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«Si non o volon faire aremandrant tot nu, ilh serán detrenchetz am bram d'acer molu.»

[(«De no obedecer, les despojarán de sus ropas, y degollados serán, con espada de acero afilado.»)]

Cantar de la cruzada, II-16


Ese hombre es muy hábil -repuso Amaury cuando su primo le contó cómo el abad del Císter le había sacado del apuro frente a Simón-. Te necesita; sospecha lo que sabes y por eso te protege. Pero ve con cuidado. Puede ser generoso si estás con él, pero no tiene escrúpulos y, si te cruzas en su camino, conocerás su parte oscura. Cuídate, primo.

Guillermo se impacientó. No visitaba a Amaury para que le aconsejara cómo tratar al legado papal o le diera otro de sus abrazos cariñosos, sino para sonsacarle toda la información posible sobre la séptima mula robada a Peyre de Castelnou. Su encuentro a solas con el abad Arnaldo era inevitable y quería mostrarse eficiente.

– Éramos cinco; tres mercenarios contratados en Lyon, Paul y yo. Cumplimos con éxito nuestra misión. Matamos a Peyre y emprendimos camino a Montpellier haciendo trotar los caballos, pero sin agotar demasiado a la séptima mula cuya carga Arnaldo quería -empezó a contar Amaury-. Varias millas más allá, nos detuvimos en una posada que está en un cruce de caminos para dar descanso y comida a las bestias. Había un par de escuderos cuidando otros caballos y les pedí a los nuestros que no entablaran conversación. Entré sólo para encargar vino caliente para mis hombres y noté como varios tipos sentados en una mesa callaban al advertir mi presencia; pensaba que serían los jinetes de las monturas de fuera. Yo no quería entretenerme, pero el tabernero me preguntó que de dónde éramos. Dije que de Lyon, pero creo que mi hablar de la íle de France delató mi mentira. Sacaron varias jarras y una vez apuradas, sin dar tiempo a que los míos entraran en la posada a calentarse, di orden de partida. Nos pusimos al trote, que era todo lo que podía soportar la mula, pero al poco Paul advirtió que alguien venía al galope por detrás. Aquello no podían ser buenas noticias y nos refugiamos a toda prisa en un bosquecillo al lado del camino. Llegamos tarde y nos vieron. Con las celadas caladas y sin mediar palabra, cargaron contra nosotros. Eran ocho. Por su aspecto, cuatro eran caballeros y los otros, sus escuderos. No mostraban divisa alguna y de inmediato derribaron a uno de los mercenarios. Paul y yo apenas tuvimos tiempo de desenvainar espadas y resistir el primer choque, pero los otros dos de Lyon escaparon sin ni siquiera mostrar sus armas. Yo estaba confundido, no parecían salteadores de caminos y era imposible que fuera una expedición llegada de Saint Gilles para prender a los asesinos de Peyre de Castelnou. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Pero resultaba obvio que, si combatíamos, nos matarían. Así que le grité a Paul que se viniera conmigo y galopamos hasta el camino para observarles a una distancia prudente. Al entrar en combate, la séptima mula había quedado suelta en el bosquecillo. Ellos la cogieron y sin molestarse en ver qué ocurría con el caído, subieron al camino y se fueron por donde llegaron. Intentamos seguirles, pero cuatro de ellos se habían quedado esperándonos en un recodo y cargaron en cuanto nos vieron. Al final tuvimos que desistir.

– ¿Y qué ocurrió después? -preguntó Guillermo.

– Volvimos donde el herido; ya estaba siendo atendido por los huidos que habían regresado. El asunto era demasiado serio para dejar testigos, así que tan pronto descabalgamos, aparentando interesarnos por el caído, les rebanamos el gaznate. Les quitamos las ropas para dificultar su identificación y echamos sus cadáveres desnudos al Ródano. Continuamos a toda prisa hacia Lyon, alternando monturas para parar lo imprescindible. Allí enterramos sus enseres en una loma.

– No eran salteadores -murmuró Guillermo pensativo.

– No, claro que no -repuso Amaury-. No les preocupó ni el caballo ni lo que el herido pudiera llevar encima. Buscaban la séptima mula.

– Tampoco venían de Saint Gilles.

– Imposible, no daba tiempo.

– ¿Os seguían de antes?

– Si lo hicieron, serían como máximo un par; si no, nos hubiéramos fijado -repuso Amaury pensativo-. En todo caso, eran los de la taberna. ¿Tú crees que nos esperaban?

– ¿Pero cómo diablos podrían saber…?

– ¿El abad del Císter? Él sabía que regresaríamos por ese camino.

– No, no fue él.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Porque no necesitaba robar lo que tú igualmente le traías. Su único motivo para ordenar emboscaros hubiera sido hacerte matar y ocultar así la autoría de los hechos.

– ¿A mí? -se sorprendió Amaury-. Nunca lo haría, no porque me aprecie, sino porque formo parte de sus planes.

– Sí, es cierto -admitió su primo-. Los Montfort le somos demasiado fieles y el celo y prestigio de tu padre le hacen el jefe cruzado perfecto y a ti, su sucesor. Está seguro de que no hablaremos. Además, si supiera dónde está esa carga, no me hubiera obligado a buscarla. Por cierto, ¿de qué se trata? ¿Sabes que Peyre de Castelnou la llamaba «la herencia del diablo»?

– Curioseé unos minutos al parar en la taberna. Eran rollos de cuero que protegían a otros cueros que contenían grupos de pergaminos y papiros enrollados. No me dio tiempo de ver más, pero pesaban mucho, por eso tuve que conservar el mulo.

– Pergaminos… -murmuró pensativo Guillermo.

Y se preguntó qué contendrían esos escritos que los hacía tan poderosos. ¿Eran ellos el motivo del exterminio de tanta gente?

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