia. Puso su mano en el interior de su camisa y sacó un pequeño pergamino que llevaba en ella. Lo desdobló, dándoselo a leer a Pons.

– ¿Reconocéis el sello? ¿Reconocéis la firma y la letra?

– Son de Arnaldo, el abad superior del Císter.

– ¿Y qué dice?

– Que todo cristiano obediente a la Iglesia católica y al Papa debe ayudaros en vuestra investigación. Por orden del legado.

– Bien, pues hacedlo.

– Pero… es que no creo que eso le gustara al abad Arnaldo -Pons balbuceaba.

– Aquí pone bien claro lo que le gusta al abad. -El francés se mostraba tenaz, inmisericorde-: Que me obedezcáis.

– Esperad que consulte con él, enviaré un mensajero. Nadie está autorizado a ver el cadáver del santo.

– Yo lo estoy y no puedo perder más tiempo con vos. Tengo que partir a Lyon para unirme a mis tropas. Estáis impidiendo el cumplimiento de una misión fundamental para el Papa y su legado. No puedo esperar cuatro días a que vuestro correo vaya y vuelva.

– Las postas son rápidas, quizá con tres días baste.

– ¡Tres días! -exclamó escandalizado Guillermo-. ¡Tres días! En la mitad de ese tiempo se ganan y pierden guerras. Quedad con Dios, Pons, y que Él os perdone, porque el legado no lo hará. Sabéis leer latín, ¿verdad? Mi salvoconducto lo indica muy claro, desobedecéis y Arnaldo pronto sabrá cuan equivocado estuvo al nombraros abad.

Guillermo se alejó y en su última mirada a Pons le vio con la frente perlada de sudor, su mirada perdida en la lontananza y las manos crispadas una sobre la otra. Su instinto le había guiado bien, había algo en el cadáver de Peyre de Castelnou que el abad del Císter no quería que se supiera.

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