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«¿Cómo me has dejado ese día sola en el pozo de las desdichas?»

Yehuda Ha-Levi, 91


Cuando bajaron la cruz, me sentí desfallecer y, al desatarme, quedé desmadejada. El miedo, el frío, el dolor, la contemplación de algo tan horrible habían podido conmigo. Sara le dijo al arzobispo que yo no podía andar y con unas lanzas y cobijas construyeron unas parihuelas donde me depositaron para después cubrirme con frazadas. Berenguer ordenó a Adán quedarse de guardia. Formaron una hilera que encabezaban los soldados y el arzobispo y salimos de allí. Por el camino oí que alguien gritaba mi nombre y pensé que quizá fuera alguno de mis caballeros y quise saludar con la mano. ¿Estarían presos?

Cuando terminamos de subir escaleras, pensé que aquello debía de ser el palacio del arzobispo y me dejaron en una habitación que, aun bien amueblada, sólo tenía un tragaluz muy arriba y estaba en penumbra a pesar de que era de día. Allí ya no hacía frío y Sara me dio a beber un vino aguado con miel. Dijo que me traerían algo de comer y me ayudó a acostarme. Caí en un sopor profundo.

No sé cuánto tiempo dormí, pero al despertarme el ventanuco no daba luz. Había alimentos en la mesa y un candil. Apenas había tomado algo en la mañana pero no tenía apetito y sólo pude comer una manzana. Después, me arrodillé frente a la cama, me apoyé en ella y me puse a rezar al Todopoderoso; por mí, por mis caballeros y por las almas de mi familia. Continué pidiendo por mis vecinos de Béziers y por los desterrados de Carcasona que perecieron famélicos por los caminos.

¡Qué tiempo tan terrible me tocaba vivir! Presentía que aquella noche podía ser la última y le pedí a la Virgen su intercesión con el Señor y que no les permitiera a Satanás y a Berenguer, su acólito, robar mi alma de la misma forma que robaron mi cuerpo, que me acogiera en mis momentos finales y que estuviera a mi lado cuando el arcángel pesara mis culpas y me guiara al cielo. Creía no haber cometido ningún gran pecado en mi vida, a no ser que amar a dos caballeros a la vez lo fuera. Pero era algo que yo no podía evitar; el corazón me vencía. Recé para que se me perdonara ese exceso de amor.

Cuando sonaron los golpes en la puerta y ésta se abrió, aparecieron Sara y Elie con sus esbirros. Yo estaba serena, aun a sabiendas de que me llevaban al calvario. En los últimos días había aprendido que la muerte, aunque invisible, siempre está con nosotros. Me erguí y les acompañé con la dignidad propia de la Dama Ruiseñor, aunque el miedo volvió, hasta el punto de que, al unirse nuestro grupo con la comitiva de Berenguer, me estremecí al verle.

Bajamos hacia las mazmorras, precedidos por los soldados, Elie y el arzobispo, mientras los hombres de barba y bonete nos seguían.

Al cruzarme con el carcelero, que se había levantado de su banco al ver la comitiva, desde las rejas en oscuridad de mi derecha, oí que alguien gritaba:

– ¡Bruna!

Recordaba el mismo grito y estaba atenta por si se repetía. Vi un movimiento en la oscuridad y me lancé hacia allí. Noté los barrotes duros y fríos, y unos brazos cálidos que me esperaban.

– ¡Bruna, os amo!

Entonces supe que era Guillermo. Nos abrazamos y besamos con toda la intensidad del amor roto, de una despedida. Él lloraba y yo también. En mis labios notaba el sabor salado de las lágrimas, de las suyas y de las mías.

– ¡Os amo, Guillermo!

Fueron unos instantes eternos, maravillosos, trágicos, tristes, en los que mi corazón casi se rompe dentro del pecho de tanto sentir. No quise entretener mis labios en decir adiós, sólo en besar. La reacción de los sorprendidos verdugos tardó, pero después nos separaron brutalmente. El carcelero clavó su azcona en Guillermo para apartarle de mí, mientras otros tiraban de mi cuerpo. Nos resistimos con desesperación, pero al fin deshicieron nuestro abrazo.

– Decidle a Hugo que también le quiero -grité cuando me llevaban.

– ¡Os amo, Bruna! -repitió él.

No me quedó más remedio que, sollozando, seguir a la comitiva.

De nuevo llegamos al entramado de túneles y pasadizos, de arcos y de pasillos que conducían a paredes ciegas. Los vigilantes silenciosos continuaban allí siniestros y yo los entreveía semiocultos en las sombras. La entrada al corazón del laberinto la hicimos esta vez por un extremo de la sala grande, por delante de la formación del ejército. Allí estaba Adán, que respondió al saludo de Berenguer, su amo y creador. Todos se colocaron en sus lugares de la mañana y a mí me volvieron a desnudar. Un fuerte temblor me sacudió cuando me quitaban la ropa; más que frío, era la impresión de ver, de nuevo, los clavos y el martillo. Pero tampoco los usaron. Me sujetaron a la cruz sólo con cuerdas. Después, la levantaron entre varios hombres.

Otra vez los cánticos, el burbujeo vaporoso de las retortas, el arzobispo luciendo sus ornamentos litúrgicos mientras oficiaba la misa sacrílega en cuyo final ejercería de Dios. Al fin llegó el momento que yo más temía. Berenguer sacó su puñal del cinto y se vino hacia mí mientras aquel hombre al que llamaban Salomón le seguía portando, al igual que el arzobispo, un cáliz. Buscó en mis pies, noté el corte y el contacto frío del copón. Entonces, Berenguer se irguió para llegar con su estilete a mi muñeca derecha. Cortó también allí para recoger mi sangre.

El tiempo se hizo eterno mientras yo sentía que la vida se iba junto a mi fluido vital y que mi cuerpo languidecía en un camino sin retorno hacia la muerte.

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