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«Trastotz nutz s'en isiron a cocha d'esperon

en queisas e en bragas, ses autra vestizon.

No lor laicheren ais lo valent d'un botón.»

[(«Les expulsaron desnudos y a toda prisa,

en camisa o en bragas, sin más vestido.

No les dejaron ni el valor de un botón.»)]

Cantar de la cruzada, III-33


Hicimos noche camino de Carcasona, pasado Montreal. Preferimos dormir en el campo antes que en el pueblo; con la cruzada a poca distancia, la gente estaba temerosa y recelaba de los extraños. Al día siguiente, al amanecer, desayunamos y emprendimos la ruta.

Pronto los vimos. Venían por docenas por el camino. Hombres y mujeres, descalzos, la cabeza descubierta bajo el sol de agosto, con tan sólo una camisa por vestido. Algunos hombres, en lugar de camisa, llevaban un calzón, exponiendo su torso a la intemperie.

– ¡Por el amor de Dios! -clamaron al vernos-. ¡Dadnos pan!

Instintivamente, eché mano a la alforja para socorrerles, pero Guillermo me detuvo.

– ¿De dónde venís? -les preguntó-. ¿Quiénes sois?

– Somos villanos de Carcasona.

– ¿Qué ocurrió? ¿Se tomó la ciudad al asalto?

– No. Carcasona se rindió y todos hemos sido expulsados. Allí no ha quedado nadie, ni ancianos ni mujeres ni niños -dijo un joven en calzones-. No han dejado que nos lleváramos nada de lo nuestro, ni siquiera comida. Sólo podíamos salir vistiendo unas bragas o camisa. Nada más.

– ¡Pero al menos no os degollaron! -exclamé aliviada.

– Esto es incluso peor -clamó una muchacha que llevaba una camisa que apenas le cubría el inicio de las piernas e intentaba taparse como podía-. ¡Es también un asesinato, pero más lento! Todo el campo está arrasado hasta muchas millas de la ciudad. Nosotros somos jóvenes, podemos andar rápido y tenemos familia en Fanjeaux, quizá podamos llegar y sobrevivir, pero la mayoría no tiene dónde ir, ni qué comer y están debilitados por la sed y las enfermedades sufridas en el asedio. Morirán vagando por los caminos.

– ¿Qué ha sido del vizconde Trencavel? -inquirí.

– Un caballero francés que decía ser familiar suyo le invitó a negociar, garantizándole su seguridad. La situación en la ciudad era desesperada, por eso lo hizo; confiaba en el honor de los nobles, pero al llegar al campo cruzado, le encarcelaron. Entró por su voluntad a la tienda del conde de Nevers y salió cargado de cadenas. Fue una infamia, una traición. No creemos que llegara a negociar nada. La ciudad no podía resistir más y, sin su señor, capituló.

– ¡Dadnos algo de comer! -suplicó el joven.

Entonces me di cuenta de que más refugiados estaban llegando a nuestra altura y que Guillermo había desenvainado la espada amenazándoles.

– ¿Qué hacéis? -inquirí sorprendida.

– Dadles sólo algo y alejémonos de aquí.

Busqué un trozo de pan cortado y se lo ofrecí a la muchacha, que lo arrebató con desesperación.

– ¡Vamos! -dijo Guillermo, y espoleando mi caballo, le seguí.

– El resto del camino será muy peligroso -me aleccionó-. Nos encontraremos a miles de personas hambrientas, sin nada, desesperadas, con hijos muriéndose. Hasta el más pacífico mata por su familia, por sobrevivir. Nuestros caballos son un manjar, cualquier cosa de lo que llevamos encima les será de valor.

Nos detuvimos para vestirnos de combate. Guillermo se puso el protector de cabeza, luego el casco y me pidió que yo también me pusiera el mío y la cota de malla. Llevaba el escudo en el brazo y la espada lista para desenvainar. Me hizo que partiera el pan del zurrón en varios trozos. Acordamos que podíamos resistir sin comer hasta Carcasona y aceptó que repartiera las provisiones a aquellos que más pena me dieran, pero siempre sin ponernos en peligro.

– Aunque los grupos son más peligrosos, no dejéis que se os acerque nadie, por muy solo que lo veáis.

Cuanto más avanzábamos, más refugiados llegaban. Todos pedían comida; era angustioso. Sobre todo cuando empezamos a ver gente mayor, familias de andar lento. Suplicaban por sus hijos y yo lanzaba desde lejos lo que llevaba en mi zurrón a los que veía con niños pequeños. Aquellas súplicas, aquellas escenas me partían el corazón.

De repente, noté un tirón y vi que un hombre corpulento, vestido con camisa, había cogido las riendas de mi caballo mientras pedía comida. Clavé las espuelas en el animal, tratando de escapar, y éste se encabritó.

– ¡Lo tengo! -gritó el hombre sin soltar las riendas-. ¡Lo tengo!

Y vi como unos cuantos se abalanzaban sobre mi montura. El caballo se puso a dos patas de nuevo. Entonces, volví a clavar espuelas e intenté encontrar mi espada. Quería mantener el equilibrio, mientras notaba que alguien tiraba con fuerza de mi pierna para descabalgarme. Mi corazón latía aterrorizado.

– ¡Fuera de aquí! -gritó Guillermo, que, girando su montura y espada en mano, se vino en mi ayuda. Pero yo veía a muchos más corriendo hacia nosotros mientras aguantaba, como podía, montada. Estaban desesperados y ni a ellos les intimidaba la amenaza, ni el caballero se detuvo. La primera estocada hizo que el tipo corpulento soltara las riendas para escabullirse, pero Guillermo continuó cargando sobre los que tenía a mi izquierda y oí un alarido de dolor. Al sentir entonces mi caballo más libre, lo espoleé de nuevo, y avanzó unos metros arrastrando a los que le sujetaban de la cola. Éstos, viéndose venir a Guillermo encima, lo soltaron y fue entonces cuando noté un golpe en mi espalda que casi me derriba y un gran dolor que me hizo soltar un lamento. Clavé de nuevo las espuelas y el caballo se lanzó hacia delante, a un claro donde no había nadie. Oí un chasquido seco en el escudo de Guillermo, mientras algo volvió a impactar en mi espalda; nos lanzaban piedras. Cuando una rebotó en mi casco pensé que perdía el sentido y suerte tuve de que el de Montmorency, viéndome desconcertada, agarró las riendas de mi bruto y tirando de ellas, pudo sacarme del trance.

– Debemos llegar a Carcasona, es el único sitio seguro ahora -me dijo, lejos del camino, una vez recuperamos el aliento-. En esta situación no podemos pasar otra noche al descubierto.

Reemprendimos aquella jornada de pesadilla con las espadas en la mano y amenazando a los que venían pidiendo. Al poco, empezamos a ver grupos detenidos al lado del camino. Eran familiares desfallecidos, moribundos. Pasábamos al trote cuando veíamos a varios juntos, para que no pudieran detenernos, pero era inevitable ver. Los niños me hacían llorar. Se me partía el corazón y apenas veía con los ojos húmedos. A pocas millas de Carcasona nos encontramos con los primeros cruzados, eran infantes de las mesnadas de los nobles que, armados con varas, obligaban a los rezagados a alejarse cada vez más de la ciudad. Al identificarnos, nos franquearon el paso y nos dieron la noticia:

– Hoy, Simón de Montfort ha sido proclamado vizconde de Carcasona, Béziers y Albí.

Miré sorprendida a Guillermo, pero éste ni se inmutó. A partir de este momento ya pudimos andar tranquilos el camino, pero los cadáveres que jalonaban la cuneta de tramo en tramo me recordaban continuamente la tragedia. Aquello me hizo pensar en Béziers y las lágrimas, imparables, se escurrían por mis mejillas.

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