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«El noble qui em damani per pendre'l per marit ha de plaure al meu pare i agradar-me a n'a mi.»

[(«El noble que me pida en matrimonio ha de complacer a mi padre y gustarme a mí.»)]

Canción popular


Días después, con la ausencia de Hugo pesándome, decidí abordar el asunto con mi padre. Nuestra relación era muy estrecha y quise hacerle partícipe de mis ilusiones, cómplice de ellas.

– Hugo de Mataplana es mi trovador y yo soy su dama -le dije sin rodeos en la cocina, donde él desayunaba un asado de cordero.

Últimamente había estado muy ocupado y, al ser jefe militar de la ciudad, eso sólo podía indicar que el peligro acechaba, pero yo nunca le preguntaba por la situación castrense o política, porque hubiera sido ofenderle; una dama debe confiar en su protector y ése era mi padre. Aquel día quise aprovechar que él se levantaba más temprano para hablar con tranquilidad, sin que doña Bernarda estuviera cerca. Sus hombres abandonaron la mesa camino de las caballerizas al ver que mi madrugón no era casual y que deseaba estar a solas con él. Paró de masticar, su barba entrecana se detuvo y se me quedó mirando sorprendido. Después, continuó más lentamente, asimilando la noticia, y cuando quiso tragar, lo hizo con esfuerzo.

– ¿Que Hugo te ha pedido que seas su dama? -inquirió al fin, como si no lo pudiera entender.

– Sí. Y yo he aceptado.

– ¡No puede ser!

– ¿Cómo que no puede ser? -respondí ofendida-. ¿Es que no me veis mérito?

– ¡Claro que te veo mérito! Sólo que me cuesta creer que se haya atrevido.

– Se atrevió, aunque yo le animé a ello.

– ¿Que le animaste?

Se quedó mirándole mientras yo, con expresión culpable, afirmaba con la cabeza.

– Eso no es propio de una dama -su expresión era severa-. Si una señora empuja a un caballero, le obliga.

– Es que estoy muy enamorada… -me disculpé.

Su expresión cambió a tierna y cogió mis manos con las suyas.

– Bruna, Bruna, sabes cuánto te quiero. Eres mi única familia, la rama verde de mi árbol seco. La última de mi estirpe -hizo una pausa y sus ojos se humedecieron-. Te quiero, pero he de decirte que ha llegado el momento de que dejes de comportarte como una niña mimada. Eres una mujer y has de empezar a asumir responsabilidades. Olvídate de eso, deja la Fin'Amor para las damas casadas que se aburren.

– ¿Pero es que no lo entendéis, padre? ¡Estoy muy enamorada! -insistí.

– Pues canta tus canciones de amor, pero prepárate para el matrimonio.

Dijo el matrimonio y pensé, como siempre que sonaba la palabra, en mi madre. Supuse que a matrimonio se refería cuando habló antes de mis responsabilidades y que, claro, las suyas serían buscarme el marido que conviniera política y económicamente.

– Se dice que Hugo, además de trovador, es noble -repuse cambiando de tema-. ¿Es eso cierto?

– Es el hijo del señor de Mataplana. Tienen castillo y posesión al sur de los Pirineos, cerca del monasterio de Ripoll.

– Pues parece, por la forma en que lo tratáis, como si fuera un noble importante…

– No es de alto rango, pero su amistad con nuestro señor el vizconde Trencavel y su relación con el señor de éste, el rey Pedro II de Aragón, le distinguen.

– ¿Es amigo del Rey? -me asombré.

– Los reyes tienen vasallos, no amigos. Pero el padre de Hugo, también llamado Hugo, tiene la confianza de Pedro II y parece que el hijo también.

– Al verle la primera vez creí que era un simple juglar.

– Eso es lo que le gusta aparentar. De esa guisa recorre caminos, habla con gentes, ve, escucha y su opinión es oída por el vizconde y por el Rey.

– Pues es alguien importante.

– Bajo ese aspecto, sí.

– ¿Por qué no acordáis mi matrimonio con él? -le propuse.

Otra vez me miró sorprendido y pensó un rato antes de responderme:

– Eso no funciona así. No puedes escoger a tu esposo; recibes el que Dios y tu padre deciden.

– Padre, yo quiero a Hugo. Él tiene mi corazón, sólo a él quiero.

– Tendrás el esposo que te corresponda.

– No entregaré mi cuerpo a quien no tenga mi amor -notaba las lágrimas en mis ojos.

– El amor conyugal surge de la convivencia.

– Quiero a Hugo.

– Imposible, no te conviene -y levantándose de la mesa, añadió-: ¡Ya basta, Bruna! ¡Asume tu responsabilidad! -y, sin esperar mi respuesta, fue a reunirse con sus hombres, que ya le esperaban a caballo.

Me quedé angustiada y llena de preguntas. ¿Por qué mi padre no consideraba a alguien tan lleno de méritos y con la confianza del Rey? Además, parecía entenderse muy bien con Hugo, que le apreciaba. ¿Acaso el heredero de título, posesiones, castillo y amigo del Rey no estaba a nuestro nivel? ¿Con quién estaría preparando mi boda?

Decidí luchar por mi amor. Él acostumbraba a concederme todo lo que yo quería, ¿por qué me negaba ahora lo más importante?

Me dije que nunca desposaría a quien no amara y desde aquella mañana empecé a negarle la sonrisa a mi padre. Pensaba que privándole de mi cariño él terminaría aceptando el mío por Hugo.

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