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«Lo Papa i trames un clerge mot valent que avia nom Milos, cui fos obezient.»

[(«El Papa envió un clérigo muy distinguido, llamado Milos, para que fuera obedecido.»)]

Cantar de la cruzada, I-11


Saint Gilles, 8 de junio de 1209


Los esquejes de abedul silbaron en el aire, la multitud contuvo el aliento y el chasquido del golpe llegó, a través de un silencio de muerte, a todos los oídos.

– Yo te absuelvo -pronunció con voz clara el legado Milos.

El abedul cortó otra vez el aire sacudiendo la desnuda espalda del conde Raimon VI de Tolosa, que, arrodillado, con una soga al cuello y un cirio encendido de penitente en su mano derecha, se iba inclinando ante los golpes y la humillación. Frente a él se alzaba el altar improvisado a la entrada del monasterio de Saint Gilles presidido por el Santísimo Sacramento y las reliquias más preciadas de la abadía, entre las que destacaba un trozo de la Veracruz. Tres arzobispos y diecinueve obispos vestidos con sus mejores galas -báculos de marfil, mitras, casullas bordadas en oro y pedrería- presenciaban la penitencia satisfechos. Antes, Raimon VI había tenido que jurar, como duque de Narbona, conde de Tolosa y marqués de Provenza, frente al abad del Císter y legado papal Arnaldo, y demás eclesiásticos y una amplia representación de cruzados lo que Milos quiso que jurara. El silencio de los miles de espectadores era absoluto; todos querían oír el chasquido en la carne.

– Yo te absuelvo -dijo de nuevo Milos mientras con su mano derecha hacía la señal de la cruz sobre el conde.

Y otra vez alzó el abedul con su mano izquierda y lo descargó sobre las blancas carnes del conde. Los dieciséis nobles principales de sus dominios contemplaban de pie el castigo de su señor. Ellos también prometieron el largo pliego enviado desde Roma.

Hugo de Mataplana, con la guitarra sujeta a la espalda, se había situado en primera fila del espectáculo gracias a la fuerza de sus codazos y la larga daga que colgaba de su cinto. Contemplaba la escena tenso y con los labios apretados.

No le gustaba el conde; era un mentiroso, un político de doble faz, un cobarde de la peor calaña, pero más le disgustaba la intolerable humillación que se inflingía al primero de los nobles de Occitania, que, a pesar de haber clamado mil veces su inocencia en el asesinato del legado papal Peyre de Castelnou, pagaba ahora en público por ese crimen y por todos los demás que la Iglesia católica quiso achacarle. Hugo pensaba que se envilecía a toda Occitania en la persona del conde y que éste jamás se hubiera prestado a esa farsa, a no ser por el temor al ejército cruzado del norte que se congregaba en Lyon y que pronto estaría listo para caer sobre las tierras de Oc.

– Yo te absuelvo -dijo de nuevo Milos mientras descargaba el siguiente trallazo.

Hugo revisó la hilera de clérigos de alto rango que se erguían solemnes con sus enjoyadas ropas brillando al sol. Le sorprendió la ausencia del arzobispo de Narbona, Berenguer III, tío del rey de Aragón, que al faltar a semejante cita desafiaba a un Papa que en ocasiones le había increpado llamándole «perro que no sabe morder» por su inacción contra los herejes y contra el propio conde cuando éste fue excomulgado con anterioridad. Pero su mirada fue a aquellos dos nobles jóvenes que se destacaban de un grupo de caballeros cruzados, en el otro extremo del semicírculo formado por el público. Estaban por delante de la barrera con la que los soldados mantenían a la chusma a raya. Lucían sobre la parte derecha de su túnica unas ostentosas cruces rojas bordadas y sin duda eran norteños, casi seguro francos. Cuchicheaban jocosamente sin mostrar el respeto de los demás al castigo que se inflingía al señor de Saint Gilles, el conde de Tolosa, el príncipe de los nobles occitanos. Aquéllos eran la avanzadilla de los invasores que a miles bajarían por la cuenca del Ródano para depredar las tierras occitanas. Odiaba su aspecto, su prepotencia, su arrogancia de conquistadores, la amenaza que representaban.

– Yo te absuelvo -repitió Milos haciendo la señal de la cruz con la mano derecha y golpeando con la izquierda.

Las pompas no eran casuales, sino una demostración de fuerza y prueba palmaria de la magnificencia de la Iglesia católica y de su victoria sobre el poder terrenal de los nobles, que los azotes sobre las carnes fofas del cincuentón conde de Tolosa simbolizaban.

Pero el verdadero pecado del conde, pensaba Hugo, no era el acostarse con sus sobrinas ni ordenar el asesinato de Peyre, tal como falsamente le acusaban, o dar importantes puestos administrativos a judíos y tolerar a los herejes como ciertamente hacía. Su falta era haber combatido el poder del clero católico que mantenía extensas posesiones y cobraba al pueblo diezmos y demás tributos que le empobrecían. El conde quiso apropiarse de esas riquezas. Ésa era precisamente una de las razones del éxito de los herejes cátaros entre las clases menestrales y bajas del país; pues lo que, a diferencia del clero católico, vivían en la pobreza y se sustentaban con su trabajo sin ser carga para la plebe. En cuanto a los nobles, algunos de escasos recursos y envidiosos de la poderosa Iglesia católica, apoyar a los herejes era su forma de combatirla.

– ¿Crees, primo, que de haber instigado realmente el conde el asesinato del legado Peyre, el abad del Císter le hubiera perdonado con sólo treinta azotes? -preguntó Guillermo de Montmorency a Amaury, que contemplaba la flagelación en primera fila.

Éste, entretenido con el espectáculo, el pomposo despliegue de poder y la multitud, tardó en responder.

– No lo sé, primo. Él sabrá.

– Sí, pero si el conde fuera culpable, él tendría los documentos perdidos.

– ¿Y?

– Que el abad del Císter, Arnaldo, le hubiera obligado a devolverlos antes de perdonarle. Y yo estaría ahora en París cortejando a mi dama.

Amaury de Montfort miró fijamente a Guillermo desentendiéndose de la acción. Después le dijo:

– A veces, primo, hay que obedecer y no pensar tanto. Eso te puede traer problemas con el abad del Císter.

– Quiere que recupere los documentos, pero no me pide que averigüe quién los robó… -Guillermo cavilaba sin atender a su primo-, que, por cierto, fue el mismo que asesinó a Peyre de Castelnou.

– ¿Pero averiguar lo uno obliga a lo otro?

– Pudiera ser que no -murmuró Guillermo pensativo y lento-. Quizá él sepa quién los robó, pero no quién los tiene ahora. Eso es muy extraño.

El de Montmorency continuó rumiando. Tenía muchos interrogantes, pero decidió que en aquel asunto había tres preguntas fundamentales: quién tenía los documentos de la séptima mula, qué contenían y por qué el abad del Císter quería terminar con la vida de la Dama Ruiseñor. Era un hombre que buscaba siempre respuestas y se dijo que no se detendría hasta resolver, uno a uno, aquellos tres enigmas. Le gustara o no al abad Arnaldo.

Cuando el cansado Milos propinó el trigésimo azote, la espalda y el cuello del conde de Tolosa estaban cubiertos de sangre. La penitencia había terminado y con ella la excomunión, y el conde estaba reconciliado con la Iglesia de Roma. Milos miró al abad Arnaldo y éste asintió; hermosa ceremonia, habían hecho un gran trabajo.

Pero cuando ya iban a conducir al conde al interior de la iglesia para la misa, éste se irguió, miró a Milos y dijo en voz bien alta, para que todos oyeran:

– Dadme la cruz. Yo también quiero combatir la herejía, admitidme a mí y a mis tropas en la cruzada.

Arnaldo y Milos intercambiaron otra mirada, ésta consternada. No esperaban eso de aquel conde al que habían acusado de hereje hasta momentos antes. Al ser cruzado, la Iglesia le protegería, nadie podría atacar sus posesiones, y se hacía inmune a la cruzada que Arnaldo había predicado en el norte específicamente contra él. Por otra parte, ¿quién podía negarle la cruz al bisnieto de uno de los líderes cristianos de la cruzada que conquistó Jerusalén? ¿Cómo rechazar al que la Iglesia acababa de aceptar?

– ¡Qué buena jugada! -pensó Hugo de Mataplana.

Pero de inmediato se alarmó al darse cuenta de las dramáticas consecuencias que aquello acarreaba. Debía avisar con urgencia a su amigo el vizconde Trencavel.

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