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«Cant Papostolis saub, cui hom ditz la novela que sos legatz fo mortz, sapehatz que no'lh fo bela.»

[(«Cuando al Papa dieron la noticia de que su legado (Peyre de

Castelnou) había sido asesinado, quedó muy consternado.»)]

Cantar de la cruzada, I-5


Durante el camino de Fontfreda a Carcasona, Guillermo de Portmorency, taciturno, iba rezando en silencio, pidiendo equivocarse.

Su investigación le recordaba un sueño angustioso en el cual él se adentraba en una densa niebla para cazar un jabalí y cuando, creyendo tener al animal a tiro, iba a clavarle su pica, descubría que era la grupa de su caballo y que estaba a punto de ensartar su propia espalda.

Aquel endiablado asunto de la búsqueda de los legajos de la séptima mula se había convertido en una pesadilla idéntica al sueño. Las conclusiones de su investigación le abrumaban.

A su llegada, tomó un refrigerio rápido en la tienda que tan eficientemente había hecho montar Jean y después envió a Pierre a que curioseara por el campamento. Fue a rendir sus respetos a su tío Simón y tan pronto se encontró con su primo le dijo que le acompañara a su tienda, que le tenía que hablar.

– Ya hace varios años que montas ese hermoso destrer bretón pinto -le dijo tan pronto se aseguró de que nadie les oía.

– ¡Claro, primo! -repuso éste sonriente-. Es un buen bruto de seis años y nos ha acompañado en nuestras aventuras. ¿Por qué preguntas eso?

Guillermo le miró, muy serio, a los ojos.

– Porque eres zurdo como el caballero que ensartó por la espalda al legado Peyre de Castelnou. No hablaba occitano y montaba un caballo igual al tuyo. Y precisamente el asesinato ocurrió aquel enero, hace año y medio, cuando tú ibas de camino a una descabellada peregrinación a Santiago de Compostela. Te dije que no fueras, no en invierno, pero tú insististe para luego regresar diciendo que los puertos de las montañas estaban intransitables. Yo me estuve lamentando de cómo mi primo podía cometer tal simpleza. No era simpleza, era una excusa.

Amaury de Montfort le sostuvo la mirada en silencio.

– Tú le mataste -acusó Guillermo tratando de encontrar respuesta en el azul profundo de los ojos de su primo.

– Sí, fui yo -repuso éste sin alterarse.

Guillermo hubiera esperado que su primo lo negara, que le persuadiera de que estaba equivocado, pero éste aceptaba serenamente la culpa de aquella monstruosidad. Sorprendido por la aparente calma de Amaury, se mantuvo en silencio por unos instantes mientras los pensamientos se agolpaban en su mente. ¿Cómo podía estar tan tranquilo siendo responsable de semejante crimen y de las terribles consecuencias que éste provocó? Había crecido junto a su primo, pensaba conocerle y se dijo que aquello no era propio de él.

– ¡Pero, entonces, toda esa gente de Béziers ha muerto por una mentira, ha muerto por nada! -exclamó.

– ¿Y si el sicario hubiera trabajado para el conde de Tolosa, habrían muerto por algo? -repuso Amaury, que sin duda se había planteado ese asunto antes.

Guillermo le miró atónito, mudo. Su primo no acostumbraba a ser muy sutil, pero en aquel momento le parecía, incluso, cínico. Estaban hablando de más de veinte mil personas masacradas sólo unos días antes. Y no serían las últimas.

– Yo sólo he matado a un hombre, primo -parecía como si le leyera los pensamientos-. Yo sólo respondo por uno ante Dios -sonreía- y además, gracias a mí, le harán santo.

– Pero…

– Y eso ocurrió antes de la cruzada -Amaury amplió su sonrisa- y como todos nuestros pecados nos son perdonados…

– Esas palabras no son tuyas.

– Qué importa de quién sean. Vivimos tiempos excepcionales y nosotros somos instrumentos de Dios.

– O del diablo.

– De Dios, primo. Nosotros estamos con Dios.

– ¿Y en qué planes de Dios entró el asesinato de Peyre de Castelnou?

– Él es ya un mártir de la Iglesia. Su muerte fructificará en grandes bienes para la cristiandad.

– Eso es lo que dice el abad del Císter… ¿verdad?

– Sí, eso dice -repuso Amaury convencido.

Guillermo miró esta vez con curiosidad la faz de su primo. Estaba seguro de lo que decía; no sentía remordimientos; él sólo ejecutaba parte de un plan mucho más amplio, de una trascendencia inmensa, que ni siquiera era capaz de vislumbrar. Tenía eso llamado fe.

Fe en el clan Montfort, fe en su padre Simón, fe en el abad Arnaldo, fe en lo que éste representaba y, por supuesto, fe en Dios. Un Dios que otros le dibujaban.

Ahora encajaban muchas de las piezas del rompecabezas. Arnaldo le encargó que encontrara los documentos, pero no al instigador del asesinato, porque el propio abad del Císter lo era Aunque tampoco parecía preocuparle si, en buena lógica, al investigar buscando el objeto, encontraba al ejecutor. Porque éste era su propio primo y Arnaldo sabía cuan unido estaba el clan Montfort y en especial ambos jóvenes. Sin el asesinato de Peyre de Castelnou y la culpa atribuida al conde Raimon de Tolosa; sin ese «casus belli» jamás hubiera logrado las adhesiones para conseguir un ejército cruzado de aquel tamaño. Seguramente, ni siquiera el papa Inocencio III hubiese lanzado el anatema sobre el conde, proclamando la cruzada. La santidad de Peyre de Castelnou había sido determinante para conseguir apoyos y ésta se basaba en las circunstancias mártires de su muerte y en que «casualmente», al mover su cuerpo meses después, éste estaba incorrupto, despidiendo «olor de santidad». Recordó a los frailes italianos que, también «casualmente» y en una fecha tan extraña como enero, pasaban por Saint Gilles para que el abad les encargara preparar el cadáver. Y, como apuntó el fraile Benet, fue casual que el abad de Saint Gilles, que en enero disfrutaba de excelente salud, muriera de repente en febrero coincidiendo con una visita de Arnaldo a la abadía. Cuanto más lo pensaba, más se maravillaba Guillermo de lo grandioso del plan. Era una sarta de pequeños acontecimientos que a su vez provocaban otros mayores y que estaban cambiando el mundo conocido.

– ¿Y qué hay para los Montfort en todo eso? -quiso saber Guillermo-. Ahora ya me lo puedes contar todo. ¿Qué nos ofrece el abad del Císter?

– El vizcondado de los Trencavel: Carcasona, Béziers y Albí y posiblemente los condados de Tolosa y Foix.

Guillermo le miró sorprendido. La excomunión de un noble llevaba aparejada su desposesión y que sus propiedades pasaran a pertenecer a uno digno a ojos de la Iglesia, autorizado y apoyado por ésta. Pero generalmente era sólo un arma para doblegar a los nobles; no se llevaba a sus últimas consecuencias y terminaba en una negociación cuyo resultado era el regreso de las ovejas descarriadas al redil. Y su primo hablaba de territorios inmensos que incluían los del conde de Tolosa, recién reconciliado con Roma y que acompañaba a la cruzada. Los planes del legado eran a largo plazo; pronto volvería a excomulgar al conde Raimon VI.

– ¿Pero no les correspondería antes a los grandes, al duque de Borgoña, al conde de Nevers, o al de Saint Pol?

– Todo está pensado -se sonrió Amaury-. Ésos son muy ricos y están aquí con bastante disgusto. En realidad, no les hace ninguna gracia ver que se desposee a un noble tan grande como ellos así, tan fácilmente. Les hace sentirse pequeños y consideran que va contra el derecho feudal. Volverán a vigilar sus posesiones tan pronto termine su compromiso de cuarentena. Además, el legado papal exigirá al nuevo vizconde que se quede en Carcasona personalmente con sus tropas y con quienes pueda reclutar, resistiendo todo el invierno hasta que los cruzados regresen de nuevo en verano.

– Parece pensado a medida de tu padre.

– Sí, de mi padre y de su heredero.

– Tú, Amaury de Montfort.

– Sí, y también para el futuro obispo de Tolosa: Guillermo de Montmorency -sonriente, Amaury puso su mano derecha en el hombro de su primo-, el hijo del hermano de mi madre. El más listo, el más culto de la familia, el mejor jugador de dados…

Amaury se puso a reír, sin duda recordando aventuras pasadas.

– Creo que el abad del Císter es mejor jugador que yo -dijo pensativo Guillermo-. Él también usa dados trucados.

Su primo se encogió de hombros, divertido, para volver a reír a carcajadas.

– ¿Te imaginas que le invitemos a una partida?

– ¿Qué es lo que contienen esos documentos que le quitaste a Peyre? -preguntó sin unirse a las risas. Amaury le miró aprensivo. -No lo sé -repuso-. El abad del Císter nunca quiso hablar de ello.

– ¿Por qué quería matar a la Dama Ruiseñor?

– Tampoco lo sé.

Ambos quedaron en un silencio taciturno y al poco Amaury, poniendo esta vez ambas manos en los hombros de su primo, le dijo:

– Guillermo, siempre has sido rebelde e inquisitivo. Basta de preguntas, no voy a responder nada más por hoy. Los Montfort tenemos un trato con Arnaldo Amalric, abad del Císter y legado papal. Es un muy buen trato y ahora nos toca obedecer. Se arriesga mucho; es un juego peligroso, pero el premio es grande. El abad dice: «Aquello que no debas saber y no sepas nunca te hará daño». Yo no soy tan listo como tú, pero puedo leer una amenaza en esa frase. Cumple tu parte, obedece y no hagas más preguntas; ya sabes demasiado. Relájate y descansa, mañana entraremos en combate y los Montfort debemos demostrar que somos dignos de nuestro destino.

– Yo no combatiré mañana.

– ¿Por qué? ¡Es la gran batalla que hemos esperado desde que éramos niños!

– Ésta no es una guerra justa.

– ¿Y qué es una guerra justa?

Guillermo era bueno en derecho y dialéctica, podía responder, pero no lo hizo. Ni siquiera sabía si su primo preguntaba cándidamente o sólo para que la cuestión quedara flotando en el aire. Ante su silencio, Amaury tiró de él, le dio uno de sus abrazos de oso y un beso en cada mejilla.

– No te enfrentes al abad, Guillermo -le dijo-. Sabes demasiado y debes serle fiel. Te quiero, primo, y no deseo que te ocurra nada malo.

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