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«Qui buena dueña escarnece, e la dexa despuos atal le contesca, o siquier peor.»

[(«Quien a una dama maltrata, y la ofende traidor, que esto le acontezca o incluso algo peor.»)]

Poema de Mío Cid


Hugo de Mataplana pidió ayuda a grandes gritos clamando que raptaban a la Dama Ruiseñor. Varios feriantes y curiosos se prestaron a ayudar, en especial un alfarero fornido que acudió cargando una larga banqueta. Usándola cual ariete, golpearon la puerta, hasta lograr romper los atranques al tercer envite. Pero al entrar se encontraron la casa vacía. Hugo estaba perplejo. ¿Era ése el lugar? Su incertidumbre duró sólo unos instantes.

– ¡Aquí! -gritaba el alfarero desde el sótano-. ¡Hay un agujero en la pared que conduce a la casa de al lado!

Hugo se precipitó escaleras abajo para pasar, junto con el hombre, a la casa vecina. La puerta de la calle abierta en el piso de arriba evidenciaba lo ocurrido. ¿Hacia dónde irían?

Rápidamente hizo una apuesta. Intentarían escapar por la puerta de Saint Guilhem, la más cercana; era seguro que tenían comprados a algunos de los guardas y que pensaban sacar a la dama del perímetro amurallado antes de que su padre ordenara cerrar las salidas a cal y canto.

– ¡Venid! -le gritó al alfarero.

Y se pusieron a correr por la calle en dirección a la entrada de la ciudad, seguidos por algunos curiosos. Al poco, vieron a cinco hombres tirando de un gran carretón de mano con un bulto cubierto.

– ¡Deteneos! -les gritó Hugo-. ¡Deteneos en nombre del vizconde!

En lugar de obedecer, los del carro aceleraron su huida, pero el que mandaba dijo algo y, parándose, un par de ellos se encararon a los perseguidores, esgrimiendo daga y garrota.

El trovador se dijo que no había alternativa, tendría que cargar contra aquellos matones antes de que los otros escaparan. Pero viendo a los rufianes amenazándole, el alfarero, que iba desarmado, se detuvo a una distancia prudente. Hugo se dio cuenta de que no debía arriesgarse solo contra dos. Pensó en cruzar entre ambos a la carrera para no perder un tiempo precioso, pero era obvio que, dado lo estrecho del callejón, sería fácil que le mataran. Angustiado, imaginó el carretón a punto de llegar a la puerta de la ciudad y que perdería a la dama para siempre, cuando vio una piedra de tamaño adecuado sobresaliendo del pavimento. La arrancó con su puñal y se la entregó al alfarero, al tiempo que gritaba para que tanto los matones como la chusma que les seguía le oyeran:

– Las tropas del senescal están llegando. Con esa piedra podéis partirle la cabeza al de la garrota. Yo me encargo del de la daga. ¡Hay que rescatar a la Dama Ruiseñor!

Y más bajo le dijo casi al oído:

– Sólo entretenlo mientras yo voy por el otro. El senescal te recompensará con una fortuna.

Y confiándolo todo al alfarero, que empezó a amenazar al rufián de la porra con partirle el cráneo con el pedrusco, Hugo se tatuó contra el que esgrimía cuchillo. Por unos instantes ambos entendientes se tantearon, pero el trovador tenía prisa y le largó una estocada profunda sólo intentando desequilibrar a su enemigo, este la esquivó, pero se encontró con la mano izquierda de Hugo sujetándole la suya armada. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre notaba la daga del juglar entre las costillas y aullaba de dolor cuando la siguiente cuchillada le penetró en el vientre. Hugo no se detuvo ni siquiera a considerar en qué situación estaba su otro enemigo y, apartando al herido de su camino, salió a todo correr detrás de los otros gritando:

– ¡A ellos! ¡Están raptando a la Dama Ruiseñor! No tardó mucho en divisar a los fugitivos doblando un recodo. Los otros, al oír sus gritos y verle llegar, quisieron apresurarse, aunque la carreta, en aquellas callejuelas estrechas y mal empedradas, era de difícil manejo e iba chocando en las esquinas de las casas. Pero ya estaban muy cerca de la puerta de Saint Guilhem. Fue entonces cuando, en una revuelta de la calle, un golpe contra un saliente hizo que el carretón perdiera una de sus ruedas y cayera con estrépito.

Los rufianes se miraron entre ellos desconcertados, pero cuando el que mandaba sacó su puñal, los demás hicieron lo mismo. Hugo se detuvo a una distancia prudente y buscó refugio en el umbral de una puerta para tener su espalda cubierta. Esgrimía su daga. Aquél fue un movimiento oportuno porque justo detrás venía el tipo de la garrota, seguido del alfarero con su piedra y una turba de gentes vociferantes. Respiró un momento. Al menos se habían detenido. Ahora la prisa de los otros jugaba a su favor.

– ¡Esta noche el senescal os ahorcará a todos! -gritó a los del carretón-. ¡Soltad a la Dama Ruiseñor!

– ¡A muerte con los rufianes! -aulló el alfarero coreado por la chusma.

Los secuestradores se miraban unos a otros muy nerviosos.

– ¡Las tropas del senescal están llegando!

El que lideraba al grupo no esperó y, sin advertir a los demás, se puso a correr hacia la puerta provocando la desbandada de los suyos, que huyeron perseguidos por el alfarero y los curiosos.

Hugo no tuvo dudas y, despreocupándose de los rufianes, se precipitó al carretón. Quitando las telas, y la estructura de madera que las sostenían, se encontró con Bruna envuelta en cuerdas, hecha un ovillo.

En segundos, cortó las ataduras.

Había quedado aturdida por el golpe y el cuerpo me dolía por entero. Sentía el roce de las cuerdas sobre toda mi piel, empeorado por las sacudidas. Pero oí los gritos, supe que Hugo estaba allí y confié en él y en mis rezos al Señor.

Me empezó a hablar al quitar las telas que cubrían el carretón.

– Bruna, mi dama -decía-, tranquilizaos, estáis a salvo. Soy yo, Hugo.

Y lágrimas de felicidad acudieron a mis ojos.

Continuó hablándome dulcemente mientras cortaba las sogas que me atormentaban. Y no pude, no quise evitar, abrazarle entre llantos cuando liberó mi cuerpo y mis manos. Él también me abrazaba y me consolaba con sus tiernas palabras. Yo me apreté a él, sentí su cuerpo contra el mío y olvidando protocolos, le besé en la mejilla. No me acordaba ni del miedo ni del dolor y allí, en sus brazos, hubiera querido quedarme toda la vida.

No me dieron detalles de lo ocurrido. Dijeron que eran bandidos, que no querían dañarme, sólo buscaban cobrar un rescate. Cogieron al herido y a otro más; eran rufianes vulgares contratados por unas monedas. Lo único que confesaron bajo tortura fue que ignoraban quién era el que daba las órdenes, pero que tenía acento narbonense y que en el brazo llevaba marcada una estrella de seis puntas. Mi padre los hizo colgar al día siguiente en las columnas de la ciudad y allí quedaron los cuerpos, como ejemplo para criminales, alimentando a los cuervos. A partir de aquel día, Hugo de Mataplana, al que siempre mi padre había respetado, pasó a ser casi de la familia, pero yo intuía que había algo más que me ocultaba. En unas palabras sueltas tomadas de una conversación de Hugo con mi padre, oí algo sobre el reino judío de Occitania y el arzobispo de Narbona.

Pensé que había entendido mal. Berenguer III era el hijo natural de Ramón Berenguer IV, el abuelo del rey Pedro II de Aragón. Luego era el tío bastardo de éste. Aquello era muy extraño. ¿Qué relación podría tener el arzobispo con el intento de mi secuestro?

A partir de aquel día, cuando mi ama y yo salíamos, cuatro hombres armados nos acompañaban.

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