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«Judex ergo cum sensebit quidquid latet apparebit.»

[(«Cuando el juez haya juzgado, todo lo oculto saldrá a la luz.»)

Dies irae (El día de la ira)]


Douzens


Cuando Guillermo me dijo que el lunes de madrugada saldríamos para Douzens y que se entrevistaría con el comendador del Temple, me dio un vuelco el corazón. Era domingo, el día siguiente a la toma del burgo de San Vicente, y tanto sitiados como sitiadores guardaban el descanso de Dios. Los oficios religiosos y las misas eran las únicas actividades del día.

Yo conocía bien a Aymeric de Canet, el comendador del Temple en Douzens. Tanto que él era mi padrino. Le recordaba de niña, a él y a los insólitos juguetes que me traía de Tierra Santa. Fue allí donde ofreció la mayor parte de su vida a su Orden, luchando por la cristiandad, aunque con ocasionales regresos a Occitania para obtener más recursos para el esfuerzo bélico de «los pobres caballeros de Cristo», como les gusta llamarse a los templarios.

La fama de sus valerosos hechos que le precedía abría las bolsas de nobles y burgueses, con lo que las donaciones al Temple se multiplicaban a su llegada. Era muy amigo de mi padre y en uno de sus viajes me llevó en brazos a la pila bautismal. De hecho, después de la muerte de mi progenitor, en virtud de su compromiso ante Dios, él era el responsable de mi bienestar físico y educación espiritual.

Pasaba de la cincuentena y la Orden decidió, unos años antes, que el héroe reportaría más victorias económicas al frente de la encomienda de Douzens que las que podría ofrecer en el campo de batalla de Palestina con su brazo debilitado por la edad. A su regreso, pasó un tiempo en nuestra casa de Béziers, y después nos visitaba ocasionalmente, aunque no le había visto en los últimos años. Yo debía de estar muy cambiada y más con mi atuendo de paje franco. ¿Sería capaz de reconocerme?

Él era mi esperanza de librarme del cautiverio y encontrar paz, seguridad y protección. Pero, habida cuenta de que el propio abad del Císter deseaba mi muerte, quizá ni siquiera Aymeric pudiera mantenerme a salvo. ¿Era mi cota de malla y mi aspecto de muchachito una mejor protección? Si el comendador templario me diera su amparo, de inmediato el abad Arnaldo me reclamaría o enviaría sicarios como ya hizo antes. Pero mi padrino no iba a consentir que nada malo me ocurriera, aun a riesgo de su propia vida.

Por eso decidí ocultar mi identidad hasta la noche. Entonces, cuando mi amo durmiera, me daría a conocer en secreto a Aymeric. De esa forma, nadie, fuera de nosotros dos, iba a saber que yo continuaba viva. Tontamente pensé que ésa era, sin duda, la mejor opción.

El comendador Aymeric miró el documento que Guillermo le tendía. Lo palpó observando la caligrafía y sellos, al tiempo que arrugaba el ceño como si le costara leerlo. Después, puso sus ojos en el joven, horadándolo con su mirada; ira, pensé, el viejo está indignado, y sentí que su imponente presencia me producía temor y seguridad a la vez. Antes me había mirado fijamente. Por un momento creí que me reconocía, pero sin duda pensó que se engañaba y puso su atención en mi amo y su documento.

Nos había recibido en una salita que parecía servir de paso a lo que debía de ser el refectorio. Douzens era un conjunto de edificaciones rodeadas de muros de protección, lo que se llamaba un castrum fortificado, en cuyo centro se alzaba una iglesia encaramada a un roquero. Estaba a más de medio día de camino de Carcasona en dirección a Narbona, dominaba tierras de labor, a las orillas del río Aude, molinos y otras instalaciones agrícolas que no habían sido arrasadas por el vizconde Trencavel en su política de tierra quemada contra la cruzada, porque pertenecían al Temple. Nada de lo que vi en el lugar hablaba de la supuesta riqueza de la Orden; la habitación estaba desprovista de muebles, sólo había unos bancos de piedra adosados a la pared y un par de ventanucos dejaban entrar la luz exterior.

– Una carta del abad Arnaldo Amalric, el legado papal -murmuró como hablando para sí mismo-, y me pide que os preste toda la ayuda que preciséis en vuestra investigación.

El comendador calló esperando la respuesta de Guillermo. Era enjuto y vestía un simple hábito blanco con una cruz roja sobre el corazón. Su pelo gris, corto, igual que la barba, le daba un aspecto anciano que contrastaba con la firmeza de sus ojos.

– Así es -repuso Guillermo, ufano a causa de la autoridad que el documento le confería.

Había hecho el camino de buen humor. Después de las dos entrevistas con el legado papal parecía que todas sus reservas morales sobre la cruzada y sus matanzas se habían disipado. Algo del mesianismo del abad Arnaldo se había instalado en él.

– Cerca de donde el legado papal Peyre de Castelnou fue asesinado aparecieron pisadas de herraduras -continuó mi amo-. Algunas tenían una marca muy característica: la cruz patada, signo de caballos del Temple. Tengo razones para creer que pertenecían a la zona de Carcasona y Béziers, cuya principal encomienda es la vuestra, la de Douzens. Los asesinos arrebataron al legado unos documentos heréticos y parece que poco después vuestros caballeros templarios atacaron a éstos y se los quitaron. Mi misión es recuperarlos para el abad del Císter. La vuestra es informarme de todo lo que sepáis. ¿Están esos escritos en la encomienda?

– Mi misión es informaros de todo lo que sé… -el comendador repitió la frase de Guillermo, ponderándola, paladeándola, y se quedó en silencio-. ¿Y quién dice eso? -tronó después de unos instantes-. ¿Por qué he de ayudaros?

Fue entonces cuando Guillermo se quedó atónito. No se le había ocurrido pensar que el templario podía objetar la autoridad del abad Arnaldo.

– Porque son las órdenes del legado que representa al Papa, y el Temple obedece directamente al Papa -repuso, ahora cuidadoso-. Por lo tanto, debéis obedecer a Arnaldo, y a mí, que lo represento.

– ¿Que os debo obedecer? ¿De dónde sacáis tal estupidez?

– Del documento que acabáis de leer. Habéis reconocido los sellos, conocéis al legado papal. Debéis obediencia al Papa y a su legado Arnaldo.

– Cierto que obedezco al Papa, pero antes al Ser Supremo -repuso el templario-. Mi alma pertenece a Dios y en ella leo sus designios. Además, sin duda el Papa debe de ignorar las atrocidades que esta matanza, que esa indignidad, a la que os atrevéis a llamar cruzada, representa.

– Esto es herejía gnóstica. Es antes el Papa y la ortodoxia de la Iglesia que vuestro pensamiento. Les debéis obediencia y habéis profesado vuestros votos ante Dios. ¡Acatad la orden!

La tensión era tal que yo hubiera deseado estar muy lejos de allí. Me encogía en el banco de piedra y me admiraba de la arrogancia, del descaro de Guillermo enfrentándose al viejo maestre.

– Y no me digáis que a vuestra alma le habla Dios -prosiguió al rato Guillermo, rompiendo el incómodo silencio en el que se había sumido el templario, que no dejaba de mirarle con sus ojos ardientes como ascuas-. Si desobedecéis al Papa, vuestra alma no está hablando a Dios, sino al diablo.

– ¿El diablo? -clamó en un grito el comendador, y se levantó de un salto sin apenas contener su furia-. El diablo está allí donde matáis a mujeres, a niños indefensos, a buenos católicos, donde robáis, donde quemáis y torturáis. Allí habita el diablo, con vosotros. Vosotros avergonzáis el nombre de cruzado, vosotros sois el ejército de Satanás.

– Ahora habláis como he oído que hablan los herejes cátaros -le espetó Guillermo, y se levantó él también y alzando aún más su voz. Pude ver que era más alto que su oponente-. ¿Estaréis también contaminado vos? Por última vez, en nombre del legado papal, en nombre del Papa y de Dios, por la autoridad que este documento me otorga, os ordeno que, como hombre de la Iglesia que sois, me obedezcáis. Os lo requiero por la salvación de vuestra alma.

El viejo se le quedó mirando atónito, sin gesto agresivo. De repente, su mirada dura se había disipado, parecía abatido, sorprendido.

– ¿La salvación de mi alma? -murmuró pensativo desviando por primera vez la mirada de los ojos de su oponente.

Guillermo se hinchó más aún presintiendo la victoria.

– ¿Me vais a obedecer? -inquirió.

– ¿Cómo podéis ser tan joven, arrogante y estúpido? -dijo el comendador en voz baja sentándose de nuevo en el banco. Parecía cansado.

– Decid sí o no.

El comendador Aymeric humilló su cabeza tonsurada, y mirando al suelo, guardó un largo silencio.

– Venid a verme esta noche después de vísperas; recibiréis lo que buscáis -dijo al fin-. Daré órdenes para que se os acomode en la encomienda. Durante la espera, no comeréis ni rezaréis junto a la comunidad. La comida se os servirá en vuestros aposentos.

Y desapareció tras la puerta del refectorio.

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