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«Done se crozan en Fransa e per tot lo regnat can sabo que serán del pecatz perdonat.»

[(«En Francia y en todo el reino se hacen cruzados al saber que les perdonarán sus pecados.»)]

Cantar de la cruzada, I-8


Tal y como sus galenos exigían, después de yacer con las muchachas, los primos orinaron para limpiarse y decidieron hacerlo contra el portón de la posada, marcando territorio, mientras sus escuderos se ocupaban con los caballos en el establo.

Los orines humeaban al rociar la madera. Amanecía y ya los pájaros cantaban en las arboledas al borde del camino que conducía a París. Desde el interior de la posada se oían los gritos del patrón, que, descendido de su refugio en el piso superior, ya seguro de que aquellos peligrosos parroquianos se habían ido, lanzaba improperios a las criadas para que se levantaran a atizar el fuego y asear la casa.

– ¿Por qué no liquidaste a ese bastardo? -inquirió Amaury de Montfort.

– No sé -dijo bostezando Guillermo de Montmorency-. Caridad cristiana, imagino.

Amaury rió.

– Guarda eso para cuando seas obispo -repuso-. Ese tipo te pudo haber matado.

Hacía frío y, habiendo terminado, se apresuró a subirse los calzones y bajarse la camisa, cota de malla y sayo que había mantenido arremangados durante el desahogo. Esperó a que Guillermo acabara con lo mismo y le dio un abrazo de oso, besándole con babas en la mejilla.

– Te quiero, primo -le dijo-. Y temo que un día un desgraciado de taberna te abra en canal.

Los primos conversaban entre bostezos al paso tranquilo de sus caballos. Aún oculta tras la bruma, la ciudad de París, protegida tras sus fuertes muros, estaba cercana y las puertas tardarían en abrirse. El hielo fino de los charcos del camino se quebraba bajo los cascos y los campos se mostraban escarchados y cubiertos de neblina, que se disiparía al contacto con el sol, si éste decidía mostrarse.

– ¿Qué tal la Universidad? -inquirió Amaury.

– Mucho latín y se duerme mal en sus bancos.

Su primo rió.

– Serás un buen obispo, compondrás buenos sermones.

Guillermo se encogió de hombros.

– Es lo que la familia ha decidido, ¿no?

– Bueno, yo también tengo que casarme con una desconocida por alianza política -repuso Amaury consolándole.

– Quizá hasta sea guapa.

– O coja. ¿Qué más da? Igualmente consumaré.

– De eso estoy seguro -rió Guillermo.

– Tenemos parientes en las casas más poderosas de Francia, Borgoña y Flandes. Yo heredaré un condado, pero tú tienes buena cabeza. Serás obispo, y quizá te podamos hacer arzobispo o cardenal.

Guillermo bostezó.

– Quién sabe. Hasta podrías llegar a papa -continuó su primo.

– Si eso se puede ganar en una partida de dados…

Amaury soltó una carcajada.

– Te quiero, primo -repitió.

Varios pasos más atrás, encogidos sobre sus caballos, los escuderos comentaban la noche.

– ¿Por qué no te acostaste con la criada? -inquirió Paul, el hombre de Amaury de Montfort.

– Mi señor no deja que lo haga con las que él lo hace -repuso malhumorado Jean- y menos con ésa, a la que parece tener querencia.

El otro rió.

– Pero si el posadero la vende a cualquiera por unas monedas… Ni que fuera una dama.

– Mi señor no quiere -y se encogió más, como si de repente el frío húmedo le hubiera penetrado los huesos.

– Vaya mal amo.

– No siempre. En lo demás, se muestra generoso.

– Qué tipo raro.

– Quizá sea así porque es eclesiástico -aventuró el escudero de Guillermo.

– Vente conmigo a la cruzada contra los herejes -propuso Amaury a su primo después de un rato de silencio-; nos vamos a divertir.

– No se me ha perdido nada en el sur y ya me divierto todo lo que quiero en París.

– Te perdonan todos los pecados que traigas más los que cometas, y habrá un buen botín. Incluso feudos.

Guillermo se encogió de hombros.

– No necesito botín y ya encontraré alguien aquí que perdone mis culpas.

– Debieras venir; los Montfort nos hemos comprometido con Arnaldo, el legado papal y abad general del Císter. Iremos todos -insistió Amaury-. Te conviene para tu futuro como obispo.

– Sí, pero… -el estudiante acercó su caballo al de su primo y bajó la voz en tono confidencial-. Hay una dama a la que pretendo. Y su marido se ha cruzado. Él pasará el verano en el sur matando herejes y, entonces, yo… Amaury estalló en carcajadas.

– Eres un bribón, primo -y después le susurró a Guillermo-: ¿Sabes? Nuestra familia tiene una alianza especial con el legado. Me ha encargado una misión secreta.

– ¿Cuál?

De pronto Guillermo notó que su primo vacilaba, como arrepintiéndose de lo que acababa de decir.

– ¿Cuál? -repitió ante el silencio de Amaury. Éste carraspeó antes de responder:

– Bueno, tengo que asegurarme de que una dama muera durante la cruzada. Y también su padre.

– ¿Una dama? -se escandalizó Guillermo-. ¿El legado quiere que mates a una dama?

– Sí, eso es.

– ¿Y por qué?

– Es secreto.

– ¿Cómo se llama?

– Bruna, y la apodan la Dama Ruiseñor. Es la hija del senescal de Béziers.

– Pues vaya mierda de misión. Prefiero quedarme en París dándole buena vida a una dama que tener que ir a Béziers a darle mala muerte a otra.

– Tampoco a mí me gusta eso.

– Pues no lo hagas.

– El apoyo del legado es muy importante para nuestra familia, y también para ti, piensa en tu futuro. Debieras acompañarme.

– No, primo; mi asunto en París me importa más.

Ambos continuaron un rato en silencio hasta que Guillermo preguntó pensativo:

– ¿Por qué querrá el legado papal matar a una dama?

– Eso le pregunté yo también -contestó Amaury.

– ¿Y qué te dijo?

– Dijo que todo lo que no necesitara saber y no supiera no me podía dañar.

– Parece una amenaza -bromeó Guillermo.

– Y lo es -repuso Amaury convencido-, pero insistí.

– ¿Y qué dijo?

– Que el senescal cometió una falta muy grande contra Dios y la Iglesia. Y que él y su descendencia deben pagar por ello.

– Suena a castigo bíblico -murmuró Guillermo.

– Recuerda que es un secreto que me debes guardar.

Guillermo afirmó con la cabeza mientras continuaba dándole vueltas a aquel extraño asunto.

Desde alguna rama oculta por la neblina, un ruiseñor, heraldo de primavera, cantó.

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