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«De lai de Monpeslier entro fis a Bórdela o manda tot destruiré, si vas lui se revela.»

[(«Desde los muros de Montpellier hasta Burdeos (el Papa) ordena destruir a todo aquel que se le oponga.»)]

Cantar de la cruzada, I-5


Roma, marzo de 1208


Al terminar la oración, majestuoso, el papa Inocencio III alzó sus manos, de guantes blancos donde centelleaba el rubí de su anillo, al cielo. Los doce cardenales que rodeaban al Pontífice, tocados de mitras empedradas y cubiertos de casullas con brillantes y bordados en oro, plata y perlas, respondieron «amén» a coro.

Decenas de velas iluminaban las gruesas paredes románicas del templo, pero el Papa se dirigió a la que se elevaba sobre una larga palmatoria situada en el centro del crucero. Allí se detuvo y, con gesto solemne y poderoso, tomó el apaga-candelas que le ofrecía uno de los frailes de cabeza tonsurada, elevándolo amenazador sobre el único cirio de color negro. La vela tenía un nombre escrito en ella, el mismo que pronunció Inocencio al apagarlo: -Raimon VI, conde de Tolosa.

El Papa ahogó, ceremonioso, la llama con el metal y, al extinguirse ésta, terminó el rito de excomunión.

El conde de Tolosa dejaba de pertenecer a la comunidad católica. No sería admitido en iglesia alguna, ni podría recibir los sacramentos, ni ser tratado o auxiliado por ningún cristiano, ni siquiera para darle sepultura. Su cuerpo sería devorado por las alimañas. Cualquiera podía arrebatarle bienes y tierras, puesto que había perdido el derecho a conservarlos.

Los duros ojos azules de Arnaldo Amalric, legado papal y abad general de la poderosa Orden del Císter, se posaron sobre fray Domingo de Guzmán y éste le sostuvo la mirada.

El duelo que ambos mantenían desde hacía mucho tiempo acababa de dirimirse a favor del abad.

Dos años antes, en la primavera de 1206, los legados papales Arnaldo Amalric y Peyre de Castelnou se habían convencido de su fracaso predicando contra los cátaros. Fue en Montpellier donde los desanimados cistercienses se encontraron con dos extranjeros: Diego, obispo de Osma, y Domingo de Guzmán.

Éstos regresaban de un viaje por el norte de Europa en misión diplomática por encargo del rey de Castilla y fueron a visitar al Papa con el fin de solicitarle que les permitiera ser misioneros en los países bálticos, donde tantos paganos había. Inocencio III, impresionado por la fe de los castellanos, quiso que predicaran en Occitania.

En Montpellier, Domingo y su obispo convencieron a los legados papales para que abandonaran temporalmente su pompa y boato de altos cargos de la rica Orden del Císter y predicaran tal como lo hacían los herejes cátaros y valdenses. Con pobreza y humildad, según las enseñanzas de Cristo.

Conmovidos por el entusiasmo de los castellanos, y más aún por el apoyo que el Pontífice les daba, los legados siguieron a Domingo y a su obispo en su predicación por tierras occitanas, Aceptando incluso polémicas públicas con herejes y judíos, a veces en plazas de pueblo, otras en castillos.

Pero después de unos años de soportar miserias, humillaciones y burlas, los legados Arnaldo y Peyre llegaron a la conclusión de que el avance obtenido no era suficiente y que las herejías continuaban progresando de forma alarmante, imparables. Decidieron volver a su antiguo estilo basado en el castigo divino, la amenaza y la intimidación.

No así Domingo de Guzmán, que, después del fallecimiento de su obispo Diego, había fundado la Orden de los Predicadores para continuar con humilde esfuerzo la difusión de palabra de Jesucristo y su amor fraterno.

Las voces de la feroz polémica, pronunciadas pocas horas antes, aún retumbaban en las bóvedas de la iglesia:

– Vuestros métodos han fracasado, Domingo -clamaba Arnaldo, el abad del Císter. Por debajo de su lujoso ropaje asomaban unos borceguíes de buen cuero. Al verlos, Domingo sintió más frías las losas del suelo en sus pies desnudos-. Mandamos decenas de misioneros y, en lugar de convertir herejes, éstos aumentan cada día.

– Enviasteis a monjes rollizos, acostumbrados a los rezos y letanías de convento y que ignoran la realidad del pueblo; no saben predicar en el sur -contestaba Domingo-. Unos vinieron en mulos y otros a caballo, ni siquiera hablan la lengua. ¡Pretendían convencer a los occitanos de la plebe hablándoles en latín o en la parla francesa de oíl! ¡Pero si ni les entienden!

– La verdadera palabra de Dios debe ser reconocida por los justos con independencia de cómo sea pronunciada -sentenció Arnaldo elevando la barbilla.

– Los predicadores herejes llegan como tejedores ambulantes, médicos o zapateros, trabajan entre la gente del pueblo, les hablan en su lenguaje, les convencen. No les agobian con impuestos para levantar iglesias y mantener clérigos, ya que los suyos se sustentan con su propio trabajo. Dan ejemplo de austeridad, comen sólo vegetales y pescado…

Una gran pintura cubría el muro a espaldas de Arnaldo. Un impresionante ángel apocalíptico pesaba almas, representadas por multitud de cabezas que sobresalían de los hondos platos de la balanza romana, pero un diablo tiraba intentando hundir a aquellos infelices en el infierno. Los trazos duros del románico, de colores primarios separados por líneas negras, conferían a la escena una fuerza y dramatismo trágicos. Domingo se identificaba con el ángel salvador de almas y, angustiado, pensó que su contrincante era aquel diablo tramposo, y que le estaba ganando.

– Lleváis años predicando como hacen los herejes, Domingo. Peyre de Castelnou y yo os ayudamos y nada se consiguió -el abad del Císter volvía a la carga.

– Hemos convertido a muchos y convertiremos a más -argumentaba Domingo.

Pero al coincidir su mirada con la del Papa, el castellano vio en los ojos del Pontífice compasión para él, no hacia las gentes de Occitania, y supo de inmediato que la suerte estaba echada y que sería derrotado.

– Muchos menos que ellos -repuso Arnaldo alzando la voz-. Ya no podemos esperar más. ¡Démosle fuego a los herejes y hierro a quien se resista!

Los cardenales debatieron. El asesinato del legado Peyre de Castelnou ensombrecía su ánimo y, atemorizados por el imparable avance de los herejes, y más aún por el robo de la séptima mula con la llamada «herencia del diablo», decidieron a favor de las propuestas del abad Arnaldo. Raimon VI, conde de Tolosa, sería excomulgado como responsable de la muerte de Peyre y se llama a los nobles del norte a una cruzada contra el sur.

Entonces fue cuando Inocencio III se levantó de su trono y, extendiendo los brazos en cruz, pronunció el terrible anatema, una condena masiva a muerte:

– Desde los muros de Montpellier a Burdeos, ordeno que se destruya a todo aquel que se nos oponga. Proclamo la cruzada de Dios.

Los doce cardenales dijeron «amén» a coro, alzaron sus manos enguantadas de blanco al cielo y entonaron el «Veni creator spiritus».

Domingo bajó los ojos, llenos de lágrimas, y apartándolos de los de Arnaldo, juntó las manos para rezar; pedía perdón al Señor por no haber podido impedir lo que vendría.

La muerte y la desolación iniciaban su cabalgata. El diablo había decantado la balanza.

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