26

«Li ribaut foron caut, no an paor de morir:

tot cant pogrom trobar van tuar e ausir

e la grans manentias e penre e sazir.»

[(«Los ribaldos, amontonándose, no temen morir:

asesinan a todo el que encuentran

y acarrean los ricos botines que despojan.»)]

Cantar de la cruzada, II-20


Cuando los primos llegaron al palacio fortificado del senescal de Béziers, los ribaldos acababan de derribar las puertas. Les gritaron que se apartaran, espolonearon sus corceles y saltaron por encima de los maderos. El patio estaba desierto y el aspecto de la casa hacía pensar que sus ocupantes habían huido.

– ¡Maldición! -exclamó Amaury-. ¿Cómo le digo al abad del Císter que la Dama Ruiseñor escapó?

– ¡No escapará! Todos morirán hoy -le tranquilizó Guillermo-. Busquemos algún criado que la conozca y que nos ayude a encontrarla viva o muerta.

Los ribaldos se empleaban ya en el saqueo de la casa y Guillermo les prometió unas monedas si les traían alguien con vida. Esperaron unos minutos mientras escuchaban el barullo, pero, como nadie reclamó la recompensa ni se oyeron gritos, comprendieron que allí no quedaba ninguno de los habitantes.

– ¿Y ahora qué? -se interrogó Amaury.

– El senescal será fácil de encontrar -dijo Guillermo-. Estará luchando en los muros. Lo de la dama es más complicado. Hay que buscar a alguien aún vivo que la pueda reconocer.

– Habrá que darse prisa.

– De acuerdo -concedió Guillermo-. Ve en busca del senescal, yo iré por la dama y nos reunimos aquí tan pronto les encontremos.

Guillermo de Montmorency dirigió su caballo calle abajo observando como un grupo de ribaldos corría.

– ¡Aquí se ha escondido uno! -gritaba el que parecía liderarlos, al tiempo que apuntaba a una gran casa.

El caballero azuzó su montura; si se apresuraba, podría al fin encontrar algún superviviente.

Entró en el patio y descabalgando sin perder un instante, subió las escaleras de dos en dos hacia donde se oían las voces. Era una habitación amplia y al fondo, junto a un lecho, de espaldas a la pared, un muchacho que vestía una cota de malla algo amplia para él intentaba defenderse con una simple daga de un grupo de aquellos zarrapastrosos.

– Dejadme en paz o enviaré al menos a uno de vosotros al infierno -amenazaba el chico con voz temblorosa y fina.

Guillermo se sorprendió al oírle hablar un oíl aristocrático y por un momento se preguntó si aquellos individuos estarían atacando a algún pajecillo franco. Él conocía a la práctica totalidad de los nobles franceses importantes, pero no a los de menor rango o más jóvenes.

Aquellos tipos jugaban con el muchacho; lo desarmaron sin ninguna dificultad y, entre el alborozo general, un individuo grueso lo arrastró hacia la cama.

Guillermo se indignó. ¿Cómo se atrevía aquella chusma a agredir a un noble que hablaba como él?

– ¡Deteneos! -gritó-. Dejad al chico ahora mismo.

Los ribaldos le miraron sorprendidos. Eran cinco y al ver que Guillermo estaba solo se sonrieron; no parecía imponerles respeto.

El hombre grueso mantuvo aplastado al chico contra la cama y otro más enjuto le dijo:

– Vamos a darle su merecido a este hereje. Más vale que vos cuidéis de vuestros propios asuntos.

Guillermo evaluó la situación conteniendo la ira que le producía ver que aquella chusma se atrevía a atacar a alguien que hablaba como un superior. Se dijo que si el chico era de la aristocracia francesa, era su deber rescatarlo, pero que si se trataba de un occitano que hablaba la lengua de oíl, con mayor razón; podría serle muy valioso.

– Dejádmelo a mí -bramó subiendo la voz-. Queda bajo mi custodia.

Ahora todos le miraban sopesándole. Guillermo observó como los de las lanzas le apuntaban y los otros crispaban sus manos sobre las armas.

– ¡Vete a la mierda! -exclamó el flaco mostrando los dientes.

En fracciones de segundo, el de Montmorency calculó la ejecución de sus siguientes movimientos. Sin pronunciar otra palabra, desenvainó su espada con la mano derecha, unió a ésta su izquierda para aplicar mayor fuerza y, con aquella arma capaz de cortar cota de acero y partir escudos, le lanzó un tajo al muchacho de la lanza con toda la rabia que le producía la insolencia de aquellos individuos. Limpiamente cercenó el brazo que sostenía la azcona a la altura de la muñeca. Cuando el tipo enjuto que mandaba quiso reaccionar, ya era tarde. Guillermo le derribó de un mandoble mortal en el cuello. Entonces, el muchacho manco empezó a aullar y él tuvo que saltar a un lado para esquivar un lanzamiento. Pero logró partir el astil del arma con su espada. Vio el miedo en los ojos de sus enemigos y les gritó:

– Salid de aquí ahora mismo si queréis conservar la vida -sostenía su tizona con ambas manos, dispuesto a cargar de nuevo.

– Yo me voy -farfulló el gordo soltando al muchacho-; no me hagáis daño, señor.

– Deja tu arma y sal de aquí a todo correr.

El tipo obedeció y lo mismo hicieron los otros llevándose consigo al herido, que había dejado de chillar y, lívido, estaba a punto de desmayarse.

Guillermo se acercó al chico asegurándose de que los otros no le aparecían por la espalda. Éste le miraba, incorporándose del lecho con los ojos acuosos pero muy abiertos.

– ¿Cómo te llamas?

– Peyre -repuso éste con voz débil.

– ¿Eres occitano?

– Sí.

Guillermo se felicitó por su suerte. No sólo tenía en sus manos a quien podía ayudarle encontrar a la Dama Ruiseñor, sino que, además, hablaba perfectamente tanto la lengua de oc como la de oíl. Era la persona idónea para coronar con éxito la búsqueda que le había encomendado el abad del Císter.

– ¿Conoces a la dama Bruna, hija de Bernard de Béziers, a la que llaman Dama Ruiseñor?

– Sí.

– ¿Quién es tu padre?

– Bota de Maureilhan.

Las respuestas del muchacho eran las correctas, pero Guillermo no quiso manifestar su satisfacción. Lo sujetó de la cota de malla y lo atrajo hasta que sus caras quedaran muy cercanas.

– Debiera matarte ahora mismo, hereje -le gruñó.

– Mátame si quieres -repuso el chico, que parecía haber sobrepasado el límite del espanto-; no me importa, pero no me insultes, yo soy buen católico.

– Pues has desobedecido al Papa.

El muchacho se encogió de hombros.

– No, que yo sepa.

Guillermo comprendió que no avanzaba por aquel camino y fue más directo.

– ¿Quieres vivir?

Peyre le miró a los ojos sin responder y el caballero dio por sentado que sí quería.

– Pues júrame por la salvación de tu alma y por tu honor de futuro caballero que me servirás a cambio de tu vida y te sacaré de aquí.

El chico le continuaba mirando sin reaccionar.

– ¡Jura o te mato aquí mismo! -le gritó Guillermo sacudiéndole.

– Lo juro.

– Bien -dijo el caballero, satisfecho-, hay que irse aprisa. Escucha: a partir de ahora te llamas Pierre, no Peyre, y eres un primo lejano mío, un Montmorency, y mi paje.

El muchacho hizo un gesto desganado.

– Y coge tu daga y sujétala mejor la próxima vez.

Bajaron al patio, donde los ribaldos apilaban todo tipo de enseres, y Guillermo hizo montar a Pierre en la grupa de su corcel para buscar, en la ciudad agonizante, a la Dama Ruiseñor.

Загрузка...