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«En la geomancia, qu'el a lonc temps legit,

e conoc que'l país er ars e destruzit

per la fola crezensa qu'avian cosentit.»

[(«Hace tiempo auguró, gracias a la geomancia,

que el país sería quemado y destruido

a causa de aquel falso credo y por su tolerancia.»)]

Cantar de la cruzada, I-1


Béziers


Había una vibración extraña en la ciudad, lo podía percibir en cómo mis vecinos miraban, en un nerviosismo subterráneo, en pequeños detalles. Se hablaba ya de cruzada y de la amenaza que ésta traía, pero las gentes mantenían su dignidad y la convicción de que los bárbaros del norte poco podían hacer frente a nuestras fortificaciones. No por ello mi vida, ahora en continua espera de Hugo, había cambiado mucho. Salía con doña Bernarda y a veces nos acompañaba mi prima, pero siempre con la escolta de cuatro hombres armados. Cuando en ocasiones se añadía al grupo alguna dama amiga, formábamos todo un séquito. Era principios de julio y las jornadas, largas, luminosas, cálidas.

Fue un día de mercado cuando de nuevo vi a Sara la judía. Tenía su gran pañuelo extendido en el suelo y encima sus atadillos de manojos de hierbas medicinales y aromáticas. Nuestras miradas se cruzaron y, aunque no hubo saludo, la suya me siguió durante un largo tiempo de forma inquietante; la notaba a mi espalda, en la nuca. Era como si tuviera algo que decirme y temiera hacerlo. El recuerdo de su mirada me dio que pensar en los días siguientes. Y fue casi a mediados del mes cuando la volví a ver y sentí la misma desazón. Esta vez me hizo una seña y me costó convencer a doña Bernarda para que se quedara junto con la guardia, a una distancia donde no nos pudieran oír.

– Salid de la ciudad, señora -me dijo-. Está condenada.

Ante mi silencio añadió:

– El baile [2]

Simón y los demás judíos nos iremos de la ciudad antes de que los cruzados caigan sobre ella. Haced vos lo mismo, salvaos.

– No puedo irme, mi padre se quedará -repuse angustiada.

– Venid conmigo. La mayoría iremos a Narbona, donde los judíos tenemos grandes derechos y libertades. Podemos ocuparnos en el trabajo que queramos, portar armas, poseer tierras, tener criados cristianos…

Me alarmaba tanto aquella lúgubre profecía, nada distinta de la que me hizo meses antes y que yo había tratado de borrar de mi recuerdo, que me quedé callada. También estaba sorprendida. ¿Cómo se atrevía Sara a ofrecerme su protección? De llegar tal audacia a conocimiento de mi padre, le haría arrancar la piel a latigazos sólo por eso. Aunque en Occitania a los judíos se les trataba bien en comparación al norte, en general se les consideraba de condición más baja aún que la de los siervos y algunos trovadores les denigraban en sus coplas.

Claro que de saber él que Sara predecía la catástrofe, la haría quemar. Sin duda se arriesgaba esa mujer. Yo estaba segura de que me apreciaba, de que no mentía en su creencia, pero tomando semejante riesgo demostraba estar fuera de sus cabales.

– No puedo, gracias, he de quedarme -le contesté gentilmente con intención y gesto de marcharme.

– ¡Esperad! -dijo sujetándome de la falda, reteniéndome.

Yo miré su mano, después a sus ojos, y ella me soltó. De haber sido doña Bernarda, me hubiera puesto a gritar y habría ordenado a los hombres de armas que nos acompañaban que la golpearan. Era muy atrevido para un judío comportarse de esa forma con una dama.

– ¡Esperad! -repitió ahora en tono de súplica-. Dejad que os ayude como buenamente pueda.

Vi que sacaba su pañuelo negro, el bordado con la estrella de seis puntas, y no pude resistir mi curiosidad por conocer lo que iba a decirme.

– ¡Bruna! -gritó doña Bernarda-. Vamos ya, que llegaremos tarde a misa. Deja a esa mujer.

Sara extendió rápidamente su pañuelo escondido tras una columna del soportal para ocultarlo de la vista de la comitiva y, rápidamente, hizo rodar los huesecillos.

– Hombre -murmuró-, hierro…

– ¡Vamos ya! -insistió doña Bernarda, y poniendo acción a la palabra, empezó a acercarse a nosotras.

– ¿Qué ves? -pregunté-. ¡Dímelo rápido!

Entonces, percatándose de la llegada de mi ama, recogió el pañuelo con los pequeños huesos dentro y los guardó a toda prisa en un gran bolsillo de su delantal.

– Dímelo -insistí.

Sara se quedó en trance, con su mirada perdida en el infinito, como si no pudiera hablar. Una doña Bernarda furiosa nos caía encima y tirando de mí gruñó:

– Una dama no debe hablar con judías y menos con una que tiene fama de bruja.

Me dejé llevar sin ofrecer resistencia, pero al mirar atrás vi a Sara, que parecía haber regresado a nuestro mundo y, rápida, se me acercó murmurándome varias frases al oído. Después desapareció.

Entendí algunas de sus palabras, aunque en aquel momento lo que dijo me pareció absurdo.

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