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«N'Uget, ben sai, s'ieu moría,

c'atretan en portaría

co.l plus ríes reís q.el mon sia.»

[(«Señor Huget, bien sé que, si yo muriera,

tanto conmigo me llevara

como el más rico rey de este mundo.»)]

Respuesta de Reculaire en la tensó de Hugo de Mataplana


Mataplana


Hugo abandonó la comitiva cuando ésta dejaba el curso del río Aude para dirigirse a Narbona. El camino más fácil hubiera sido cruzar la ciudad y después el puente sobre el río que la unía a su burgo, que, situado en la orilla contraria, era ya casi tan grande como la ciudad misma. Pero en su afán de no ser identificado con el séquito real buscó un vado, fácilmente practicable en agosto, que conocía.

Retomó el camino a Perpiñán unas millas más al sur de la ciudad y, una vez cruzados los Pirineos, se encaminó a Ripoll y de allí a su casa. El castillo de los Mataplana se encontraba en las estribaciones de la vertiente sur de los Pirineos, protegido de los vientos fríos del norte y rodeado de una naturaleza escarpada pero generosa. Era un hogar de trovadores y guerreros, lo habían sido por varias generaciones en las que la familia había cantado al amor, a la guerra, se había mofado de sus rivales y llorado a sus amigos muertos, siempre acompañada de un instrumento musical. También batallaban con frecuencia con los vecinos y servían fielmente, espada en mano, al conde de Barcelona y descendientes.

Contemplando los lugares familiares del camino, Hugo se dijo que no era ya el mismo hombre que anduvo aquella ruta en sentido contrario. Salió en su último viaje componiendo mentalmente un serventesio mientras tarareaba en busca de la música apropiada. Incluso, a lomos de su caballo, cuando la ruta era tranquila, descolgaba su guitarra para acompañarse cantando algo nuevo que bailaba en su mente. La primavera vencía al invierno cuando partió hacia Béziers y, entre las flores que pronto brotarían, una creció en su corazón. El amor por Bruna. No había terminado aún el verano y aquel corazón se había tornado en una piedra negra que albergaba odio. Y sufrimiento. No podía apartar de sus pensamientos la sonrisa de aquella damita ni la mirada dulce de sus ojos verdes. Ya no pensaba en canciones. Lo hacía en hierro y sangre. En venganza.

A pesar de que su señor el Rey le había prohibido hacerlo, veía aquella imagen una y otra vez: él acuchillando al abad del Císter. Disfrutaba con ese pensamiento. Cerraba los ojos para oír el grito agónico y ver la sangre. Quizá encontrara la forma de hacerlo sin comprometer a su señor. Y si no la encontraba, al menos sí sabría cómo acabar con muchos de aquellos cruzados.

Aun con el corazón triste, fue hermoso regresar a Mataplana y recibir el abrazo de madre, padre, de familia y allegados. También de Reculaire, el juglar que cantaba las canciones de Hugo de Mataplana, el padre, por toda la región. Reculaire recibía su apelativo por la habilidad, que sorprendía tanto a campesinos como nobles, de hacer un salto mortal de espaldas. Ya con la edad no practicaba tal audacia con frecuencia, pero junto a otros malabarismos se la había enseñado a Hugo, el hijo, que había hecho buen uso de ella. A pesar de la poca cultura y aparente poco seso de Reculaire, Hugo le tenía un gran respeto y confianza. Fue un amigo cuando él era niño, porque con sus locuras y sandeces era capaz de ser niño cuando con ellos trataba. Y continuaba siéndolo porque, viendo el mundo con ojos distintos de los demás, siempre tenía algo sorprendente que aportar. Fue a él, compañero de infancia, a quien contó entre lágrimas la desventura del amor perdido.

– Sufrid y penad lo que preciséis -le respondió éste-. Volved a Occitania y matad a tantos cuanto podáis, sin que os maten. Cuando más crudo es el invierno, antes acaba. Pero, como en los campos de labranza, el invierno del alma prepara la primavera de ésta. Y en vuestro corazón volverán a crecer flores. Reculaire os lo promete.

Trató con su padre la contratación de mercenarios, pero éste se opuso.

– Los mercenarios trabajan por el botín y participan en la lucha cuando ven buenas posibilidades de vencer, saquear y conservar la vida -le dijo-. Por desgracia, hoy en día, son los occitanos las víctimas fáciles para obtener botín. Los cruzados no son presa apetecible.

– ¿Podemos pagar soldadas?

– La pequeña tropa que formaríais no cambiaría nada. Distinto sería que el Rey participara.

– Nuestro señor Pedro II quiere reservar sus ejércitos para la lucha contra el moro.

– Y está en lo cierto -coincidió el padre-. Los cruzados no amenazan Cataluña ni Aragón y, en la batalla contra los almohades, los Mataplana estaremos en primera línea, al lado de nuestro señor.

– ¿Qué puedo hacer?

– Es una locura aceptar batalla contra un ejército superior en campo abierto, y el ejército cruzado es enorme. En unos días, cuando termine la cuarentena a que se comprometieron, la mayoría regresará a sus tierras, pero si para entonces han conquistado Carcasona, los que queden serán aún temibles.

– ¿Sugerís golpes aislados?

– Exacto. Es una guerra paciente y no se puede hacer con mercenarios. Buscad a quienes odien, a quienes quieran dar la vida por venganza o por recuperar lo que les han robado.

– ¿Faidits?

– Sí, los arruinados, los desposeídos por la cruzada. Hay bastantes que han atravesado los Pirineos para refugiarse con amigos o familia. No será difícil formar un grupo. Debilitad al enemigo, quizá llegue un momento en el que el Rey quiera intervenir.

– Peyre Roger, el señor de Cabaret, resistirá -afirmó el joven Mataplana-. Nos uniremos a él.

– Id con mi bendición, Huget. Cumplid como el heredero de nuestro nombre y de nuestra águila bicéfala. Nuestro amigo Peyre Roger os acogerá bien. Llevadle a cambio de su hospitalidad poemas y canciones, tengo algunas nuevas para él y para nuestro amigo Raimon de Miraval.

Hugo no se detuvo mucho tiempo. Tan pronto consiguió reclutar un grupo con varios faidits, partió sin dilación hacia Carcasona, ignorando que, a su llegada, la ciudad habría caído ya en manos de los cruzados.

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