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«Un día da la vida, otro, la muerte.»

Yehuda Ha-Levi, 14


Guillermo se quedó agarrado a los barrotes de su celda hasta mucho después de que desapareciera la comitiva hacia las profundidades. El carcelero había regresado a su banco con el candil. La oscuridad era otra vez dueña de su celda. Renard callaba.

El de Montmorency fue entonces consciente del dolor en el pecho, entre las costillas, cuando recordó que el celador le había clavado su chuzo para separarlo de Bruna. Se llevó la mano allí; su camisa tenía un desgarro y le pareció notar la humedad de la sangre.

– Me gustaría llegar a tener una casa en Carcasona, campos y unas viñas para poder vivir libre con la mujer que amo y el chiquillo que espera -Renard empezó a parlotear-. Yo sé del amor y sé cuánto sufrís. Quiero vivir con ella, tener más hijos, ser feliz…

Guillermo se dijo que él también lo daría todo por lo mismo con Bruna. Sus ojos aún estaban húmedos y una vez más trató de sacudir los barrotes de la celda sin éxito. ¿Qué sería de la Dama Ruiseñor? ¿Qué sería de él sin ella?

Pero al ir a buscar a tientas el banco de piedra del fondo de la celda, sus pies tropezaron en algo y se sorprendió. Había recorrido las pequeñas dimensiones de su mazmorra arriba y abajo como león enjaulado muchas veces desde su encierro sin topar con nada. Quizá fuera una piedra y pudiera usarla como arma contra el carcelero, aunque no le había dado esa impresión al tropezar con ella. Se puso a buscar hasta tocar algo con su pie y, agachándose, se encontró con un pañuelo anudado a algo que parecía un pan.

Mientras, Renard continuaba contando en voz alta que quería sentar cabeza y la bucólica vida que deseaba vivir hasta el fin de sus días. Era un pan extraño, pesaba demasiado, se dijo el caballero. Lo desenvolvió y encontró una apertura en la corteza. En su interior había algo duro con tacto frío metálico. Su corazón se aceleró. Tirando de aquello, sacó dos piezas de hierro; una era un pequeño estilete y la otra, una llave grande. ¡Tenía que ser la de las rejas de la mazmorra! La emoción le anudaba la garganta mientras intentaba evaluar hasta qué punto aquello mejoraba su estado. Tenía la posibilidad de escapar y, aunque difícil, la de rescatar a Bruna. ¿Quién era el amigo que le había lanzado el pan a la celda? Bruna no fue, no llevaba nada, y tampoco tendría acceso a una copia de la llave. Pero, sin duda, alguien echó aquello en su mazmorra aprovechando el tumulto que provocaron al abrazarse.

Se acercó a la cerradura, palpando el único ojo de ésta, que se abría hacia el pasillo. Era del mismo tamaño que la llave, pero, aunque la luz de la pobre linterna del carcelero no llegaba hasta allí, no se atrevió a colocarla, ya que el movimiento le delataría y sería muy fácil para el celador arrebatarle la llave colocada en la parte de fuera antes de que pudiera abrir. Sólo tendría una oportunidad y sólo una. No había lugar para errores.

Se acercó a la grieta que le separaba de la celda continua e intentó llamar la atención a Renard, que continuaba soñando en voz alta.

– Cultivaría mis viñas y mi vino sería el mejor de la zona…

– Renard -musitó Guillermo.

– Quiero una casa con un buen sótano para guardar barricas…

– ¡Renard!

– Invitaría a mis amigos y…

– ¡Renard!

El ribaldo calló y el carcelero miró receloso hacia la oscuridad donde estaban.

– ¿Qué queréis? -repuso el ribaldo dándose al fin por enterado.

– Bajad la voz y escuchad -cuchicheó Guillermo.

– Tengo la oreja pegada a la pared.

– Ved si podéis distraer a ese tipo, creo que tengo la forma de salir.

– ¿Qué tramáis? -les increpó el carcelero, que les había oído susurrar.

El hombre se levantó elevando el candil para acercarlo a las celdas y ver a sus prisioneros. La guardia había cambiado antes de que Bruna pasara por segunda vez rumbo a las catacumbas y el vigilante nuevo era un tipo de carácter colérico, el mismo que había herido con su azcona a Guillermo.

– Decíamos que sois un borrico -repuso Renard en occitano.

El hombre miró al ribaldo, que se sonreía, y después a Guillermo, que también.

– Tenéis cara de rata de tanto vivir en estas cuevas y os lo montáis con una rata gorda, fofa y de cola larga. Eso es lo que es vuestra mujer.

– ¡Cállate, desgraciado!

Pero el ribaldo continuó insultándole a gritos y Pelet, que se encontraba en una celda más alejada, empezó a corearle, riendo a carcajadas las gracias. Guillermo decidió ser moderado con sus risas, ya que la atención debía recaer en Renard.

El repertorio de insultos de éste en occitano admiró al caballero; había algunos que ni siquiera había oído. El celador intentaba devolverle las ofensas, pero incluso en lengua extraña el ribaldo mostraba una habilidad y práctica inusual. En unos segundos una retahíla de los peores improperios imaginables mentaba a varias generaciones de la familia de aquel hombre.

El carcelero daba muestras de estar perdiendo su poca paciencia y empezó a golpear las rejas de Renard con su azcona sin que eso detuviera el torrente de injurias que éste le lanzaba ni las risas e insultos con las que le coreaba Pelet.

El ribaldo se colocó de forma que, si el celador le quería ver, debía situar el candil en un lugar que quitaba la luz de la zona de Guillermo. Iba acercándose a las rejas haciendo muecas, insultándole, y luego se alejaba de ellas a toda velocidad cuando el hombre intentaba herirle con su lanza corta. El tipo estaba enfurecido, deseaba dar un escarmiento a aquel sinvergüenza, pero se guardaba bien de ofrecerle la oportunidad de que en uno de sus envites le pudiera arrebatar la azcona.

Guillermo vio tan entregado al hombre en vengarse del prisionero que decidió que el momento había llegado y colocó la gran llave en el ojo de la cerradura que se abría al exterior. El gesto era muy incómodo, ya que debía doblar la muñeca de forma antinatural y, al poco de intentarlo, se dio cuenta de que en esa posición le era imposible hacer girar la llave dentro de su cerrojo.

El desánimo le invadió. Lo volvió a intentar una y otra vez mientras se preguntaba cuánto tiempo más podría Renard distraer al guardián. Incluso dudó de que la llave fuera la adecuada. Después, se dijo que para qué si no se la habían arrojado. Debía de ser la llave correcta. Al fin, recordó el estilete. Estaba sobre el banco de piedra y lo puso en el ojo de la llave de forma que, agarrándolo por sus dos extremos, pudo hacer palanca. En unos momentos sonó un chasquido que, a pesar de la barahúnda que Renard organizaba, se pudo oír con toda claridad. Guillermo recuperó el estilete, abrió de una patada la reja y se enfrentó al carcelero, que ya le amenazaba con su azcona. Pero el hombre se había descuidado al girarse con premura, Renard le agarró de la camisa y al tirar de él hacia las rejas, coartó sus movimientos. Guillermo se abalanzó sobre el individuo, sujetó el chuzo con su mano izquierda y hundió de inmediato el estilete en el corazón del infeliz, que se derrumbó al instante.

– A pesar de ser un noble, os podríais defender bien en una pelea de taberna -elogió Renard.

– ¿Apostáis algo a los dados? -repuso Guillermo casi sonriendo.

En unos momentos liberó a Renard y a Pelet. El caballero se armó con la espada y los otros con la azcona y la daga del hombre.

– Ahora estamos con él -le aclaró el ribaldo al escudero señalándole al noble-. Es nuestro señor.

– Salgamos de aquí lo antes posible -dijo el escudero.

– Hay que rescatar a la dama -contestó Guillermo.

– Lo que hay que hacer es salvar el pellejo -afirmó Pelet, al que parecía importarle poco su nuevo señor.

– Arriba está el palacio del arzobispo -expuso Renard-. Está lleno de soldados y vais solo. Si podéis escapar, cosa que dudo, será sin ganar nada en la aventura. Yo sigo al caballero, ahora él es mi patrón y si muero, que sea intentando alcanzar mis sueños.

Al fin Pelet decidió unirse a los otros dos, pero antes de enfrentarse a la oscuridad, Guillermo les detuvo.

– Esperad, tiene que haber algo más.

– ¿Más qué? -quiso saber Renard.

– Quien me haya enviado el pan quiere algo más, aparte de que escapemos. No me consta que tenga yo amigos en el palacio del arzobispo.

– ¿Y bien?

– Pues que una llave y un arma no bastan. Debiera haber una instrucción, un mensaje.

– ¿Lo había?

– No, que yo haya notado. Vamos a revisar.

Entraron en la celda de Guillermo y desmigajaron el pan sin encontrar nada. Al fin, éste exclamó.

– ¡El pañuelo!

Y efectivamente, en él estaba dibujado un mapa de cómo orientarse en algo parecido a un laberinto. También unas frases: «Cuidaos de los hombres oscuros del laberinto. Sólo son vulnerables si se les hiere en la nuca o se les borra la primera letra de la izquierda de la palabra escrita en sus frentes».

– ¿Qué quiere decir con los hombres oscuros? -preguntó Pelet.

– ¿Borrando la primera letra de una palabra en su frente? -se extrañó Guillermo.

– Ahora lo sabremos -repuso Renard tomando el candil y cruzando el arco que conducía a las escaleras de bajada.

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