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«Pulvis es et in pulverem reverteris.»

[(«Polvo eres y al polvo volverás.»)]

Libro del Génesis, III-19


Desde mi cruz, entre sueños desvanecidos y realidad, contemplaba aquel espectáculo increíble del ejército tembloroso y sufriente, de la invocación, de la nigromancia, de la lucha del verbo y del combate con espada…

Me sentía morir poco a poco, con cada gota de sangre perdida, y llegó un momento en que dejé de esforzarme por la vida para, encomendándome al Señor, pedirle perdón por mis pecados. Me abandoné en sus brazos. La muerte me parecía un alivio y quise cerrar los ojos para siempre. Pero algo estaba reteniéndome, algo me hacía conservar la vida y eran mis caballeros. Recobré mis sentidos y recé por ellos. Entreabrí los ojos y vi a Hugo batallando a poca distancia. Después a Guillermo, que se unía a él. Y la esperanza floreció cual primavera para decaer cuando vi aquella imitación de hombre que Berenguer había creado, que ahora se cebaba en los compañeros de Guillermo y luego en él.

Fue algo tan suave como el pañuelo de Sara lo que dio muerte a aquel ser poderoso y terrible cuyo nombre era Adán, así llamado porque debía ser el primero de una raza que, por fortuna para el mundo, empezó y terminó en él.

El cuerpo del golem permaneció unos instantes sobre Guillermo. Luego, dejó caer la espada y se colapso. El de Montmorency quedó inmóvil, debajo, tanto tiempo que yo temí que estuviera herido o muerto. Pero a continuación, se recuperó y se unió a la lucha que Hugo sostenía con los dos soldados, hasta que uno de ellos cayó herido y el otro decidió huir. Sin nadie que les detuviera, se lanzaron sobre el líder de los que declamaban a coro, el rabino llamado Salomón ben Abraham. El hombre no hizo intento de huir y continuó con sus salmodias hasta que las espadas le hicieron callar. Después, los caballeros golpearon a un par más y eso provocó que el resto se dispersara, al principio, aún declamando sus oraciones, pero al fin callaron uno a uno, conforme Hugo y Guillermo les acometían. Entonces, la resonancia del verbo que venía de la sala opuesta lo llenó todo en olas de voz, de fuerza.

Mis caballeros, espadas en mano, se fueron a Berenguer con intención de acabar con su vida y éste no trató de huir. Hugo levantaba ya su arma contra él cuando Sara de detuvo.

– Dejadle -le dijo-. Le necesitamos vivo. Las almas tomarán venganza por el dolor de nacimiento y muerte que ese hombre les ha obligado a experimentar.

El arzobispo, con la mirada extraviada, contemplaba el infinito cual reo esperando el golpe del verdugo en su cuerpo.

Aquellos seres vestidos de soldado dejaron de retorcerse cuando los hombres de Salomón callaron y, uno tras otro, con estrépito, fueron cayendo al suelo, convertidos en tierra cenicienta. Entonces, una nube de polvo se elevó en la gran estancia central hasta convertirse en algo casi sólido que empezó a girar en torbellino. Contemplábamos fascinados y temerosos aquel fenómeno terrible. Al final, aquel polvo vivo pareció, por unos instantes, tomar el aspecto de faz colérica y, después, cual enjambre de saetas y a gran velocidad, se lanzó sobre el arzobispo Berenguer. Mis caballeros, espantados, se apartaron de un salto y el hombre empezó a retorcerse en el suelo, convulso, como antes hicieran los golems. Parecía sufrir un inmenso dolor y se agitaba entre gemidos estremecedores.

Era el castigo, como Sara nos diría después, al rabino que, con una arrogancia inaudita, se creyó capaz de emular a Adonai, el Creador. Capturó almas desencarnadas y las quiso esclavizar en un cuerpo de barro. Ahora ellas, llenas de cólera, habían tomado venganza por los sufrimientos pasados. Por eso quería al arzobispo aún vivo, para que fuera su víctima y evitar así que otros sufriéramos aquel odio.

Cuando Hugo y Guillermo se recuperaron del estupor que tal escena les causó y vieron que ningún peligro nos acechaba, se apresuraron a bajarme de la cruz. Entonces fui consciente de mi desnudez y me avergoncé. Sara les guió explicándoles cómo moverme. Me desataron con cuidado, extendieron su manto en el suelo y me depositaron sobre él. La mujer midió mi pulso, escuchó mi corazón, besó mi frente y, al buscar el calor entre mis pechos, dijo:

– Creo que hemos llegado a tiempo. Está muy débil, pero vuestra dama vivirá.

Ellos suspiraron aliviados y vinieron a besarme en frente y mejillas, asegurándome su devoción. Yo apenas pude musitar un gracias.

Sara aseguró mis vendas para contener de una vez las hemorragias. Recuperó mis vestidos y me los puso, ya que yo era incapaz de moverme. Empezaban a preparar unas parihuelas cuando el rabino David Quimhi llegó con los supervivientes de su grupo. Sus voces habían callado al derrumbarse el ejército. El rabino abrazó a Sara y a Hugo. Después, entonaron junto a la mujer y los suyos una oración de gracias y alabanza al Altísimo.

– Os doy las gracias, Hugo de Mataplana, por la ayuda que nos disteis -dijo el rabino-. Sin vosotros, no hubiéramos podido detener al arzobispo y al rabino Salomón.

Hugo repuso que sin ellos no hubiera podido rescatarme y apreció su valor.

– Que Adonai os conceda vuestros deseos -concluyó David Quimhi.

Sara sonrió al oír la frase y a continuación inquirió:

– ¿Y qué deseabais? ¿En busca de qué vinisteis a Narbona?

Hugo y Guillermo se miraron sorprendidos. El único propósito que recordaban era rescatarme, y tanto se empeñaron en ello que habían olvidado lo que les trajo a la ciudad.

– La carga de la séptima mula -repuso al fin Hugo.

– Levantad la piedra del ara -dijo la mujer.

Quitaron el lienzo que vestía el altar y vieron que éste estaba formado por una gran losa rectangular que cubría lo que tenía aspecto de un sarcófago. Al quitar la lápida, vieron en su interior, colocados en rollos, los documentos que buscaban.

Guillermo y Hugo se miraron con una sonrisa incrédula. Allí estaba la carga de la séptima mula; «la herencia del diablo».

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