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«Cel de la ost s'acesman per umplir les valatz e fan franher las brancas e far gatas e gatz.»

[(«Los de la hueste se afanan para los fosos llenar y hacen cortar troncos y gatas y gatos montar.»)]

Cantar de la cruzada, III-30


A la vista del fracaso del día anterior asaltando el burgo de San Miguel de Carcasona, el consejo de los grandes señores que se reunía en el pabellón del conde de Nevers acordó una nueva estrategia. El día siguiente empezó en apariencia con la misma rutina, bendiciones, cánticos, tambores, chirimías y las petrarias golpeando los muros mientras los arqueros trataban de dificultar la labor de los defensores para que los ribaldos y mercenarios pudieran escalar los muros. Pero la atención de los nobles estaba puesta en varios puntos del foso del burgo, lejanos a las altas murallas de la ciudad y de las torres que flanqueaban la puerta del camino a Foix. Allí, los zapadores se esforzaban en rellenar el hueco y afianzar caminos sobre el foso hasta los lugares que parecían más vulnerables, mientras los carpinteros trabajaban incansablemente desde la tarde anterior construyendo una gata.

Una gata es un gran cobertizo sobre ruedas que protege a los soldados contra las piedras, flechas y fuego que se les lanza desde lo alto de las murallas. Tiene un pronunciado tejado a dos aguas para que reboten las rocas sin que causen grandes daños a su estructura y a veces esconde un ariete que revienta una puerta o muros si no son muy fuertes, o un gran punzón metálico que, haciéndolo bascular, ayuda a horadar las paredes de piedra. La que se preparaba contra las defensas del burgo de San Miguel, también llamado Castellar, era de las de punzón y muy grande, tanto que cabían treinta zapadores bajo su protección. Se habían sacrificado caballos heridos el día anterior, se habían despellejado sus cadáveres y con los cueros sangrientos se cubrió el tejado y los laterales de la gata. Además, la rociaron de orines fermentados y de esta forma la gata quedaba protegida del fuego.

Consolidados un par de pasos sobre el foso, se eligió el que ofrecía mejores posibilidades y, entre chirridos, maldiciones y cánticos, aquel enorme monstruo sangriento y maloliente se puso a andar. Primero, tirado por caballos hasta llegar al radio de acción de los ballesteros enemigos. Allí se recubrió el tejado con una nueva provisión de pellejos frescos y líquido nauseabundo. A partir de aquel punto, fueron los zapadores desde el interior los que hicieron mover el artilugio. Y así empezó a andar aquel monstruoso ciempiés sobre toscas ruedas, que dejaban un reguero de sangre y orina, hacia los muros del Castellar.

Parecía como si todo se detuviera en la batalla para ver aquello. Los defensores concentraron en la zona sus mejores arqueros y máquinas de guerra y lo mismo hicieron los atacantes. Piedras, flechas, teas encendidas llovían sobre aquel animal apocalíptico que de cuando en cuando soltaba un muerto o un herido cual si defecara y de inmediato otro corría a sustituirlo. Los dardos emplomados de las ballestas eran tan potentes que en ocasiones atravesaban los tablones cubiertos de cuero que defendían el frontal de la gata, ensartando a sus porteadores, mientras los arqueros atacantes, que seguían al artilugio cubriéndose tras él, efectuaban breves salidas para disparar a las almenas.

Al fin, traqueteando, suspirando como un animal vivo, el ingenio tocó el muro del burgo y la actividad se hizo frenética. Era una lucha contra el tiempo. Los zapadores, para hacer un hueco bajo la pared y los defensores, para quemar el artilugio y abrasar a los topos. Los asediados lanzaban ganchos que, unidos a cuerdas movidas con mecanismos de poleas, pretendían tumbar la gata y así privar de protección a los que cavaban. Sin embargo, no por eso cesaban de arrojar rocas, teas encendidas y cubos de sebo y aceite ardiendo que se desparramaba en llamas por el tejado cubierto de pieles, goteando fuego por los lados.

Los de abajo golpeaban la pared con su enorme lanza y cavaban después con picos y palas. Su única salvación era hacer un hueco donde esconderse bajo el lienzo de muralla antes de que la gata se colapsara hecha una bola de fuego sobre sus cuerpos. Mientras, los arqueros de uno y otro bando se ensartaban entre sí tratando de entorpecer las acciones enemigas.

Yo contemplaba con horrorizada fascinación aquel espectáculo sobrecogedor. Se me antojaba salido de una pesadilla horrible, pero a mi lado Guillermo gritaba y vitoreaba entusiasmado con cada lance. El hecho de que el abad del Císter le hubiera prohibido entrar en acción no le impedía disfrutarla. Al caer la tarde, la gata se derrumbó definitivamente, hecha una bola de fuego, entre los vítores de los defensores. Miré a Guillermo y me sonrió satisfecho.

– Demasiado tarde -dijo-. El gusano ya entró en la manzana.

Fue una noche de actividad intensa. Se oía el repiqueteo de los zapadores desde las entrañas de los muros, pero el trabajo peligroso estaba fuera, transportando vigas y riostras para apuntalar los techos de las minas que iban abriendo bajo las defensas. Docenas de porteadores caían bajo las flechas lanzadas desde arriba, pero a los nobles no les importaba; la suerte del burgo estaba decidida.

Al amanecer, los zapadores habían horadado la base de una zona muy amplia de murallas que ahora se sostenían precariamente sobre maderos untados de sebo, grasa de cerdo, aceite de oliva y otros materiales inflamables. Cuando los huecos estuvieron llenos de ramas secas y paja, los incendiaron y en cuestión de segundos surgió una intensa humareda. Al poco, brotaron las llamas y el rugido del fuego fue elevándose entre un silencio expectante. Después de varios siniestros crujidos, sonó el gran estruendo y las murallas se vinieron abajo sobre el foso, mientras los cruzados gritaban jubilosos. Ya se veía el interior del burgo y la caballería cargó de inmediato seguida por los infantes, mientras los cánticos de Venites creatiorium spiritus se elevaron al cielo.

– Mañana nos vamos de aquí -me dijo Guillermo-. La caída de Carcasona es cosa de pocos días.

Aunque los occitanos presentaron una fiera batalla y hubo gran mortandad, los supervivientes del burgo tuvieron que retroceder y encerrarse tras los altos muros de la ciudad. Pero por la noche tomaron su venganza y saliendo por sorpresa, cayeron sobre la guarnición que los cruzados habían dejado en el arrabal conquistado, exterminando a casi todos. Sus gritos despertaron a los del campamento, que contraatacaron a toda prisa, encontrando poca resistencia, al refugiarse los de Carcasona tras los muros para evitar pérdidas. Los invasores se aseguraron de fortalecer la guarnición en previsión de nuevas incursiones.

– Están donde queríamos -me comentó mi amo-; cuarenta mil hacinados tras los muros, muchos heridos y sin espacio ni agua. Y en pleno agosto.

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