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«Peireiras e calabres n contra'l mur dressetz, que'l feron noit e jorn, e de lonc e de letz.»

[(«Petrarias y catapultas disparan contra los muros hiriéndolos día y noche, a lo largo y al través.»)]

Cantar de la cruzada, III-25


La rutina guerrera se restableció al día siguiente de la partida del Rey. Desayuno, misa; los monjes cubiertos de capucha cantando el Vera creator spiritus mientras portaban sus largas cruces en procesión hasta las cercanías de la ciudad, las catapultas y petrarias a pleno rendimiento sobre los muros enemigos mientras los ribaldos y mercenarios se preparaban para el asalto. Los frailes iban aumentando el vigor y potencia de su canto hasta llegar a un verdadero éxtasis, al paroxismo. Los combatientes, contagiados por la fuerza, cantaban con ellos.

Guillermo premió mi escapada sólo con un coscorrón, interpretando que había salido a dar un paseo con su caballo cual paje audaz que desea experimentar un destrer, caballo poderoso entrenado para el combate. Estaba de buen humor y, sonriente, puso su mano en mi hombro y me dijo que lo entendía, pero que la próxima vez debía pedirle permiso.

La actitud de Guillermo había cambiado de forma sorprendente desde su encuentro con el abad del Císter y esta vez se preparó para la batalla. Jean estaba aún convaleciente y fui yo quien le ayudé como pude. Me dijo que podía ver el combate desde lejos; él lucharía sin escudero, puesto que a mí me faltaba aún mucho para serlo.

El burgo de San Miguel estaba colocado al sur de la ciudad. Era más antiguo y sus defensas estaban bastante mejor consolidadas que el de San Vicente. Tenía un foso seco mucho más amplio y profundo, sus muros eran de piedra con saeteras colocadas estratégicamente y rematados con aspilleras de madera. Incluso muchas de sus casas estaban construidas con sólidos sillares. Tenía una única puerta exterior que daba al sur con puente levadizo, la del camino de Foix, y otras que comunicaban, a través de una rampa pronunciada, a la ciudad, situada en posición más elevada. Me dije que no sería tan fácil apoderarse de ese suburbio.

Pero los asaltantes, envalentonados con su éxito anterior, lanzaron el mismo ataque. Los arqueros apoyaron a las máquinas de guerra que castigaban las defensas. Sonaron chirimías, tambores, trompetas y gaitas, y entonando la misma melopeya enardecida que los monjes, los ribaldos y mercenarios se lanzaron a la carrera hacia el foso con sus largas escaleras de asalto, mientras otros intentaban cubrir parte de éste con tierra y maderas para poder usar los arietes.

Pero la consistencia de los muros y la lluvia de piedras y flechas lograron derrotar una vez y otra a los asaltantes, dejando atrás cientos de muertos y heridos.

Los caballeros, listos para el combate ante la improbable circunstancia de que el vizconde intentara un asalto de caballería e impacientes a la espera de que las defensas del burgo ofrecieran una brecha para entrar, intentaron un par de cargas inútiles para apoyar a los infantes y distraer a los defensores, desde los fosos.

En la última, la montura de uno de los jinetes fue alcanzada por varios dardos, se derrumbó aparatosamente y arrastró al caballero al fondo de la zanja. Éste, herido en una pierna, intentaba salir de allí sin que la pendiente se lo permitiera. A esa distancia de las saeteras de la muralla estaba perdido. Uno de los arcos largos tipo inglés, o una ballesta, traspasarían su malla y lo clavaría contra el suelo sin ningún problema. Los del burgo empezaron a disparar a un blanco tan fácil y la angustia se apoderó de los asaltantes, que se habían resguardado fuera del alcance de los dardos. Los arqueros cruzados intentaron cubrirle, pero los de las almenas, bien parapetados, les hicieron retroceder con varias bajas. El caballero estaba condenado a muerte.

Entonces, otro jinete se lanzó al galope desde las líneas cruzadas, bajó al foso por un lugar practicable, a través de una lluvia de flechas y rocas, y al llegar al herido saltó de su caballo con la única protección de su escudo. El animal continuó su galope hasta ponerse a salvo y quedaron los dos caballeros. Uno intentaba arrastrar al otro por el empinado talud y ambos trataban de cubrirse de las flechas que caían a su alrededor con unos escudos ya horadados en varias ocasiones.

La situación era angustiosa. El audaz que había acudido al socorro del herido a duras penas podía arrastrarle cuesta arriba y ambos parecían condenados a muerte. Sólo se precisaba un dardo bien atinado. Entonces, corrió la voz con el nombre del héroe. ¡Era el viejo Montfort! ¡Simón de Montfort!

En ese momento, una flecha emplumada alcanzó el hombro del hombre herido haciendo la situación imposible, ya que éste, incapaz de gatear, pasó a ser peso muerto.

Pero un tercer caballero se lanzó a tumba abierta por el mismo camino que tomó el anterior y entre los vítores de los cruzados repitió el salto. Me quedé helada al ver que se trataba de Guillermo. Y temí, temí por él y por mí misma si él moría. Me puse a rezar. ¡Qué locura! El viejo Simón se había metido en una trampa sin salida y ahora Guillermo, para demostrar su valor, hacía lo mismo. En aquel momento estaban los tres cubriéndose con unos escudos que para las saetas emplomadas de las ballestas eran poco más sólidos que pergamino. Pero algo ocurría. El valor es tan contagioso como el miedo y los cruzados se pusieron a gritar ¡Montfort! ¡Montfort! Los soldados se acercaron al foso para cubrir con sus escudos a los arqueros, que se les unieron, acosando con sus saetas a los sitiados que disparaban desde las almenas. Entonces, vi que Guillermo tenía atada a su cinto una cuerda cuyo otro extremo debía de estar anudado a la silla de su caballo, que, azuzado por Amaury, iba tirando de ellos y sacándoles del foso.

El clamor fue creciendo hasta hacerse inmenso cuando los tres caballeros lograron alcanzar una zona a salvo de las saetas del burgo.

Mi pecho exhaló un suspiro de alivio y mis ojos se cubrieron de lágrimas. ¿Tanto temía por Guillermo? ¿Por qué ese deseo angustioso de que se salvase? ¿Por qué dependía tanto de él? Me inquietaba pensar que hubiera algo más.

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