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«Liber scriptus proferetur in quo totum continetur, unde mundus judicetur.»

[(«Se abrirá el libro en el que todo está escrito

y por él el mundo será juzgado.»)]

Dies irae


– ¡Dios mío! ¿Cómo ha podido ocurrir esto? -se repetía Guillermo aún sin poder dormir, pasados ya los maitines, sentado en su jergón con la cara escondida entre las manos.

Un poco más allá estaba Pierre, o quien fuera, tendido en su catre, agotadas las lágrimas y las fuerzas en un sueño del que, por momentos, parecía a punto de despertar con un suspiro desmesurado, de los de después de un gran llanto.

– Yo no quería -dijo por milésima vez.

Él también había llorado, todos lo habían hecho.

Cuando el viejo templario cayó, Pierre corrió hacia él, parecía conocerle diciéndole que no muriera, sollozando. Los frailes del Temple también acudieron; los sargentos con sus hachas iluminaron la muerte, se lamentaban. Uno se afanó con los santos ungüentos y le dio la extremaunción. Agonizante, Aymeric sujetaba la mano de Pierre y trataba de decirle algo, mientras sonreía. Parecía extrañamente feliz. Su muerte fue rápida y todos se pusieron a orar entre hipos y sollozos.

Guillermo se quedó fuera del círculo con su espada ensangrentada en la mano, abrumado.

– Yo no quería.

Musitaba a cualquiera que se le acercara, pero se encontraba solo, culpable; nadie le quería oír. Tiró la espada asesina lejos y se arrodilló a rezar apartado de los demás.

Guillermo tenía grabado a fuego en su alma aquel instante en que Aymeric iniciaba el golpe para darle muerte. Entonces vio, en los ojos del comendador, los ojos de Dios condenándole; había sido un momento de mil años. Sí, el arcángel Miguel abrió el libro de las culpas y pesó su alma en la gran balanza de las bondades y de los pecados. Y ésta se inclinó del lado del infierno. Satanás tiraba del platillo de sus faltas hacia la condenación eterna y, desvalido, contemplaba la espada del comendador a punto de degollarle sin que él pudiera hacer nada. Sólo horas antes le hablaba al viejo templario desde la arrogancia, dándole órdenes, le exigía. ¿Cómo podía haber sido tan fatuo, tan pagado de sí mismo? ¡Qué lección le había dado!

Aymeric era mejor que él en todo. Mejor religioso, mejor caballero, más valiente e, incluso, a pesar de su edad, mejor guerrero. Aún no se explicaba cómo alguien con sus años podía haberle vencido de aquella forma. ¡Qué habilidad!

Conociéndole sólo de horas, admiraba profundamente al viejo más de lo que nunca había admirado a nadie antes, y ahora se daba cuenta de que Pierre, al que había zurrado por su descaro en la tarde, tenía razón en todo lo que le dijo. En realidad, ya entonces sabía que el chico acertaba en su crítica, quizá por eso su rabia al golpearle.

Pierre era la única buena obra que él podía aportar en los últimos tiempos. No tenía dudas de eso. En la balanza de las almas, sus pecados pesaban mucho más, el diablo tiraba de él y Dios le condenaba a la muerte y al infierno. Pero ese grito de su paje, cuando ya estaba todo perdido, le salvó. Al proteger a ese muchachito en Béziers y salvarle de una muerte segura, él había hecho el bien y en el último instante el peso de esa buena obra decantó la balanza a su favor.

El comendador merecía vivir y él, la muerte, pero un ángel en forma de su joven escudero le rescató. Fue la voluntad de ese ser divino, y no su mérito, lo que decidió el resultado de la lucha. El comendador le habría matado sin ninguna duda. Fue ese grito y la sorpresa por algo que él aún no entendía lo que provocó que el templario desviara su golpe y le perdonara la vida al concederle tiempo para un contraataque puramente instintivo. Y con ello recibió una segunda oportunidad para poder librar su alma del infierno eterno.

Desde el primer día, él había sentido una extraña ternura por el muchacho. Cuando lloraba desconsolado la muerte de los suyos, la destrucción de su ciudad y de su mundo, él le hubiera acariciado, abrazado para consolarle. Lo sentía en el corazón.

Se contuvo porque despreciaba profundamente a los poderosos que se permitían licencias sexuales con los criaditos; ése no figuraba entre sus vicios, le repugnaba. Por eso, a veces, cuando el chico le miraba con sus grandes ojos verdes, sonriéndole, él sentía algo que le pedía acariciarle, y se alarmaba, reaccionando de forma desabrida a la suavidad del muchacho.

¿Qué fue lo que gritó? Pedía piedad por él. ¿La pedía al comendador o a Dios? No importaba, en ese momento para él Aymeric representaba a Dios, al dios del castigo y su mirada dura era la que él merecía.

Fue a raíz del grito, de que su buena obra contara, cuando Dios abandonó el aspecto del templario y le salvó. Recordaba que entonces el comendador exclamó un nombre de mujer: Bruna, precisamente.

¡Qué casualidad!, Bruna… ¿Como Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor? La dama que él y su primo buscaban para matar y que por fortuna no encontraron. De haber cumplido su ignominiosa misión, su alma se habría condenado irremisiblemente en el juicio de Dios. Nadie escapó de Béziers una vez iniciado el asalto y, por fortuna, esa Bruna estaba muerta sin que él y su primo se mancharan las manos de sangre. Fue una suerte.

Pero… ¿y el grito? Era una voz femenina. Ahora lo recordaba perfectamente. Y vino desde un lugar donde el único que podía haberlo proferido era Pierre…

¿Era Pierre un ángel, como había imaginado en su desvarío? ¿O era…?

Guillermo se levantó procurando no hacer ruido para no despertar al chico y se le acercó cuidadoso. Estaba acurrucado, hecho un ovillo, en posición fetal, pero con cautela extendió su mano y metiéndola por debajo del escaso escote de aquella malla de hierro que el muchacho siempre llevaba y de la camisa de lana, se encontró… ¡con un pecho femenino! Su tamaño no era excesivo, pero estaba perfectamente formado. Guillermo se detuvo un momento, lo palpó suavemente, ponderando su calor y disfrutó del contacto. Después apartó la mano como si se hubiera quemado. ¡Pierre era una mujer!

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