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«Dies irae, dies illa, solvent saeclum in f a villa.»

[(«El día de la ira será un día que reducirá el mundo a cenizas.»)]

Dies irae


Cómo osasteis hablarle así al comendador? -le espeté a Guillermo tan pronto nos hubieron acompañado a la austera celda en la que nos alojaron y que por todo mobiliario sólo tenía dos camastros de paja.

Él, obviamente ufano de su actuación frente al templario, me miró sorprendido antes de responder:

– ¿Qué me quieres decir con eso?

– El comendador es uno de los más valientes caballeros occitanos, cruzado en Tierra Santa al servicio del Temple, sus hazañas son leyenda en el vizcondado de Carcasona.

– Y a mí, ¿qué me importa eso? -repuso Guillermo irritado.

– Participó en muchas batallas. Cuentan que en una ocasión un grupo de caballeros del Temple fueron atacados por un ejército de cientos de mahometanos y que todos murieron sin pedir tregua ni clemencia. El maestre fue el último de ellos, luchando, a pesar de sus graves heridas, sobre los cadáveres de sus compañeros y, como no podían con él cuerpo a cuerpo, los musulmanes precisaron de los arqueros para derribarle. Asombrado, el propio Saladino le envió a su médico para salvarle la vida y, cuando se recuperó, quiso conocerle. Los templarios no pagan rescate por sus prisioneros y al no tener los frailes valor económico y ser muy peligrosos para sus captores, son decapitados casi de inmediato. No fue ése el destino de Aymeric de Canet, ya que Saladino, admirado no sólo por su valor, sino por su espíritu, hizo que lo liberaran. Hace poco regresó, demasiado viejo para la lucha en Tierra Santa, y se hizo cargo de esta encomienda, la principal del vizcondado. Es un hombre venerado en esta tierra.

– Pues que obedezca al legado Arnaldo.

– ¿Quién es ese legado? ¿Quién sois vos para exigirle obediencia?

– Eres un mozalbete lenguaraz y tendré que enseñarte respeto -Guillermo estaba furioso y se llevó las manos al cinto, pero yo no me pude contener a pesar del gesto de amenaza.

– ¿Es ese legado el monstruo que hizo asesinar a todos en Béziers? ¿Y os sentís orgulloso vos de representarle?

– ¡Cállate, estúpido! -rugió mientras se soltaba el cinturón de cuero claveteado y dejaba caer la funda de su espada.

– ¡Es un monstruo, un asesino! -estaba tan indignada que ni siquiera cuando volteó la correa por encima de mi cabeza callé-. ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un héroe, a un hombre santo, de parte de semejante miserable?

No me moví cuando Guillermo descargó su cinto sobre mi cuerpo, sólo cubrí, en gesto instintivo, mi cara. Antes de recibir el castigo, ya estaba llorando de furia, que no de miedo. Mi indignación me había hecho perder el temor. No me importaba el dolor, que hiciera lo que quisiera conmigo.

El golpe me dio en las costillas, el cinto azotó la espalda enrollándoseme y, al tirar mi amo de él, fui a parar contra la pared.

– Cierra la boca de una vez, mentecato, antes de que te arranque la cabeza.

Yo quería desahogarme, decir todo lo que guardaba.

– ¿Y cómo trata al vizconde Trencavel, flor de todas las virtudes de caballero, sin darle la menor oportunidad? -continué-. ¿Cómo puede ser el legado Arnaldo tan miserable y cruel? Quiere matarle y se valdrá de cualquier traición para terminar con él.

Guillermo se quedó mirándome, sorprendido por mi persistencia. Yo buscaba sus ojos con los míos inundados de lágrimas, pero desafiantes.

– No tenéis piedad, no tenéis honor; sois sólo cobardes asesinando a mujeres, viejos y niños indefensos.

– ¡Cállate! ¡Cállate! -gritó. A través de mi llanto pude ver cuánto le dolían mis palabras. Quizá su propia conciencia le advertía de lo mismo.

– No puedo callarme; matadme si queréis, pero las infamias de esta cruzada claman al cielo.

– Hieres con lengua afilada, como la de las mujeres, pero hoy te voy a arreglar bien el cuerpo para que aprendas a respetar -dijo, y enarboló de nuevo el cinto.

Callada, me acurruqué en un rincón, mientras él me azotaba. Un repentino temor me hizo enmudecer; no era miedo al dolor, sino a sus palabras. Temía que descubriera mi condición femenina.

Estuve sollozando hasta mucho después de que se cansara de pegarme. No importaba mi cuerpo, cubierto de golpes y dolorido. Recordaba a mi padre, a mi ama y a mi prima, a mis familiares y a mis amigos, y veía las horribles imágenes de la iglesia repleta de sus cadáveres. Pensaba en mi ciudad arrasada que poco antes bullía de vida y belleza, en las canciones de Hugo, en su sonrisa y en aquellos tiempos en que todo eran flores y galanura. Sólo días antes, ésa era mi vida. Ahora ya no existía y notaba mi corazón oprimido en duelo por aquel mundo soñado convertido en pesadilla. Deseaba morir.

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