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«El rossinyolet s'es mort, tres dies ha que no canta.»

[(«El pequeño ruiseñor murió, hace tres días que no canta.»)]

Canción popular


Cuando desperté la mañana siguiente, ya había amanecido y Hugo preparaba los caballos para emprender el camino. Estaba ojeroso, seguramente se mantuvo en vela o había dormido aún menos que yo. Me ofreció lo que llevábamos en las alforjas para desayunar. Tomé un poco de pan y comimos con frugalidad, en silencio.

– Cualquier dama lo daría todo por ser reina -dijo al fin-. Nadie de nuestro rango se casa por amor. Todo son alianzas políticas. El amor va por otro camino. Yo os amaré, seré vuestro trovador, nadie ni nada me apartarán de vuestro lado.

No le respondí. Me ocupé de recoger las últimas cosas mientras rumiaba y al final repuse:

– Yo no quiero ni Cataluña ni Aragón ni la Occitania ni los reinos de Sefarad y Al-Ándalus. Os quiero a vos. A vos es a quien amo y con vos quiero casarme.

– Bruna, sed razonable. Vuestro destino es espléndido, único. Seréis reina… y yo, yo no soy nadie para vos.

Monté en mi caballo, lo azucé hacia el camino y él me siguió tirando de las monturas que transportaban legajos y equipaje. Al ver que no le respondía, se mantuvo en un silencio cariacontecido y yo me puse a pensar en la triste situación que vivíamos.

Recordaba mi despedida de la Dama Loba. Sólo cuando la orgullosa Orbia se arrodilló ante mí, me di cuenta del significado de mi sangre real, del «Sangreal».

Me dijo: «Confieso mi arranque de celos y os pido perdón. Ahora que os conozco y que sé más, no envidio vuestro destino. Vos sois la Dama del Santo Grial».

¿Cómo podría envidiar mi destino la reina del amor, la señora del Joy. Sentía que su calidez, que su culto al amor, era el verdadero Grial. Ella era la Dama Grial y no yo.

Quizá Hugo tuviera razón cuando me decía que mi pretensión de unir matrimonio con amor era extravagante en gente como nosotros, que le sorprendiera mi insistencia. Pero tenía grabada en mi memoria la triste historia de mi madre y su trovador, tan juntos en el corazón, tan unidos en el amor, pero tan alejados sus cuerpos. Yo no quería vivir esa angustia, quería el amor en toda su belleza. Como sospechaba que Orbia sabía gozarlo. Con uno o con varios.

No renunciaría a ello, no pensaba resignarme y decidí hacer lo imposible: convencer a Hugo para que no me entregara a su rey, para que me amara como yo quería que lo hiciera.

– Hugo.

– Decidme, señora -repuso él, solícito.

– ¿Por qué me hicisteis la corte? ¿Por qué me pedisteis que fuera vuestra dama?

– Yo cumplía varias misiones. Por una parte, obtenía información para mi señor en mi disfraz de juglar, para lo que me mezclaba con todo tipo de gentes. Pero también era su portavoz para los grandes nobles occitanos y como caballero de Sión debía velar por vos y por los legajos. Éstos, una vez fueron recuperados por el templario Aymeric de Canet, dejaron de preocuparme por ser él uno de los más sólidos entre los nuestros. Estaba en frecuente contacto con vuestro padre, con quien se acordó el matrimonio con Pedro II tan pronto las condiciones políticas lo propiciaran. Yo no os había tratado hasta coincidir, en uno de mis viajes, en aquella recepción de trovadores que vuestro padre organizó. Y me enamoré con locura. Sólo después supe quién erais, y me sorprendió que aquella niña que apenas recordaba se hubiera convertido en tan espléndida mujer. Pensé que no había nada de malo en que os cortejara como dama bajo las reglas de la Fin'Amor. Vuestro padre me autorizó y yo os entregué mi corazón. Era una buena excusa para estar a vuestro lado, protegeros, saber que estabais bien. A la vez, servía a mi señor.

– ¡¿Me disteis vuestro corazón por servicio al Rey?! -me escandalicé.

– Lo hice durante mi servicio al Rey, pero yo lo deseaba más que nada en este mundo. El Rey no tiene que ver con mi amor.

– ¿Cómo que no? -me estaba indignando-. ¿Me hacéis vuestra dama y me enamoráis para después entregarme a otro hombre?

– Continuaré siendo vuestro caballero, vuestro trovador. Seréis mi dama y mi reina.

– Sois un desleal en el amor, un felón. Eso es lo que sois -le reproché-. Me tuvisteis engañada. Yo creía que erais libre para amar, por eso os di mi amor.

Él calló ante mi indignación, pero yo fui incapaz de hacerlo.

– Y decíais que en Mataplana estaría segura, que sería tratada como una reina. ¡Qué cinismo! Claro, pensabais sacrificarme a vuestro Rey. ¡Qué burla!

– Soy libre para amar -dijo en tono paciente-. Os amo, Bruna. Siempre lo haré, pero el matrimonio es otra cosa.

– ¡Sois un alcahuete! -repuse furiosa-. Me enamoráis para cederme a otro. ¿Qué vais a hacer? ¿Tañeréis vuestra guitarra en la alcoba nupcial para enternecerme cuando me entreguéis a vuestro señor? ¿Tendré que imaginar que él sois vos? ¿Estaréis allí cuando me posea? ¿Cantaréis tras una cortina o no hará falta ésta?

Él no respondió y yo callé. Me di cuenta de que estaba yendo más allá de lo que yo misma quería, que mis insultos no podían ser más humillantes para un enamorado y cuando, al oír un suspiro contenido suyo, giré mis ojos hacia él, vi una lágrima resbalar por su mejilla. Se tapó la cara para esconder el llanto. Al poco, sollozaba. Entonces supe que él también sufría y sentí mucha pena por ambos.

Continuamos el camino en silencio mientras yo reflexionaba. Veía a Hugo inamovible en el propósito de cumplir su misión conmigo, pero yo no me resignaba. ¿Cómo podría cambiar mi destino? Estaba dispuesta a lo que fuera. Me di cuenta de que con mis reproches no conseguiría nada. Hacían que se retrajera, que se pusiera a la defensiva. Le alejaban de mí.

Decidí cambiar de táctica cuando nos detuvimos a comer. Nos apartamos del camino siguiendo un riachuelo que bajaba cantarín, hasta encontrar una pequeña pradera donde los árboles daban sombra y había espacios de sol. Le miré a los ojos y le dije:

– Hugo, os amo con locura.

– Yo también, mi señora.

Le abracé, le besé y él correspondió a mis caricias. Fue un estallido de pasión, más fuerte si cabe por el placer de nuestra reconciliación y al poco nos acariciábamos tumbados en la hierba entre besos y susurros de amantes. Rodábamos por el suelo, ahora yo encima de él, después él arriba, y empecé a despojarme de mis ropas.

– Hacedme lo que a la muchacha del molino -le pedí-. Os lo quiero dar todo.

Eso hizo que él se detuviera. Después de un momento de silencio, dijo:

– No os podéis imaginar cuánto lo deseo, pero lo siento; no puedo tomaros, eso sería traición al Rey.

Le besé intentando borrar de sus labios esas palabras y después, desesperada, empecé a suplicarle que me hiciera suya, pero él se mantenía inflexible. Le tocaba notando su excitación y le besaba otra vez deseando ser la Dama Loba, la maestra de las seducciones. Yo era virgen y torpe. Sospechaba cómo se hacía el amor carnal, pero, fuera de los besos y alguna caricia, no tenía idea de cómo llevarlo a la práctica y menos con un hombre que se resistía. Estaba segura de que la reina del Joy en mi situación conseguiría que el caballero la poseyera. Maldije mi inexperiencia y al fin dejé de luchar, estallando en lágrimas.

– Aunque sea una sola vez, quiero sentir, en el cuerpo y en el alma, al mismo tiempo, el amor -le supliqué-. Quiero conocer el amor absoluto y después haced conmigo lo que queráis, matadme o entregadme al Rey. Aceptaré sumisa mi destino.

Él se puso también a llorar.

– ¡Por favor, tened piedad! -le dije.

– No puedo. Eso sería romper mi juramento. Sería traición y condenaría mi alma.

– Poco le ha de importar al Rey que yo haya perdido mi virginidad. Lo que busca es mi título de Dama del Santo Grial -argumenté-. Al casarse con María, no le importó que ella no fuera virgen, que estuviera divorciada y que su anterior marido fuera su propio vasallo, el conde de Cominges. Lo único que quería era la posesión de Montpellier. Virgen o no, me tomará igualmente.

– ¿Y si quedáis embarazada?

– Sería maravilloso. Mi hijo permanecería con vos.

– No puedo. Vuestro útero es sagrado. No es mi privilegio probarlo.

– El rey de Aragón es igual que su tío el arzobispo Berenguer -dije despechada-. Sólo desea mi cuerpo. Uno quería mi sangre. Otro, mi matriz.

Me di cuenta de que no podía odiar a aquel caballero estúpido. Lo amaba demasiado. Por un momento pensé en volver al insulto, a soltar mi desesperación en palabras, pero decidí que era inútil. Eso sólo le alejaría de mí.

Pensé de nuevo en mi franco de Montmorency. Si Hugo hubiera muerto en la escaramuza con Amaury de Montfort en lugar de Guillermo, éste me hubiera hecho suya sin vacilar lo más mínimo. Ahora entendía por qué notaba algo extraño en Hugo que le impedía entregarse como lo hacía el otro. Y me arrepentí de haberme resistido en Narbona. Él sí que me hubiera hecho conocer la pasión física, el amor pleno. Pero el tiempo no vuelve atrás.

Cuando reemprendimos el camino, me sentía derrotada. No había logrado que Hugo se desprendiera de su lealtad a su señor ni por un instante, ni siquiera provocándole al límite. Me dije que no lo intentaría de nuevo; la batalla anterior nos había producido mucho dolor a ambos. Debía resignarme a ser poseída por un hombre y a amar a otro. Le miré en silencio mientras hacíamos el camino y recé a Dios para que aquel estúpido estuviera siempre cerca de mí.

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