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«Per q'ieu sec mas volontatz,

e jogui ab los tres datz

e prend ab los conz paria

et ab bon vin on q'ieu sia.»

[(«Por eso hago lo que me viene en gana,

y juego con tres dados,

y me acompaño de conos

y de buen vino donde quiera que vaya.»)]

Respuesta de Reculaire a Hugo de Mataplana


Establecer un plan de acción conjunto, aunque pobre y deshilvanado, pareció suavizar las relaciones entre mis caballeros. Continuaban compitiendo por mi atención y se mostraban celosos cuando, usando algo de lo aprendido en Cabaret, mantenía una mirada o sonrisa demasiado prolongada en el otro, le acariciaba el pelo al primero y le daba a besar mi mano, o le dirigía un elogio al segundo. Entendía a la Loba, la Dama Grial, y me daba cuenta de cuan satisfactorios podían ser esos juegos amorosos y lo poderosa que hacían a la dama que los sabía jugar.

Creía tenerles bajo control cuando el tercer día de viaje llegamos a un molino en la orilla norte del Aude. Me dijeron que tenían que hacer, que aquél no era lugar para señoras y que me quedara vigilando caballos y bagajes. Pero en los últimos días, al viajar solos, había podido mostrarme como dama; ése era mi papel natural, me encontraba muy bien en él y no entraba en mis planes, del momento, retomar el personaje de escudero. Juzgué poco cortés su propuesta, pero acepté, quizá sorprendida al ver que ambos se mostraban de acuerdo, ya que mantenía el temor de que un día saltara esa chispa y se mataran. Eso me aliviaba, pero a la vez me pasmaba. ¿Habrían hablado por el camino sin yo saberlo?

Así que me dejaron con los caballos y me puse a rumiar. Yo era joven e inocente, pero no tanto como para no sospechar lo que ocurría en algunos molinos o tabernas. Y me mataba la curiosidad. Así que al rato de esperar, me acerqué a las cabañas de madera adosadas al molino y pude oír las risas, murmullos y chillidos, ninguno recatado. Parecía que en aquellos frágiles cuchitriles, que estaban pegados el uno al otro, tumbados con sendas mujeres, Hugo y Guillermo continuaban compitiendo, esta vez en demostrar su hombría y disfrute. Mientras ellas, seguramente esperando de su generosidad, se unían al barullo gritando en el más soez de los lenguajes.

Yo había visto en mi casa caballos montando a yeguas, perros unidos a perras y oído el cortejo escandaloso de los gatos en enero. También recordaba cuando mi padre deseaba satisfacerse con mi madre y entraba en su alcoba, separada sólo por una cortina de donde las damas dormíamos. Y también que ella le recibía con risas y, pienso, disfrutaba de aquellos encuentros, a pesar de amar a su trovador.

No sé qué me aconteció, pero aquello me sentó mal. Más que mal, fatal. Aquéllos eran mis caballeros, me habían prometido ambos su amor y yo les correspondía confusa en mis sentimientos, pero vehementemente. Claro que el amor que me prometieron era espiritual, todo lo contrario de lo que yo, por la barahúnda que aquellos cuatro montaban, imaginaba estaba ocurriendo.

Y me sentí ofendida, muy ofendida. Y la indignación iba creciendo en mí.

¿Me dejaban sola, cuidando los caballos y su carga para ellos hacer eso? Quizá no tenía derecho a considerarme agraviada, pero un rencor desconocido, una bilis amarga me subía del estómago y se me anudaba en la garganta como si me quisiera estrangular. Ellos eran mis caballeros, me habían prometido fidelidad y yo desde niña me había propuesto que a mí no me ocurriría lo que le pasó a mi madre. El hombre que tuviera mi corazón tendría mi cuerpo y que nadie tendría mi cuerpo sin antes haber conquistado mi corazón. No viviría la infelicidad de mi madre.

Sabía que obtener de cualquier caballero lo recíproco era muy difícil, si no imposible, pero yo estaba dispuesta, cuando llegara el momento, a intentarlo. El momento no había llegado, ninguno de los dos me había pedido matrimonio y lo único que nos unía era una promesa de amor cortés.

Y lo que yo estaba oyendo era todo lo opuesto a ese tipo de amor; nada me habían prometido que les impidiera hacer lo que hacían, pero eso no importaba. Yo me sentía igualmente ofendida y nerviosa, muy nerviosa, con una excitación que me cuesta explicar. No podía soportar aquello; quería que terminaran ya, que dejaran a aquellas mujeres. Y entonces se me ocurrió:

– ¡Nos roban los caballos! -grité-. ¡Ayuda, que se los llevan!

Estaba separada de los ventanucos de los chamizos por una amplia porqueriza, aunque sin duda me oyeron porque, para mi satisfacción, se hizo el silencio.

– ¡Socorro! -volví a gritar-. ¡Ayuda, se llevan los caballos!

– ¡Voy! -oí, al fin, vocear a Hugo.

– Yo también -clamó Guillermo.

Y me sentí feliz, al tiempo que algo inquieta, porque anticipaba que no les gustaría la broma y, cuando los ventanucos se abrieron, eché a correr hacia los caballos, que continuaban atados sin novedad. Me giré a ver cómo saltaban por las ventanas. Cayeron dentro de la porqueriza, espada en mano y desnudos, fuera de un paño de cama con que Guillermo cubría sus vergüenzas, mientras que Hugo usaba una camisa con el mismo fin. Tuve que dejar de correr para verles; aquello era demasiado gracioso. Ocurrió que un cerdo enorme, quizá asustado por los gritos, cruzó a toda velocidad por delante de ellos justo cuando pasaban. Hugo tuvo la fortuna de poderlo evitar, pero no así Guillermo, al que hizo volar por los aires con su embestida. Asombrada, contemplé como aun dándose un buen batacazo, al caer desnudo en medio de aquel estercolero, no soltó para nada su espada. No pude evitar reírme y al verme la cara Hugo, que estaba a punto de saltar la valla de la porqueriza para salir del fangal, adivinó mi treta y sonrió divertido. Al girarse y ver el mísero aspecto del caído, le dio la risa y le espetó entre carcajadas:

– Caballero Guillermo, ¡con esa ridícula arma que tenéis entre piernas no asustaréis a ningún ladrón! ¡Vaya menudencia!

Humillado, desnudo y sucio, Guillermo se incorporaba lentamente haciendo gestos de dolor mientras el otro continuaba riendo. Yo me preocupé pensando si se habría roto algo y sólo me di cuenta de que se encontraba bien cuando, de repente, saltó como un gato sobre Hugo, le tumbó de un tremendo cabezazo en el estómago y, colocándosele encima, empezó a golpearle con saña. Yo temía que le asesinara, ya fuera a golpes o ahogándolo en aquel barro inmundo, pero éste logró zafarse, se colocó de pie y pasó a contraatacar a puñetazos. Yo gritaba que pararan, mientras rezaba a la Virgen para que no se mataran, al tiempo que le daba gracias porque no se les hubiera ocurrido usar las espadas. Me recordaban a lo que se cuenta de los jabalís peleando por su hembra, sólo que éstos estaban pelados, ya que Hugo también había perdido la camisa en la trifulca; pero rugían de rabia y no parecía que fueran a detenerse. Todo valía para golpear: cabeza, pies, rodillas, codos… Rodaban por el cieno, se incorporaban y volvían a caer…

De nuevo me asusté al pensar que terminarían matándose y cuando quise imaginar al superviviente, no pude desear la vida de uno por encima de la del otro. ¡Qué confusos estaban mis sentimientos! Volví a gritar que se detuvieran y me di cuenta de que algo se rompía para siempre; aquella camaradería que habíamos vivido los tres los últimos días no se repetiría.

Las mujeres, ya vestidas, salieron a ver la pelea junto a los hombres que habían llegado al molino acarreando grano, deseo o ambas cosas, y jaleaban a los contendientes. Éstos continuaban zurrándose sin que ninguno pudiera cantar victoria. Al fin dejaron de golpearse y, agarrados en un abrazo untoso y resbaladizo, intentaban sumergirse la cabeza en la porquería. Eso me alivió; al menos si sobrevivían no estarían tan estropeados como para quedar tullidos.

Y así continuaron un rato más, los rugidos de furia fueron sustituidos por bufidos cansados y, conforme sus movimientos se hacían lentos, yo me iba tranquilizando. Los villanos habían dejado de vitorearlos, la pelea ya no emocionaba y esperaban curiosos para ver cómo terminaba el asunto. Fue entonces cuando salté al barro intentando separarles sin éxito; se continuaban agarrando en su forcejeo inútil, cerril. Superados los miedos, me vino el enfado y les espeté en voz lo suficientemente baja para que no me oyera la chusma:

– ¡Ya basta! -y volví a empujarles para que se separaran-. ¿No os da vergüenza pelear como patanes? ¡Dejadlo!

Ni caso. Estaban agotados, pero aún querían hacer un último esfuerzo para tumbar al rival.

– ¡Basta! -mi enfado crecía y también el volumen de mi voz-. ¡Qué espectáculo dais vosotros, dos nobles, a los villanos! ¡Miraos, desnudos, malolientes, llenos de porquería hasta las orejas!

Ellos continuaban, pero de forma tan pesada que parecían haberse quedado inmóviles.

– ¡Soy vuestra dama! ¡Os ordeno que os detengáis! -y me salió un alarido de enfado-: ¡¡¡Ya!!!

Y entonces, lentamente, tambaleantes, se fueron soltando.

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