37

«"Frayre", so diz lo Papa, "tu vais vas Carcassona

e conduiras las ostz sobre la gent felona.

De part de Jhesu Crist lor pecatz lor perdona".»

[(«"Fraile", le dijo el Papa (al abad del Císter), "tú irás a Carcasona

y conducirás el ejército contra esos felones, en nombre de Jesucristo que los pecados perdona".»)]

Cantar de la cruzada, I-7


Oscurecía cuando Guillermo acudió al requerimiento del legado papal, el abad Arnaldo. El joven caballero observó que el campamento de los monjes del Císter estaba mucho mejor organizado que el de cualquiera de los grandes nobles de la hueste. En la entrada, un monje converso de hábito corto le preguntó en latín qué deseaba y, cuando Guillermo se lo dijo, le acompañó a la zona de tiendas. Los frailes conversos dormían a la intemperie como la soldadesca feudal y los ribaldos; las tiendas se destinaban a los frailes de origen noble, muchos de los cuales vestían cota de malla bajo el hábito y ceñían espada.

Allí le atendió uno de esas características que le condujo a través de calles entre tiendas de limpieza impoluta hasta el pabellón central. Guillermo esperó en la puerta mientras observaba a los monjes guardianes que, con casco, lanza y espada al cinto, rodeaban aquel gran aposento y pensó que el abad tenía tantos enemigos que hacía bien en proteger su vida.

– ¡Bienvenido! -le dijo Arnaldo en latín al verle entrar-. Pasad, hijo.

En el centro del pabellón se alzaba una imponente cruz de madera con un cristo doliente y ensangrentado de tamaño mayor al real. Estaba clavada firmemente en el suelo y se elevaba casi tres metros tocando su extremo superior la tela del techo.

El abad del Císter estaba sentado frente a una mesilla, bajo la cruz, donde se extendía un tablero de ajedrez y jugaba con uno de sus monjes, que se levantó, inclinando la cabeza en silencio, para abandonar discretamente la estancia. Guillermo hizo una genuflexión y besó la mano del abad.

– Sentaos -con un gesto Arnaldo le mostró, al otro lado del tablero, el taburete plegable que acababa de abandonar el monje. El caballero obedeció silencioso.

– Ya sé que habéis investigado en las abadías de Saint Gilles y Fontfreda -continuó el legado papal-. Más de lo que debierais, en algún caso. Pues bien, ahora es el momento de que me informéis de hasta dónde habéis avanzado en la recuperación de lo robado.

Pero cuando Guillermo iba a hablar, le interrumpió.

– No necesito que me contéis otros asuntos que sin duda ya habéis averiguado y que vuestro primo os confirmó. Pero quiero saber si os turban el espíritu.

– Señor -dijo Guillermo vacilando-, la muerte de Peyre de Castelnou…

– ¿Por eso no entrasteis en batalla hoy?

El joven calló al tiempo que miraba los ojos azules, duros, del abad.

– ¿Eso os angustia? -esta vez Arnaldo bajó la voz; su tono era confidencial.

– Sí. -reconoció sin apartar sus ojos de los del legado.

– ¡Guillermo!

La potencia con que pronunció su nombre sobresaltó al caballero. Y levantándose de su asiento, el abad extendió sus brazos en cruz, como Cristo, sólo que él vestía un amplio hábito blanco de anchas mangas, que le llegaba a los pies. Un bordado de pedrería brillaba en el ribete inferior, en el del cuello y las mangas. Estaba impresionante.

– ¡Guillermo! -volvió a gritar el abad sin cambiar su gesto, que le hacía enorme, profético-. Vos sois grande. Simón de Montfort es grande. Yo soy grande. Éstos son tiempos únicos, críticos, y nosotros somos la gente que la Santa Madre Iglesia necesita ahora. Estamos predestinados para esta misión, para salvar la verdadera palabra divina de las turbas que la empañan. Peyre de Castelnou murió en el momento que la Santa Madre Iglesia necesitaba que muriera. Él quería morir, quería dar su sangre por la causa de Dios. Él era un buen siervo de la Iglesia y hoy contempla dichoso nuestras acciones sentado a la diestra de Dios padre. Él es el santo que nos abre el camino para santificar esta tierra de herejes.

Guillermo sabía bien que lo que clamaba el legado sobre Peyre no era cierto, sólo la versión que le convenía, pero, prudente, decidió no interrumpir. A Arnaldo no le importaba la verdad, ni que el de Montmorency la conociera. Él imponía los hechos que los demás creerían.

– En este lugar siempre ha crecido la semilla del Maligno. Valdenses, cátaros, incluso retornan los arríanos -continuó Arnaldo abandonando su ampulosa postura para adoptar un tono confidencial-. Y los señores locales han dejado que la mala hierba crezca junto con el trigo. Al no combatir a los herejes permiten la contaminación de buenos cristianos, por lo tanto, son sus cómplices. Los occitanos ya no saben distinguir lo bueno de lo malo. Hacía falta extirpar el mal de raíz.

– Pero Béziers… -murmuró Guillermo. -Dejad crecer la mala hierba y segadla junto con el trigo, dijo el Señor. Nosotros lo segamos todo en Béziers y el Señor escogió a los suyos en el cielo -el prior se había erguido de nuevo, declamaba-. Béziers fue cuna de arrianos, incluso tuvo su concilio herético. Nosotros repoblaremos esa ciudad con creyentes limpios y lo mismo haremos con Carcasona. No les sirvieron nuestras prédicas, no escucharon nuestras súplicas, se mofaron de ellas. Ahora es tiempo de hierro y fuego.

El joven caballero escuchaba boquiabierto el discurso del legado papal y empezó a notar que su corazón latía con el mesianismo inflamado del abad. Dios estaba con Arnaldo y su éxito era la prueba. Podía imaginarle predicando a voz en grito por las calles de un pueblo de Occitania o llamando a la cruzada en París. Dijo que no importaban Peyre de Castelnou, los veinte mil de Béziers o los cuarenta mil de Carcasona; todos eran instrumentos del Señor, granos de arena en el camino que pisaba el legado papal. Ni siquiera importaba el propio legado, ni Simón ni Guillermo. Sólo la palabra de Dios a través de su esposa; la comunidad de cristianos acerados por el Papa, la Santa Iglesia de Roma. El fin último era la preeminencia del Santo Pontífice, de su Iglesia y ese fin justificaba cualquier medio.

El muchacho se admiraba del poder, de la fuerza de la palabra de aquel hombre, cuya arenga había dispersado sus reparos como el viento de tormenta las hojas en otoño. Guillermo decidió que su lugar estaba junto al legado papal, pero la fascinación que el abad le producía no enturbiaba el pensamiento del muchacho; su obispado dependía de aquel hombre. El legado era impresionante, convincente, pero bien era cierto que a él le convenía dejarse convencer.

– Abad -preguntó cuando éste tomaba aliento en su sermón tantas veces repetido-. ¿Qué contiene la carga de la séptima mula?

– La obra del diablo; algo que los enemigos del Papa quieren usar para destruir nuestra Iglesia. Es un testamento del Maligno para sus fieles, es la semilla del mal que Satán espera que algún día fructifique.

– ¿Qué es?

– Vos encontradla -repuso el abad bajando la voz- y no os preocupéis por lo que no precisáis saber. Ignorarlo no os hará daño.

Загрузка...