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«El lor ditz que's defendan a forsa e a vertu que en breu de termini serán ben socorru.»

[(«Les dice que se defiendan con fuerza y valor, que en corto plazo regresará para socorrerles.»)]

Cantar de la cruzada, II-16


Antes nos dejaríamos ahogar en la mar salada que deponer nuestra forma de gobierno -le gritó uno de los cónsules al obispo Reginald de Montpeyroux.

Un griterío ensordecedor en apoyo a esas palabras resonó dentro de la iglesia de la Magdalena, centro de reunión del consejo ciudadano.

Los cónsules daban voz tanto a los pequeños nobles como a los gremios, y éstos, a los ciudadanos afiliados a ellos por su ocupación laboral. Armeros, peleteros, tejedores, plateros y docenas de otros oficios estaban allí representados por algunos de sus miembros, agrupados junto pendones gremiales que enarbolaban con fiereza. Los bancos de la iglesia estaban repletos y muchos tenían que estar de pie.

– Pero razonad -insistió el obispo, que días antes se había unido a la cruzada en Montpellier con el fin de negociar la salvación de la ciudad con el legado Arnaldo, abad del Císter. Al fin había logrado un difícil acuerdo con la esperanza de hacer entrar en razón a los orgullosos biterrois-; si os rendís y os sometéis a la autoridad del legado y entregáis a los doscientos veintidós herejes cátaros y valdenses de la villa, os salvaréis.

– No aceptaremos imposiciones ni del legado ni del Papa -reputó otro de los cónsules-. Nuestros muros son fuertes, tenemos hombres, armas, provisiones para resistir…

– Locos, locos… -el obispo sacudía la cabeza incrédulo-. Consentid o condenaréis a vuestras familias.

– Ni el Papa, ni el abad del Císter, ni los cruzados, ni toda la Iglesia católica en pleno doblegarán nuestra voluntad de ciudad libre -gritó otro.

Un clamor de aprobación acogió la proclama. -Béziers sólo rinde cuentas al vizconde -clamó uno que por su vestimenta lujosa evidenciaba que era un rico burgués- y siempre que éste respete nuestros derechos y libertades. La Iglesia católica no es quién para imponernos sumisión.

– Razonad -insistió el obispo-. Los he visto, son decenas, cientos de miles; os arrollarán. Están a escasas millas de aquí. Dentro de poco caerán sobre vosotros.

– No entregaremos a ninguno de nuestros vecinos -dijo otro que vestía ropas comunes de artesano-. No importa qué religión profese, aunque fuera forastero y estuviera de visita. Ésta es una ciudad libre y así continuará.

– Si sobrevive -musitó el eclesiástico.

– Las milicias de la ciudad sabrán resistir, los cruzados se hartarán de pasar hambre y calor a las puertas de Béziers y regresarán al norte.

La muchedumbre, enardecida, volvió a clamar. El obispo, asustado por la exaltación de los biterrois, decidió abandonar la ciudad para exponer al abad del Císter el fracaso de su empeño y con él partieron unos pocos temerosos. Pero los sacerdotes decidieron quedarse con sus paisanos para socorrerles espiritualmente en los difíciles días venideros.

Algo parecido había ocurrido la tarde anterior en el mismo lugar. El vizconde y su senescal expusieron la situación a los cónsules y ellos acordaron resistir, apoyando a su señor a pesar de las tensas relaciones, siempre por motivo de sus libertades, que a veces mantenían con éste. Raimon Roger Trencavel, como señor de Béziers, estaba obligado a defender la ciudad y dijo que iría a Carcasona, que convocaría a sus nobles, a su aliado el conde de Foix y que se contratarían mercenarios para reforzar la tropa. Entre todos formarían un gran ejército para atacar a los sitiadores por la retaguardia.

El vizconde advirtió con severidad que todos debían obedecer estrictamente las órdenes de Bernard de Béziers, su senescal, que lideraba la defensa en su nombre. Al despedirse, les animó diciéndoles que resistieran con fuerza y valor, que él acudiría en su socorro.

Había que partir a toda prisa y Hugo aprovechó el tiempo escaso en que los escuderos aprestaban los caballos para encontrarse con Bruna.

– La ciudad está en un peligro muy serio -le dijo-. Venid conmigo, la corte del vizconde os acogerá.

– No puedo… -musitó ella-, no puedo dejar a mi padre.

– Vuestro padre es un hombre de armas. Luchará mejor si no teme por vos.

– No, no le dejaré si está en peligro.

– Permitidme que le hable, él os ama. Le convenceré para que os deje ir. No será difícil.

– Soy yo quien no quiero dejarle. Además, nuestros muros y la posición de la ciudad sobre el río nos protegen. Nada nos ha de ocurrir.

– Señora, sois mi dama -sus ojos se humedecieron-. Yo debiera quedarme a protegeros, pero no puedo, tengo una misión que cumplir.

– Vos tenéis una misión que cumplir, yo tengo un padre a quien amo. Es el senescal de la ciudad. Su hija no puede huir; sería una ofensa para él y para la ciudad.

Hugo sabía que su dama estaba en lo cierto. Entonces, hincó una rodilla en el suelo y le besó la mano. Ella le acarició tiernamente el cabello.

Poco después, el vizconde, acompañado de Hugo y cuatro caballeros más, partía al galope hacia Carcasona.

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