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«Tuba, mirun spargens sonum, per sepulchra regionum.»

[(«Esparcirá la trompeta un temible sonido por los sepulcros de las naciones.»)]

Dies irae


Empezaron tanteándose. El comendador se movía lentamente en círculo alrededor de Guillermo con el escudo a la altura de la boca y mi amo giraba para tenerle siempre de frente. Fue el viejo quien se arrancó lanzando un sablazo hacia la cara del joven, que se cubrió parándolo con su defensa. El comendador regresó de inmediato a refugiarse en su protección y aguardó respuesta, pero mi amo recelaba y no atacó, limitándose a esperar. Y así continuaron un rato, con agresiones por parte del templario que Guillermo sólo repelía defensivamente; todo lo más, golpeando el escudo de éste cuando se retiraba. Creo que tenía la esperanza de cansar al viejo, la naturaleza era su aliada.

La luna, raja creciente, flotaba en un cielo estrellado por encima de aquella escena siniestra. Los cuatro sargentos templarios se habían acercado a los combatientes e iluminaban con sus hachones el ritual de muerte que se escenificaba. Los grillos cantaban lúgubres. Sentía el corazón hecho un nudo y lo notaba en la garganta.

Aymeric sabía que su única posibilidad era llegar rápidamente al desenlace y lanzó un ataque, demostrando que en los primeros golpes había ocultado su verdadera fuerza y habilidad. Guillermo tuvo que retroceder varios pasos por el empuje del viejo y hubo de cubrirse con el escudo, pero la espada del maestre le rozó el costado y le hirió.

– Habéis hecho sangre -dijo el joven caballero bajando su defensa-. Vos ganáis, comendador.

Yo recé para que mi padrino aceptara, que ninguno de los dos sufriera, pero el viejo repuso:

– Sólo la muerte decidirá la voluntad del Señor. Cubríos.

Y volvió al ataque. Eso pareció indignar a mi amo, que empezó a cargar usando su mayor poder físico. Era lo que el viejo esperaba.

Mi padre no sólo me dejaba asistir a los ejercicios de armas en el patio de nuestra casa, sino que, incluso, cuando yo insistía mucho, participaba en los entretenimientos vestida con el equipo que había pertenecido a mi hermano y allí me di cuenta de que la habilidad era más importante que la fuerza. Había visto, pues, muchos combates, pero nunca, antes ni después, presencié algo como aquello.

Guillermo golpeaba a su contrincante y éste paraba con su escudo respondiendo a su vez, pero de repente el viejo hizo una cinta y mi amo, desequilibrándose, hendió el suelo con su espada. Cuando trató de incorporarse, el templario, empujando con una potencia inusitada su escudo por debajo del de Guillermo, le hizo subir el brazo tan por encima de su cabeza que le derribó de espaldas, boca arriba, con su defensa desarbolada, completamente abierta. La rapidez de Aymeric fue asombrosa. Saltó sobre su víctima y pisando el brazo que sostenía el escudo, impidió que Guillermo se cubriera. En el siguiente movimiento, su otro pie pisó el brazo con el que mi amo aferraba su arma. El caballero estaba boca arriba e indefenso, pero la posición del templario era tan inestable que sólo le valía un rápido golpe mortal sobre el contrincante.

El tiempo pareció detenerse mientras la espada buscaba el cuello del muchacho, cuyo gesto desencajado, de asombro e incredulidad, parecía hablar diciendo: «No puede ser, voy a morir, es imposible».

Vi la expresión de verdugo determinado en la faz del comendador, contemplé la muerte en ella y no pude evitar chillar en occitano:

– ¡Señor Aymeric, apiadaos, por Dios! -me salió un grito desgarrado de mujer.

El comendador, asombrado, me miró reconociéndome al fin. Y dijo:

– ¡Bruna!

Pero era tarde, el tajo mortal ya estaba en camino. No sé si fue él quien desvió su golpe o fue la reacción de Guillermo, pero la espada del viejo se clavó con fuerza en el suelo. Había rozado la yugular del joven, que, en ese momento, se desembarazó del pie que sujetaba su brazo derecho y colocó su arma, instintivamente, en el cuello de su contendiente, que en ese momento caía sobre él con tal fortuna que el impulso de ambos hizo que se rasgara la malla de acero y penetrara en la garganta del templario.

Nunca olvidaré su mirada mientras agonizaba, soltando la vida por un hilo de sangre desde su boca y a borbotones por la herida. Mis ojos inundados de lágrimas vieron una tierna sonrisa en sus labios de fiero guerrero y, sujetándole la mano entre hipos y sollozos, sentí que, de haber podido hablar, él me hubiera dicho que moría feliz viéndome viva.

Yo deseaba morir con él.

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