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«El rossinyol amb sa melodía canta la prosa que Déu els perdó.»

[(«El ruiseñor con su melodía canta pidiendo que Dios les perdone.»)]

Canción popular


Poco antes de caer la tarde, dos personajes asomaron en el claro. Se sorprendieron al encontrar a aquellos dos caballeros dolientes tumbados en la hierba, y a mí, al que supusieron su joven escudero, trajinando entre los caballos sin hacerles el menor caso.

– La paz del Buen Dios esté con vosotros -saludó el más anciano, que lucía barbas canosas.

Habían entrado por el lado en que yo me encontraba y en un principio recelé por su inesperada aparición en aquel lugar apartado del camino. Después lo entendí al adivinar por su aspecto que eran un par de «buenos hombres» itinerantes, de aquellos que llevaban las prédicas cátaras por pueblos y granjas. No era de extrañar que evitaran el camino principal de Carcasona a Narbona, habida cuenta del trato que vimos dispensar a sus hermanos por parte de los cruzados.

– Buenas tardes -respondí.

Ellos observaron a los apaleados y, acercándoseles, exclamaron:

– ¡Buen Dios!, ¿habéis sido asaltados? Estáis cubiertos de heridas y contusiones.

– Ha sido un accidente -murmuró Hugo.

– Tenemos conocimientos de medicina. Dejadnos que os ayudemos.

Los dolientes consintieron encantados sin hacerse rogar y los recién llegados desataron un fardo que portaban y sacaron distintos tarros. El más anciano dio instrucciones al otro, que recogió unas hierbas después de recorrer el claro. Encendieron un fuego para preparar una cocción con lo encontrado, algo de lo que llevaban y agua del río.

Yo estaba acostumbrada a ver predicadores cátaros en Béziers e, incluso, les había oído en alguna ocasión disertando en la plaza pública cuando doña Bernarda se descuidaba. Me di cuenta de que fuera de sus barbas crecidas y de su cabeza sin tonsura, ni en modos ni aspecto se distinguían demasiado de fray Domingo de Guzmán y de su socium.

Oscurecía cuando con sus heridas curadas y con varias cataplasmas pegadas al cuerpo, mis caballeros fueron capaces de compartir cena conmigo y con nuestros invitados. Éstos usaron sus propios utensilios, pues ni comían carne ni cocinaban con cacharros que la hubieran contenido. Guillermo, en particular, les miraba curioso; jamás había coincidido antes con un cátaro, fuera de los que vio quemar, y dada su formación teológica y su mente inquisitiva, no se cansaba de preguntarles.

– Existe un dios malvado que es el creador de este mundo físico y cuyo sirviente es el diablo -empezó a explicar el más anciano-. Es el que aparece en el Antiguo Testamento y que a veces ordena robar, matar y violar al enemigo. Es el dios de la cólera y del rencor. ¿Cómo si no se explican los grandes males que nos asolan? ¿Cómo los permitiría un Dios misericordioso? Matanzas indiscriminadas de hombres, mujeres y niños, destrucción, hambre, enfermedad, injusticia:… Pero existe también el Dios bueno. Es el creador del alma, es el Dios del amor, es el Dios del Nuevo Testamento, es el Dios de Jesús.

– ¿Y cuál es más poderoso? -inquirió Guillermo-. ¿Cuál vencerá?

– El Dios bueno, el Dios del espíritu terminará imponiéndose al dios de la materia, a pesar de que muchas veces el malo venza temporalmente.

– Entonces, nuestro cuerpo…

– El cuerpo del hombre es obra del Ser Maligno que aprisionó en él a nuestra alma que fue creada por el Buen Dios.

– Con lo que hoy me duele el cuerpo, no me sorprende su origen infernal -bromeó Hugo.

– ¿Y qué ocurre cuando en la muerte el cuerpo y alma se separan? -insistió el de Montmorency.

– La mayor parte de las almas vuelven a este mundo al cabo del tiempo reencarnadas en otro cuerpo en el que Satanás las encierra. Éste depende del avance espiritual alcanzado. Los que han tenido mala vida y su alma se ha ensuciado pueden, incluso, regresar en el cuerpo de un animal. Sólo son muy pocos los que gracias a una existencia pura y consciente consiguen quedarse con el Dios bueno para siempre y no regresar.

– Y los realmente malos, ¿no van al infierno?

– El infierno es este mundo -dijo sonriendo el más viejo-. Aquí es donde sufrimos, éste es el reino del dios malo. Nada hay que temer del más allá. Todo el miedo, el dolor, la pena vive aquí, junto al cuerpo.

– ¿Qué opináis de la cruzada? -les interrogó Hugo.

– Es la obra máxima del mal dios. Cristianos asesinando a cristianos, robando, torturando, destruyendo… ¿Qué mayor prueba queréis de que la cruzada es obra del Maligno?

– Así que la Iglesia católica… -insinuó Guillermo.

– Está demostrando ser lo que es -repuso el anciano-. La Iglesia de Roma es lo contrario al amor. Si no, leer amor al revés y veréis roma. El Papa es el gran sacerdote del Maligno.

– No me extraña que os quemen en la hoguera con lo que decís -murmuró el de Montmorency-. No sólo desprestigiáis a la Iglesia católica, sino peor aún; al negar el infierno, quitáis la llave de la mano de san Pedro. Si la Iglesia deja de ser el portero del cielo, si pierde las llaves de la eternidad, entonces pierde todo su poder.

Y así, en esas disertaciones, continuaron parte de la noche. Oyendo su conversación plácida, me sentía segura, protegida, en completa paz.

Miré hacia el firmamento estrellado, a las sombras de los sauces, al fuego saltarín que con llamas amarillas, rojas y tonos azulones nos iluminaba y contemplé las facciones amadas de Hugo, las de Guillermo y me dije que había mucha belleza en el mundo que Dios creó. No podía aceptar que lo que veía fuera el infierno. Aquellos hombres se equivocaban.

Pensé que, a pesar de las terribles pérdidas experimentadas, era aún capaz de encontrar pequeños momentos de dicha, que continuaba amando la vida y daba gracias por ella al Creador. Y deseé que Dios, y no una hoguera, terminara iluminando a nuestros visitantes herejes.

Despreocupándome de las prédicas del anciano y de su socium, me acomodé unos metros más allá. Arrullada por las voces de plática tranquila y el rumor del viento en las hojas de los árboles, musitando una oración, busqué el sueño.

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