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«On está la filia del comte don Denís? robada, l'an robada.»

[(«¿Dónde está la hija

del conde don Denís?

Se la llevaron, la raptaron…»)]

Canción popular


Entonces no fui capaz de apreciarlo, pero algo muy extraño estaba ocurriendo. Era jueves, el día principal de mercado, y doña Bernarda regateaba emocionada con ese mercader de sedas nuevo. Pero lo que al principio parecían gangas tales que hacían que mi ama, raro en ella, palpara varias veces su bolsa, después no lo eran tanto y el inconsecuente estilo del negociante, volviéndose atrás en alguno de los precios, empezó a irritar tanto a la mujer que fue elevando su voz conforme su indignación crecía. Pero el género era excelente, el diseño, original y ella, incapaz de resistirse a la seda. Yo me aburría y empecé a curiosear en los tenderetes vecinos. Estábamos lejos de la plaza donde los comerciantes habituales tenían lugares fijos designados por los cónsules de la ciudad. Era una callejuela lateral, cercana a la judería, a la que acudimos atraídas por el rumor de la buena seda a precio excelente. Fue entonces cuando un muchachito se acercó y, mostrándome un pergamino con una espléndida ilustración miniada, me preguntó si me interesaba ver libros. Imposible resistirme a aquellas bellas imágenes de Dios creando el mundo y al preguntarle dónde estaban los libros, me respondió que en un tenderete en la siguiente esquina. Debí sospechar; los libros, y más los ilustrados, son artículos muy lujosos y no se venden en la calle; muchos se hacen por encargo y tardan años en terminarse. Los marchantes acostumbran a visitar directamente a sus posibles clientes: grandes clérigos, nobles o ricos burgueses; no van a los mercados.

Seguí ingenuamente al chico y casi de inmediato noté una mano cubriéndome la boca y cómo me arrastraban al interior de una casa. Allí había varias personas que me sujetaron, aun sin poder evitar que antes de amordazarme, en mi pataleo, soltara un chillido agudo. Pero enseguida me metieron un paño en la boca, anudándomelo alrededor de la cabeza. Por un momento pensé que me asfixiaban. ¿Qué ocurría? ¿Por qué me hacían aquello? ¿Qué querrían de mí? Sentía gran angustia.

En aquellos días Hugo estaba en la ciudad y siempre acudía al mercado antes de misa de doce para coquetear con miradas, sonrisas y alguna que otra frase que ya por entonces intercambiábamos. Estaba buscándonos cuando le dijeron que nos habían visto en las callejas cercanas a la judería. Llegó para encontrarse con doña Bernarda regateando, pero no conmigo. Su reacción fue inmediata; él sabía algo que yo no y, sin ningún miramiento, agarró a mi ama por el brazo y le dio un buen tirón para interrogarla: -¿Dónde está la dama Bruna? La mujer miró asustada a su alrededor balbuciendo:

– Estaba aquí.

Al fin, alarmada al no verme, se puso a chillar con su voz potente:

– ¡Bruna!

Eso atrajo la atención de toda la calle y Hugo empezó a inquirir sobre la Dama Ruiseñor.

Como hija del senescal, yo era bien conocida en la ciudad y una mujer que vendía cestos de mimbre dijo haberme visto momentos antes y oír, al poco, un chillido desde la casa de enfrente, que parecía deshabitada. El trovador encargó a mi ama que pidiera ayuda mientras él forcejeaba con una puerta sólidamente atrancada. No podía abrirla.

En la casa, me taparon los ojos, atándome, pero como aún me debatía, anudaron las cuerdas de los pies con las de las manos de forma que impedían casi totalmente mis movimientos. Yo estaba muy asustada. Nunca había sido maltratada antes. Esa violencia me era extraña y aún más el sentimiento de impotencia, de saber que estaba a merced de lo que aquellos rufianes quisieran hacer conmigo. Eso me hacía temblar y un nudo se formó en mi garganta. Fue entonces cuando oí golpes en la puerta y la voz de Hugo pidiendo que abrieran. Aquello me dio esperanza.

Mis captores se pusieron muy nerviosos, pero el que mandaba dijo que nada había que temer si cada cual cumplía según lo acordado. Sentí que me cargaban en volandas, me pasaban con dificultades por un lugar estrecho, golpeándome contra los muros, y me bajaban al sótano. Después, me volvieron a subir y pensé que estaría de nuevo al nivel de la calle. El jefe preguntó y respondieron que todo estaba listo. Al poco noté que aún me ataban más, esta vez contra una superficie plana de madera. Pusieron cuerda tras cuerda hasta que no pude moverme lo más mínimo. Después colocaron por encima una estructura de madera que dejaba un espacio para respirar y lo cubrieron todo con telas. A continuación noté que aquello empezaba a moverse, traqueteando, a veces con grandes saltos, y supe que me llevaban en algún tipo de carro. Sentía en mis costillas las sacudidas de los baches y piedras que topábamos en la calle y me puse a rezar. ¿Qué sería de mí? ¡Cómo sufriría mi pobre padre cuando supiera que me habían raptado! ¿Le volvería a ver? ¿Vería de nuevo a Hugo?

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