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«Mas en s'amistat retener met be la fors'e la valor.»

[(«En mantener su amor, pongo mi fuerza y valor.»)]

Alfonso I, rey de Aragón


Partimos de Cabaret una mañana clara. Ya había amanecido detrás de las montañas, pero el sol aún no acariciaba los muros de las fortificaciones. Las altivas torres del reino del Joy continuaban luciendo sus gallardetes e insignias en cromático contraste con la piedra y los cipreses que se encaramaban por los contrafuertes. Una lágrima de nostalgia temprana recorrió mi mejilla. Sentía que jamás iba a regresar a aquel lugar mágico, que cuando lo perdiera de vista en el siguiente recodo dejaría de existir en la realidad para habitar sólo en mis recuerdos.

Sabía que, al igual que el Béziers maravilloso que atesoraba en mis remembranzas, Cabaret terminaría sucumbiendo a aquella infausta marea de sangre de la cruzada de Arnaldo y Montfort. Eso llenaba mi corazón de pena.

Pero partía ilusionada, feliz, y al mirar a Hugo notaba extraños estallidos de alegría que subían de la boca de mi estómago.

Un pensamiento empezó a acuciarme: Hugo no me había pedido en matrimonio. Hasta entonces aquello me había parecido irrelevante; estaba más preocupada de definir mis sentimientos entre mis dos caballeros primero, después del duelo por Guillermo y al final de la cura del superviviente.

Se decía enamorado de mí, muy enamorado, y yo daba el matrimonio por hecho. Pero lo cierto era que ni por un momento mencionó la boda. Me llevaba a su tierra, decía que allí estaría segura, que viviría feliz y que me amaba. ¿Por qué entonces no me pedía en matrimonio? ¿Cómo si no podía continuar nuestra relación? ¿O lo daba tan por hecho que ni siquiera consideraba pedirlo?

La noche caía cuando a la salida de Bram decidimos buscar un lugar apartado, discreto y protegido, donde descansar. Tomamos una cena escueta sin encender fuego y tendimos nuestras frazadas sobre la hierba para acurrucarnos el uno contra el otro en busca de calor. Era una noche despejada, espléndida y veía miles de estrellas palpitando en el firmamento. Nuestros caballos bufaban de vez en cuando, estaban tranquilos y el cricar de los grillos nos acunaba. Todo invitaba a la paz y al sosiego cuando salió la luna. Era rojiza al principio, después, conforme se elevaba, fue empalideciendo. Estaba creciente y, casi girada hacia arriba, mostrando cuernos pronunciados. Desde mi posición, ladeada y con Hugo abrazándome por la espalda, la veía. Pero estaba inquieta, no podía dormir. Mis preocupaciones del día se habían multiplicado por la noche y de pronto sentí la luna como un mal augurio. Mostraba los cuernos del diablo. Y relacioné ese mal agüero con la carga de la séptima mula. ¿No decían los monjes del Císter que su contenido era obra del maligno? Me estremecí. No pude aguantar más. Llevaba rato sintiendo la respiración pausada de Hugo, que dormía. Quizá debiera haber abordado el asunto que me angustiaba en el día, esperar a la mañana, pero un terrible presentimiento me abrumaba y no pude dejar de hacer lo que hice.

– Hugo -dije bajito.

No hubo respuesta ni su respiración sufrió cambio alguno.

– ¡Hugo! -repetí más alto, sin que él se moviera.

Entonces me giré y le sacudí.

– ¡Hugo!

De un salto se incorporó con la espada, que siempre tenía a su lado, desenfundada y en posición de guardia. Buscaba, ciego como un topo, en qué dirección defenderse de enemigos imaginados.

– Tranquilo, Hugo. Nada nos amenaza.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

– Calmaos, Hugo. Dejad la espada, no hay ningún peligro.

Tardó tiempo en reaccionar. Debía de estar profundamente dormido cuando le desperté y ahora lo lamentaba.

– ¿Qué me ha sobresaltado tanto?

– He sido yo. Lo siento. Quise hacerlo con suavidad, no quería alarmaros.

– Es mi culpa -admitió él-. En este territorio hay que dormir con un ojo abierto y yo lo hacía como un tronco.

– No podía conciliar el sueño; estoy muy inquieta -le dije.

Él dejó su espada y me cogió las manos, cariñoso. Me hizo volver a nuestro lecho, arropándome con las frazadas.

– ¿Qué os ocurre, mi dama?

– Os amo. Vos también a mí. Viajamos a vuestras tierras… eso me hace muy feliz.

– ¿Entonces, de dónde viene vuestra inquietud?

– No me habéis pedido en matrimonio.

El caballero quedó en silencio y de inmediato supe que los malos augurios se cumplirían.

– Dije que no me habéis pedido en matrimonio -insistí elevando la voz.

– Ni lo haré.

– ¿Por qué? -musité con un hilillo de voz.

– Porque vos y yo no nos podemos casar.

Mis ojos buscaron su rostro en la oscuridad mientras sentía que lo único que me quedaba en el mundo se derrumbaba con estrépito.

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