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«El hombre es fuego,

y la mujer estopa.

Llega el diablo y sopla.»

Dicho popular


Cuando Guillermo y Bruna, erguidos en sus caballos y luciendo el rojo león rampante en sus pechos, salieron del palacio del arzobispo, Renard el ribaldo, junto a su compadre el faidit Isarn y el escudero de éste, Pelet, les observaban.

Gracias a las mañas de Renard, consiguieron al fin informarse en Cabaret de hacia dónde se había dirigido el grupo. El ribaldo pensó que sería muy difícil encontrar y sorprender a su presa en el camino, pues sospechaba que viajarían por rutas secundarias evitando el encuentro con los cruzados. Además, aquella presa tenía muy buenos dientes, era peligrosa, y sólo sorprendiéndoles podrían hacer de sus sueños realidad. Narbona era un mejor escenario para una emboscada y Renard sabía cómo encontrar en cualquier ciudad a quienes están dispuestos a todo a cambio de unas monedas. Él mismo se había contratado a veces para cualquier tipo de trabajo.

Prometió una propina a unos muchachos si divisaban las insignias de los Montfort, de los Mataplana o del Ruiseñor. No fue difícil. Tan pronto Guillermo y Bruna se encaminaban hacia el palacio del arzobispo, un par de mozalbetes corría a reclamar el pago.

Renard y su grupo les esperaron a la salida del palacio, evitando éste que Bruna le viera.

– Son ellos, la fortuna nos sonríe -le dijo a Isarn-. Fíjate en esa linda carita, las suaves curvas de esa cabecita. Sólo tenemos que separarla del cuerpo y entregársela a Arnaldo, el abad del Císter. Vos recuperaréis vuestras posesiones y yo tendré mi feudo en Carcasona.

– Un asunto desagradable -repuso el otro-, pero rentable.

Siguieron a los jinetes, a cierta distancia, por la calle principal que llevaba al mercado y a la puerta Real hasta llegar a la posada de San Sebastián. Allí dejaron que Pelet se encargara de informarse con los criados de dónde y cómo se alojaban los de Montfort mientras ellos fueron a contratar un par de matones para el asalto.

A pesar de que ya era noche cerrada, la taberna de la posada continuaba abierta, pero Renard y los suyos prefirieron entrar a través de las caballerizas que un criado sobornado les abrió y de allí subieron a las habitaciones del primer piso. Todo estaba calculado; la resistencia de la puerta, el tronco que usarían como ariete, qué hacer con Guillermo y qué con Bruna. En pocos instantes terminarían su trabajo y al día siguiente, tan pronto abrieran las puertas de la ciudad, cabalgarían hacia Carcasona en busca de su recompensa.

Mientras, con Hugo indagando en la judería de la ciudad, Guillermo se sentía seguro en la habitación de la posada, con una sólida puerta bien atrancada y su espada al alcance de la mano. Ignorante de las cinco sombras que se deslizaban en la oscuridad, su único pensamiento estaba en Bruna y en su amor.

Arrodillado, le besaba la mano mientras ella, sentada en la cama, gozaba del contacto cálido de su enamorado, de sus caricias, que no por rechazadas dejaban de llenarla de placer. Ansiaba que terminara ya la noche, salir de aquella posada y huir de la tentación.

– Tendámonos en la cama desnudos, con mi espada entre ambos -le decía Guillermo- y así veréis que, como los mejores trovadores de la Fin'Amor, seré capaz de no tocaros y ésa será la mayor prueba de mi puro amor.

– Prefiero no probarlo.

– Pues tendámonos vestidos y mi espada será la frontera que jamás cruzaré.

– Tampoco.

– ¡Pero si sólo quiero demostraros mi amor! -insistió él en tono de reproche-. Esperaba que me correspondierais, como toca a una dama, aceptando mi juego galante.

– ¿Pero de dónde habéis sacado esas pamplinas? -repuso ella irritada-. ¿Os creéis que toda Occitania es como Cabaret? Mi madre fue cortejada por un trovador muchos años, se amaban con buen amor y jamás necesitaron hacer eso.

Pero Guillermo pronto supo calmar la irritación, más fingida que real, de su dama. Regresaba a besarle la mano, las mejillas, la acariciaba, mientras Bruna, angustiada, se daba cuenta de que poco a poco cedía a los avances del caballero. Era superior a sus fuerzas. Su pensamiento iba con Hugo y le maldecía. ¿Por qué no estaba en ese momento con ella? ¿Por qué la abandonaba en ese trance?

Pronto se encontró en los brazos de Guillermo y se dio cuenta de que sin quererlo respondía a sus besos. Era un tierno arrobo que superaba la inmensa culpa que sentía al traicionar a Hugo.

– Dejadme -suplicó-, por piedad.

– No puedo, mi señora -el instinto del caballero le impedía abandonar, sin tomarla, una plaza rendida.

El siguiente beso hizo que se desplomaran en la cama, abrazados y las manos de él empezaron a acariciarla bajo las ropas.

Bruna caía en una semiinconsciencia en la que sus fuerzas la abandonaban, pero en un momento de lucidez, haciendo acopio de ellas, empujó a Guillermo y consiguió apartarlo.

– Disteis vuestra palabra. ¡Cumplidla! -le ordenó.

– Soy incapaz, mi señora…

Guillermo no pudo terminar, pues de repente, con un gran estruendo, las tablas de la puerta saltaron hechas añicos y ésta se abrió de par en par. Tres individuos se abalanzaron sobre el caballero, que, atontado, no tuvo tiempo de alcanzar su espada y sin ningún miramiento le ataron.

Bruna, pasando de sueño a pesadilla, se quedó mirando a Renard sin dar crédito a lo que veía. Éste le sonrió.

– Lo siento, Dama Ruiseñor -le dijo-, pero necesito vuestra cabeza.

– ¡Suéltala, cobarde! -le gritó el de Montmorency, al que habían dejado tumbado en un rincón-. Atrévete conmigo.

– Suerte tenéis de ser sobrino de quien sois y de que no quiero más líos con él, mentecato -repuso Renard.

– ¡Ayuda! -vociferó Guillermo.

– ¡Que se calle y terminemos ya!

Un par de rufianes se abalanzaron sobre el caballero, que se resistió a pesar de sus ataduras, y mientras le golpeaban, le introdujeron unos trapos en la boca. Al contrario, Bruna, que al fin comprendía la situación, considerando que no tenía escape posible, afrontó su destino con dignidad. Se dijo que ése era el castigo que recibía por mostrarse débil con Guillermo. Dos de los hombres la sujetaron por los brazos y Renard, tirando de sus cabellos, colocó su cabeza sobre una banqueta de forma que quedaba el cuello al descubierto.

Isarn desenfundó la espada, la sujetó con ambas manos y la elevó por encima de su cabeza. Calculaba con cuidado, quería que fuera un corte limpio, un solo golpe.

El de Montmorency se debatía desesperado clavando las cuerdas en sus carnes. Un sentimiento de impotencia y fatalidad le invadió. Iban a matar a Bruna por un error suyo. No había sabido defenderla. La culpa y la angustia le atenazaron la garganta y quiso morir.

Bruna, aplastada su mejilla derecha contra la banqueta, podía ver al fondo de la habitación a Guillermo retorciéndose desesperado y notó una extraña sensación en su cuello, preludio del tajo. Entonces, se sintió desfallecer. Por unos instantes le vinieron las imágenes de los hermosos tiempos pasados, de flores y cantos, de su primavera, pero ante la inminencia de la muerte se concentro en murmurar un rezo:


«Kyrie eléison Chríste eléison.»

(«Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad.»)

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